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El tiempo y el dolor
Sobre Vaho de Rodrigo Morales

Por Javier Norambuena[1]

 

Resaltan los anversos cuando realizan –y no sólo representan- una entrada, para que un objeto estético remolque al ojo. Sean éstos fosas cavadas en el aire, como incita la lectura del epígrafe que instala Rodrigo Morales hacia la “Todesfuge” de Paul Celan, o sean convivencias –por su aparición, distante, del objeto- aquello que los subsistemas articulan como un costado. “Vaho”, y así me lo sugiere la insistencia que hay –porque “hay” una insistencia- hacia el dolor, maniatada en una “herida de costado”, una herida lejana a desfallecer, en posición remota a la vitalidad que puede hacer de ella alguna máquina de sentidos.

“Vaho” se hace cargo –pues carga, como una demanda hacia la inscripción residual entre mito, historia y escritura- disponiéndose al lugar donde el poema no puede resolver lo que se plantea en la lengua:

“a veces acá abajo se perfora una que otra idea sobre el poema           sobre el poema        un buzo           como yo se inunda  y se desliza contra el nombre de un  puñado de          labios que ofician        de santos en la penumbra”.

Es esa, por cierto, la única acción –ocupo acción como una pulsación, un pulso que deriva, más tarde en escritura- la primigenia técnica esencial que hallo en “Vaho”: una inundación.

Pero, cómo inunda, qué inunda, o bien, cuál es el modo de ocupación de aquella fuerza que reconstruye la misma noción de impulso con que trabaja la escritura de Rodrigo Morales. No hay asunto allí. Sólo una fosa, sólo constataciones donde aparece “la escritura que es similar a ahorcarse con el cordón umbilical en pleno invierno”. Sin embargo, el invierno que ocupa Morales, no es atingente al vientre, menos a una historia que yuxtapone la forma del mito como una deuda –hay allí una relación que no soluciona el libro, sino que abre, como hendiduras desperdigadas- pues aquí, en “Vaho”, los “ínfimos colores revolotean tras el silencio de esta fosa”.

¿Sería pertinente buscar esa cavidad?, ¿o dónde fijar ese acontecimiento? ¿en el momento que la cavidad fue representada?. Sabemos, en este caso, que no es el poema ese lugar. Tampoco en una poética. Dónde, entonces, asir una lectura. Más aún, por qué habría que asir, o buscarle sitio a este “Vaho”. Aquí el sitio no es el sentido y menos es una inscripción. Y tal vez, para expresar una sospecha, Rodrigo Morales quiera suturar con lucidez la preocupación teórica manifiesta en su ensayo “El poema en la postdictadura” donde explicaba los vínculos existentes entre silencio, silenciamiento y lo que perspicazmente definió como “acto de autosilenciamiento”. No obstante, “Vaho” no autosilencia nada, sino que al contrario, habla, y habla sin la cordura a su favor, “sin hacer mucho ruido/ ni hablar por otros como una perdida”.

“Vaho” entonces, está después, después de una cavidad que aunque aparece resulta inhallable. La leemos, claro está, pero no se queda tranquila para poder darle sitio. ¿Será la cavidad un rostro?, ¿Será que entonces el rostro nunca logra mirarse? En este caso, lo que interviene –contrapuesto a lo expresado por Levinas- no es un inconsciente donde el rostro responda a los horrores, o a lo horroroso que pueda abandonarse al ejercicio de mirar. Está en otro lugar. Allí donde el sujeto de tanto hablar excede su propia lengua, utilizando esos “seres sin rostros” que según acusa Levinas, vanhaciendo “grande y mentiroso” el rostro que el arte le da a las cosas.

Volvamos a la inundación. Volvamos al problema mayor de cuando una lengua no puede representar lo que intenta designar. Aún cuando podría ser ese un problema que leyó con acidez  Jacques Lacan, aquí la letra, la instancia donde la letra conmueve sus significantes, carece de un rostro por su velocidad inclasificable. “Vaho” no tiene hundido ese pesebre familiar que hace de la letra una incomodidad donde la herida, de tanto sangrar, constituye un brazo de escritura, “nada sé de esas infancias sólo pienso en la bolsa blanca que traslada huesos de un lado a otro”. Se trata de todo lo arruinado, de aquello imposible de ver sino con el prefijo de quienes saben enfrentarse a la melancolía como una estética, una posición de hacer posible – una posibilidad- en el preciso momento que un poema se escapa ante sus tretas y cabos,

“dormida blanca hasta los ojos asoma la noche sobre playa grande        allí       te tomo     en brazos hasta el sueño que no es cuerpo sino el vestigio de una entidad que arruinaba el poema         paralelo a eso un puñado de cortinas arrasan con el cielo               desde ese escenario lateral evito mirarte       y       buceo a duras penas estos             calambres       mientras mis manos  y tus ojos saben que esto no es un sueño”

¿Será, entonces, que la melancolía inunda un rostro?, ¿Será que un rostro nunca puede permanecer delante de un tiempo fijo?: “ésta es la historia de las ruinas acumuladas en el cuerpo”, leeríamos en “Vaho”, y leeríamos también, en esa acumulación todo cuanto transcurre afuera de la experiencia poética, afuera, pero siempre en vista, siempre zigzagueante entre “el tiempo y el dolor”, allí cuando “el tiempo es el único animal que puede alimentarse de lo imaginario”. Acaso la melancolía constituya un lugar donde el rostro pueda sentirse cómodo con su obliteración. O, acaso, el lugar de ese rostro donde saben los ojos que no existe el sueño sea el final de aquello que subsana “Vaho” con su despliegue metafórico.  Pero la melancolía, el rostro de la melancolía, y así de inasible, requiere de un mecanismo, o tal vez, de una escena donde el sujeto, o la escritura que sujeta y ampara el poema y a un poeta, carezca de jadeo, y desde luego, sea el padecer “esas rarezas de las cosas que se mueren por segunda vez”.

Volvamos, nuevamente, a la inundación. A esa escena, tan elocuente, que se distancia del mito, a la forma en que la historia y su modélica del archivo rearman cualquier súplica –o memorial-, y se quiebra, la pone allí, por “segunda vez”, como se lee en “Vaho” en el lugar consecutivo, en el segundo lugar, en la segunda ocupación que la memoria guarda para la escritura. Qué dejó aquí, en “Vaho”, como lugar de esa historia, ese residuo entre mito, historia y escritura. No deja residuo, tampoco deja ese acontecimiento lo propio, ni una marca contra el conteo que la memoria quisiera para su inventario, para inventariar, así como lo hace mucha redacción en verso, lo burdo de efemérides que piden la cabeza de un actuario.

Ese juicio al que se enfrenta la memoria para concluir en efeméride no quisiera apoderarse de un asiento. Lo incómodo de esa silla, esa molestia de la memoria melancólica está puesta en escena a partir de una fosa. ¿Es la fosa una memoria?. Es la fosa aquello de lo que escapa la letra y aquí, “Vaho” hace comparecer –palabra propia de Morales en su crítica-  como un problema de rostro y archivo. Sin embargo, tomando el envío que se hace en el primer epígrafe haya que seguir –o, continuar en la misma pista- que la muerte o, como escribe Celan en la “Todesfuge”, “grita que suene más dulce la muerte” pueda postergar el juicio y el archivo donde tampoco yazca en la memoria, o en su ejercicio precario –a estas alturas de recordar y recordar- sino que, muy por encima de eso, la muerte también sea la segunda escena, aquella segunda vez, que nos recuerda Morales, “una mentira por la cual levantarse antes de izar los vestigios de un lastre a la intemperie”.

Dónde está la fosa de “Vaho”. Volvamos, por última vez, a la inundación. A eso que in-hunde  –y desde luego, acaba- con el lugar del buzo que estremece cuando flota en lo inevitable del acecho, o a la batida de cuando “mi cuerpo pasa mudo por el jardín del desierto”. Y en ese punto, en el paso mudo, en el tras-paso que hunde al archivo, la lectura flota. Pero no vive, ni puede tener cadáver. Flota, pues, un “Vaho” allí donde el nosotros ocupa una colectividad que mira a la historia con desconfianza, con el descrédito de esa basta memoria de museo. ¿Será que esta inundación sea un remanente? o ¿será que el remanente de esa inundación nos guiñe el sitio que el poema tiene hoy, entre nosotros? Esa fosa sí es el poema. Y ese poema no es, claramente, lo que clama –y resalta, como decíamos al comienzo- un ojo acometido, un ojo que no hace del poema una estrategia de sentidos, o un mero lugar de convivencia entre la historia, el mito y la escritura. Clamar, aquí, sería poco. Y poco, todavía, sería quedarse con esa fosa como imagen. Nada inunda a la escritura. Y la escritura, ¿logra cavar esa fosa que Morales hace hablar?

“Vaho” es la parte de acá y la parte de allá donde ese él –disponible sólo para la escritura y sus sentidos- estruja un movimiento y lo estremece, “he buceado esa fosa sin preguntar”. Cabe alistarse, entonces, para comenzar una posible lectura de materiales inestables, porque su andar –y el trayecto que supone ese andar- deja a la historia jaspeada en el pensamiento poético que arriesga, y sobresale en el desolado panorama de las letras institucionales. Es ese nosotros latente, que vuelve a interesar, como una táctica comunitaria donde “el vestigio de una entidad” va capturando a favor del desarraigo las diversas modélicas que resguarda una lógica que habla, por sobre todas las cosas, en detalle y distendidamente sobre la contingencia.


Santiago de Chile, 30 marzo 2010.

 

[1] Poeta y crítico. Autor de los libros Humedales (Ed. Limón Partido, México) y útil de cuerpo (Ed. Mantra, Chile)



 

 

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