
        
        EL LEVE SOPLO DE LOS VIENTOS
De REINALDO MARCHANT
        Por Elida Graciela Farini
        
        
        No estés triste, Reinaldo/que no ha muerto la poesía
          si nos solazan el alma /sus calandrias.
          Sigue cantando, anda, / que tu voz es poesía,
          voz que canta.
  ¡No dejemos que se mueran
          las metáforas!
        
           Reinaldo  Marchant vuelve a sorprendernos con la prosa lúcida y transparente de su último  libro de cuentos: “El leve soplo de los vientos”. Una sinfonía de colores, de  imágenes, de sensaciones se despliegan tras sus palabras cristalinas. 
             
          Desde  su obra anterior: “Las orillas del río están llenas de murmullos”, que tuve el  gusto de comentar, nuevas manifestaciones de su creatividad se deslizan sobre  ese escenario maravilloso que sabe pintar con maestría y que se abre ante el  lector permitiéndole descubrir, paso a paso, la magia de sus personajes, los  aromas del parque, el colorido de sus paisajes, la vegetación, su música, las  voces de los personajes que con   idoneidad, va insertando en el transitar de las páginas.
          
          Ante  el particular recorrido de sus ideas, llenas de claridad, se percibe una  actitud de amor frente al prodigio de la naturaleza, donde sus cuentos, sus  relatos, esparcen una cierta brisa de desamparo, frente a la realidad vital del  ser, destacándose matices  plenos de  pensamientos sutiles, de filosóficas ideas, de sabias reflexiones y en su largo  transitar por senderos naturales expresa: “Dios medita en los bancos de  los  parques”.
          
          En  sus conmovedores relatos, sus protagonistas desbordan de sentimientos elevados.  Su pluma veloz permite mantener el ritmo ágil de las historias. La ternura se  desliza en seres especialmente iluminados por su literatura cargada de  vibraciones, de sonidos, de armónica belleza, donde “un hálito de música  medieval me envuelve”. Allí se unen los pájaros y las aguas, los vagabundos,  los árboles, las semillas, donde no son ajenos el sol, la luna y la madre, rica  en sabiduría.
          
          Conviven  también en ese universo único, “a la hora en que se desatan los sentimientos”,  Altagracia, el personaje del libro anterior, Natalio, Juan Solitario y todos  esos seres vagabundos que se relacionan con las plantas y los animales, los que  pueblan la original creatividad de este singular escritor. “Siempre la verdad  conoce la Naturaleza”.
        Ellos  juegan a ser felices con los ojos cerrados, con el viento, con la lluvia y los  murmullos del río, pero a veces la soledad   lo envuelve, entonces grita: “pobre Natalio, pobre Reinaldo, pobre  Altagracia”.
         Sus  reflexiones son a veces duras, pero reales, como cuando el zorzal dice:
          “Donde  existe signo humano, todo extingue y desaparece”, pero hace florecer a la  esperanza en Humberto Solitario al expresar: “Nunca estarás abandonado si la  sombra de un árbol cae en tu corazón”. ¡Cuánta sabiduría, Reinaldo y cuánta  ternura!
“Donde  existe signo humano, todo extingue y desaparece”, pero hace florecer a la  esperanza en Humberto Solitario al expresar: “Nunca estarás abandonado si la  sombra de un árbol cae en tu corazón”. ¡Cuánta sabiduría, Reinaldo y cuánta  ternura!
          
          El  lector se sentirá conmovido por estos textos que tienen una expresión de  indiscutible poesía, por la musicalidad que irradian, por el colorido que los  conforman, por sus ritmos y el mágico universo de sus palabras.
          
          En  el último tramo de la obra hay desolación, soledad, desasosiego. Una fuerte  sensación de dolor y desamparo se apodera del autor y  se aposenta en sus palabras, entonces se le  oye decir: “La única voz que deseo oír es la de los pájaros”. 
          
          Tras  su lirismo atisba una tristeza existencial que sobrevuela la obra, más allá de  los huesos que lo conmueven. Hay tristeza en las expresiones, pero ella es  ennoblecida por la belleza del lenguaje único  de Reinaldo Marchant. “A mi me gustaría contar con alas para llegar a la pista  de las estrellas”.
          
          Una  necesidad de abrigo, de contención en su orfandad, pero también de esperanza  afloran allí. Pero la actitud positiva trata de sobreponerse a la adversidad.  Un halo de Dios lo contiene y éste aparece vívido en sus encuentros. Desde la  incertidumbre, desde el dolor, desde las plegarias de “el valle de los huesos  secos”, puede brotar una luz o “una belleza sublime que pueda crecer como una  columna de lunas calientes”.
          
          La  esperanza está allí, porque hay un profundo sentimiento religioso que se  descubre en la obra, un hablar con Dios, un buscar y un encontrarlo.
         
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        En  el mes de septiembre del año 2008, en el marco de la “Feria del Libro de  Córdoba” y en nombre de la Sociedad Argentina de Escritores tuve el placer  de presentar al escritor  Reinaldo  Marchant y a su  libro: “Las Orillas del  Río están llenas de Murmullos”.
        Elida  Graciela Farini - Córdoba- enero  de 2011.
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        SOY
        Lo que ve la gente no lo veo; lo que veo yo la gente no lo  ve. No quiero ver lo que la gente ve y poco importa lo que yo veo. La gente ve  hojas y yo veo imágenes. Veo perfiles cristalinos en la atmósfera y la gente ve  agua en  las fuentes. 
        La gente no me ve y yo soy feliz de que nadie nunca  conocerá las raíces con tonalidades de mis huesos que se resisten a la  desecación. Veo al bueno de  Altagracia  platicando con los murmullos del río y solamente él me ve pintando con mi uña  figuras humanas que nadie conocerá.
        Dicen que me llamo Natalio Cartagena,  eso tampoco importa. A Dios gracias nací con  la suerte de tener una madre millonaria de sabiduría: no conoce el arte de leer  ni escribir. Si desean saber de ella, ¡conózcanme a mí! Ahora, justamente  ahora, necesito beber una porción de humedad. Esa humedad que despiden los  ruiseñores noctámbulos,  semilla naranja  que cae en mi boca cuando la desolación engrifa los dientes.
        Veo lo que nadie ve. Insisto. Es bello lo que veo y las  hormigas ven. Tiene matices y olores selváticos lo que veo y nadie ve. Me  arrullo en lo que veo y nadie quiere ver; le rezo a lo que veo, acaricio su  rostro, sus manos, y lo que veo y nadie ve me devuelve todo el amor sin asomar  la delgada silueta que únicamente yo veo. 
        Nací en un país sin lengua, así que escribo en lengua  mía.  Perdón. 
        A no olvidar, me llamo Natalio Cartagena. Es una manera de  decir, naturalmente. Uno, en el fondo, no es nadie. Que lo digan los pájaros,  que todo lo han vivido, que todo lo saben.   Y, simplemente, son llamados pájaros. Yo, dicho al paso, siendo niño  siempre quise crecer para ser un niño. Esa fue mi trascendencia. No moriré como  hombre, lo haré en infancia absoluta. Después de aquello, no temo a nada. 
                                            
          Cuando no recibo la lluvia, la invento. Cuando no me  empuja el sol, lo dibujo. Cuando  la luna  no me besa, la imagino. Cuando despierto y no me encuentro, parto al parque a  buscarme. Cuando me sorprendo meditabundo en un banco, paso de largo: los  sueños no se despiertan.
        Soy un enamorado de los sentimientos de las mariposas.  Perdón. 
        Veo lo que la multitud jamás querrá ver. Ese es mi  destino, no mi pesar. Soy manso y me identifico con las ardillas que pernoctan  en hendijas relucientes que nadie ve.
          
          Ya lo sé: el hombre es feliz cuando sueña y un cobarde  cuando piensa.
        Me parieron en un país con dos patrias y dos  civilizaciones. Habito la geografía del Poniente y desde ahí, agazapado en una  pluma de halcón, veo que los del Oriente galopan encima de la bandera blanco,  azul y rojo.
        Un  gorrión bosteza  frente a mis barbas. Luego me da la mano. Y ríe.
        Esto soy y no me avergüenza  hablar con una lengua tiznada de otoños.
         
         
        INSTANTE
        Si viniera mi padre y jugara conmigo apenas cinco minutos. 
        Si viniera mi padre… Si llegara súbitamente, a la manera  de un mago, se arrullara en  mi  hombro,  estrechara los ojos en los  míos  y pasara su áspera  mano por mi rostro. Si llegara mi padre… 
        Si apareciera en este preciso instante en que lo recuerdo,  desvanezco por conocer la textura de  su  cabello  y el piso de su  estatura.
        Si viniera mi padre desde el valle de huesos secos. 
        Y se soltara desde   brasas donde no se oyen  cantos  de  aguas verdes.
        Si brotara igual que vegetal, a la manera de un fantasma  redimido; se hiciera escuchar en bendición extraordinaria.  Y escuchara un pequeño vocerío, notara el  movimiento de las manos, el sonido de una risa que desahoga el imberbe que soy.
        Si llegara don César Mario… - supongamos que así se  llama-.
        Y viniera hasta la hendija   en que contemplo la consagración de universos que juegan para  seres ensimismados.  Y me saludara desde lo impalpable, diciendo  dos palabras, sólo dos palabras que nunca le oí: hola, hijo…  
        “No me diga así”, contestaría. 
        -  Dígame: hola, bastardo….
         
         
        EL MAR
        Cuando la madre llevó a sus cinco hijos a descubrir el  mar, él imaginaba que era como un edén bañado en lluvias serenas. ¡Tonto, es  todo agua!, precisó su hermana. 
        Entonces imaginó que era como una piscina pero más  colosal. ¡Tonto, tiene olas!, repitió la hermana.
        ¡Y tiene peces, sirenas, ballenas, tiburones…! 
        Comenzó a temer. A esconderse en la falda de su madre.
        -  ¡No pasa nada, son olas que tocan música!-,  lo consoló ella. 
        Y el bus trabajosamente se lanzó a descender hacia el  fabuloso piélago. 
        Pelícanos y gaviotas danzaban en la planicie azulenca.
        Su pequeño corazón saltaba como ardilla inocente.
        ¡Ahí está!, gritó la hermanita, apuntando con la mano la  traza maravillosa del litoral. 
        Pudo ver ese gigantesco pecho vivo, agitándose, soltando  espumas blanquecinas, jugando con algas y otras especies. Su rostro quedó  embutido en el vidrio de la ventana. Nunca necesitó más oídos y visión  que lo ayudaran a observar la majestuosidad  más  colosal del firmamento. 
        - Lo que no ha  inventado el hombre es muy perfecto-, dijo la madre. 
        Y él la abrazó fuerte, por ese premio dulce, las aguas del  océano eterno. 
        Desde ese día, pidió más vista para observar, más sentidos  para escuchar y más espíritu para recibir los regalos que descienden de las  habitaciones galácticas.
         
               
        EL CRESPÚSCULO
        Juan Solitario jugaba con un crepúsculo.
        La tarde era brillante y el niño daba vueltas por el  parque jugando con el crepúsculo. Asomaron las estrellas y el niño llamaba  Peter al redondo y luminoso crepúsculo. 
        La gente no podía creer lo que Juan Solitario lucía entre  los jardines del parque. Aquello no le importaba. Seguía corriendo con el  crepúsculo en las manos. El crepúsculo a ratos le sonreía. Y su boca rojiza  tenía dientes de dragón.
        Juan Solitario ofrecía crepúsculos a la gente de paso. No  había interesados.
   
  Él continuaba jugando con el crepúsculo en diversión  imaginaria.
        Hacia la tarde, el crepúsculo acariciaba las lágrimas de  Juan Solitario. El muchacho pensaba unir las lágrimas de él y del crepúsculo  para crear un lago de aguas sonoras.
        El crepúsculo lo arropaba hundido en  tristeza: apenas un perro se detuvo  a mirar la escena.
        Juan Solitario seguía incansable corriendo con  aquel   montoncito de sombras transparentes en las manos.
        Y, sonriente, lo ofrecía a los incrédulos.
        Los únicos interesados eran unos ángeles multicolores, que  avistaban desde las  altas sombras  lechosas, despedían goteritos tropicales para que el muchacho continuara  asombrándose de las cosas.