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Evocar con pasión

“ALLENDE, 50 años de amor” de Reinaldo Marchant. Editorial SIGNO. 2023. 180 páginas

Por Jorge Calvo


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Por estos días he leído de viaje un libro inquietante: “ALLENDE, 50 años de amor” de Reinaldo Marchant que acaba de aparecer bajo el sello de SIGNO Editorial; se trata de un volumen de relatos, donde desfilan cuentos, episodios, citas, fragmentos unidos por una época y una epopeya común. Por tanto, resulta posible leerlo como una novela. Un conjunto de imágenes y circunstancias que nos reflejan algo esencial de una historia, nuestra historia y contada desde la perspectiva y el punto de vista de aquellos que eran muy jóvenes, adolescentes, niños, recién nacidos o que aún no venían al mundo en la fecha del Golpe, pero inevitablemente lo harán durante el par de décadas que se prolonga la dictadura. El punto de vista se focaliza en los jóvenes, están los que fallecieron, aquellos buscados que de una u otra forma consiguen huir pero, por encima de todo, se recuerda a los que permanecieron ocultos, mimetizados, aferrados al inclaudicable propósito de  recuperar la democracia; sin importar el costo que esa decisión podía conllevar y con sus actividades artísticas, culturales, sociales y políticas consiguieron elevar una marea donde, el descontento se desbordo a través de las protestas y puso a resonar a lo largo del país el murmullo ensordecedor de un concierto que puso fecha a la caída del tirano.

Durante los mil días del Gobierno Popular esta juventud se involucró en un proyecto que al buscar mayor equidad social insuflaba alegría y un excelente ánimo para incorporarse al trabajo voluntarios, saliendo a levantar mediaguas o a trasladar sacos de papas, alfabetizar o lo más básico y elemental, lo primigenio, repartir en los patios de los colegios medio litro de leche. Todo lo hacían cantando.

Posteriormente, cuando a consecuencias del Golpe se inicia el descenso de la sociedad chilena al corazón de las tinieblas: al horror. Desaparecen personas de sus hogares, de sus trabajos, son secuestradas en plena vía pública o desde vehículos de locomoción colectiva y desaparece el padre, es torturada la madre o la hermana, una generación de infantes crece y se forma en la incertidumbre, en el temor frente a la absoluta apatía de quienes tenían el deber legal y moral de actuar y no lo hicieron. Es el dominio de la indiferencia. A partir de ahí la impotencia se convirtió en energía, se transmuto en lava volcánica. Se potenció. Un día estallaron las protestas. Fueron en aumento como una bola de nieve. Mientras más las reprimían más imparables se volvían. Hasta el día en que terminó la dictadura.

Uno de los primeros relatos se detiene en la figura de Antonio Aguirre Vásquez, el joven GAP asomado al balcón presidencial sosteniendo una metralleta, imagen que dio la vuelta al mundo, estaba herido cuando lo detienen y es trasladado a la Posta Central, de dónde al poco tiempo es secuestrado por fuerzas del nuevo régimen y hasta la fecha permanece desaparecido. La misma mañana, martes 11, en otro relato, el narrador un muchacho de doce años de edad espera horas en la Gran Avenida que su madre regrese del trabajo y ve pasar “Con megáfono en mano, uniformados que se movilizaban en vehículos de guerra, exigían con despotismo y violencia verbal que las personas ingresaran a sus casas…” En otra bella historia, el personaje que aún no cumple la mayoría de edad viaja clandestinamente a una pequeña ciudad del sur con el pretexto de recibir un Premio literario y, en el vagón conoce a una muchacha que anda en compañía de una anciana, su abuela. A juzgar por el narrador la muchacha es de una belleza extraordinaria, él abandonaría todo para seguirla a dónde sea que se quiera, se enamora perdidamente no obstante debe abstenerse, bajar del tren y olvidarla. Debe cumplir una misión. Es un resistente a la dictadura. Lo ocurrido con el joven Floreal Avellaneda arruga los huesos. Al leer uno se pregunta puede el ser humana albergar tanta maldad. Otro cuento se ocupa de los avatares de un hombre joven llamado Idiosincrasia es un vagabundo que deambula sin propósito por las calles, la tortura lo volvió loco. ¿Recuerdan a Tilusa? ¿La Casa Kamarundi? “Qué más puedo desear para ser feliz” interrogaba Tilusa a su muñeca Alejandrina. Llegaron los noventa, llegó la alegría y con ella “una justicia a medida de lo posible”. Tilusa con su muñeca en los brazos se percato primero que nadie de los nuevos oscuros tiempos que se avecinaban, Aterrizaban aviones trayendo de regreso a barbudos reformados. A ninguno le interesaba que la Casa Kamarundi continuara.

Reinaldo Marchant reúne las dotes del buen narrador, articula rápido, va al meollo, captura el interés, resuelve con eficacia. Todas estas virtudes ya las ha demostrado en los libros sobre futbol que ha publicado y en los numerosos premios obtenidos. Es ameno y posee una excelente memoria, captura detalles que aún están almacenados en el inconsciente colectivo. El libro mira en dos direcciones, por un lado, hacia la juventud y el excesivo precio que debió pagar y, por otro, a los retornados de la Concertación que de la noche a la mañana y enigmáticamente se presentaron como los grandes vencedores y comenzaron a otorgarse prebendas y cargos. Sin duda todo esto da pie para una discusión. Una discusión que esta sociedad algún día dejará de barrer bajo la alfombra y deberá sentarse a conversar.

A medio siglo de iniciados los sucesos, sobre las cabezas pende aún la espada de Damocles. Demasiadas interrogantes van quedando sin respuesta. Y la literatura cumple casi con un deber ético al ponerlas sobre la mesa. Este libro además reconoce y rinde homenaje a la generación que resistió a la dictadura, a una camada de seres que ofrendaron su adolescencia y su juventud, casi veinte años de sus vidas, enfrentados a la tiranía más execrable que ha tenido el país. Este texto busca rendir homenaje a la memoria de aquellos valientes muchachos.

 

 

 




 

 

 

EN EL BALCÓN, UN VALIENTE JOVEN

La Moneda es bombardeada y un masivo contingente militar, en posición de combate, rodea toda la zona de la Plaza de la Constitución. Se escuchan balaceras, bandos militares, el sonido de aviones de combates. En un balcón, en medio del fuego cruzado, asoma la bella estampa de un muchacho alto, buena presencia, que inspecciona la posición de los soldados golpistas. Se encuentra solo en la terraza, demostrando una valiente actitud, metralleta en mano, el cabello largo a la manera de un Beatle; una vez que comprueba el bélico alzamiento de las tropas, comienza resistir la cobarde y sanguinaria sedición.

La imagen es un poema, el ejemplo más puro que puede entregar un revolucionario de verdad: defender con acciones y decisión al Presidente que amaba a los niños y a los pobres, el Doctor Salvador Allende.

Todo sucedía en el albor de aquella fatídica mañana del 11 de septiembre de 1973, en plena escaramuza terrorista, donde la sedición comandada por El Mercurio, marionetas de derecha y Estados Unidos, estaban cumpliendo su propósito de derrocar al primer Presidente socialista en el mundo que llegaba al poder por la vía pacífica.

La fotografía que inmortalizó a Antonio Aguirre Vásquez se convirtió en una oda al amor. En un ícono al valor, a la consecuencia y la épica revolucionaria. Entre él y quienes abandonaron Chile existe un maravilloso cielo de diferencia.

Este admirable joven no pensaba en su comodidad, en su lejana tierra sureña, Curanilahue, en sus padres y familia, estaba en ese lugar por una causa justa y la iba a defender luchando contra todo un imperio armado. Era un honor y deber histórico defender a un gobierno de principios sociales, que buscaba al fin una verdadera igualdad humana.

Con el Palacio de Moneda en llamas, en aquel mítico ventanal, Antonio, Miembro de la Guardia Presidencial, realizó a horas del golpe de estado la primera acción de resistencia en contra de la tiranía, sin consignas, amedrentamiento ni fetichismo de ninguna especie.

Su testimonio fue explícito, directo, sin un átomo de temor, apuntando a los golpistas que llegaban en tanquetas y vehículos blindados. En solitario, luchó contra un masivo contingente, dejando una luz perpetua que también la “centro izquierda” ha tapado ni ha tenido la decencia de reconocer con los honores que merece un valiente guardaespalda del Presidente Allende.

Cautiva su imagen de extraordinario heroísmo, sin lavado de manos ni signos de temor, sin esa asustadiza opacidad que luego crecería como hongos malignos en los mal llamados dirigentes progresistas.

Naturalmente, en algún triste instante de esa mañana resultó herido en las piernas y región lumbar. Fue conducido a la Posta Central, donde le prestó atención profesional la doctora Vivienne Bachelet Norelli, y después fue sacado clandestinamente del recinto sanitario por militares: permanece desaparecido hasta el día de hoy, 50 años después. Sus seres queridos aún buscan verdad y justicia.

Aquel 11 de septiembre Antonio Aguirre estaba en el corazón de La Moneda, junto a unos escasos asesores del Presidente Allende. La imagen de solitario héroe cautivó a los adolescentes y jóvenes, que veían reflejada en él una entrega profunda y auténtica, un ejemplo a seguir. No lo amilanaron los silbidos de las bombas, aquellos vuelos rasantes de aviones de guerra, los gritos marciales, bandos de guerra ni la proximidad de la muerte.

Era una valiente luz que guiaría a la Generación que le precedería.

Una vez que se divulgó la toma fotográfica, la dictadura intentó transformar la gloriosa postal en un acto terrorista, con el miserable propósito de justificar la barbarie humana que cometía.

Aguirre dejó un testimonio de fidelidad y amor de aquellos verdaderos partidarios del Presidente, y lo defendió con su propia vida, en un gesto de extrema decisión y coraje, que hasta hoy es un diáfano ejemplo de lealtad.

Su valeroso acto, cinco décadas después continúa siendo una maravillosa estrella destellando en la oscuridad y en esas heridas que aún no cicatrizan.




 

 



Él es Floreal Avellaneda Pereyra (Argentina). Edad, 15 años. Fue tomado prisionero por militares argentinos una madrugada de 1976. Su madre tiene el mismo el nombre que la mía, Etelvina. Pero ella es Iris Etelvina Pereyra. En medio de la noche una patrulla especializada subrepticiamente llegó disparando enloquecida, lo sacaron de su vivienda y lo condujeron a un campo de concentración. Ahí fue torturado para revelar nombres y domicilios de compañeros comunistas. Su hombría joven y valiente no lo consintió. ¡No delató a nadie!

Soportó crueles tormentos, amenazas, y como no entregó información a los criminales, lo ultimaron sin clemencia.

Enseguida lo ataron de pie y manos y sus restos fueron arrojados desde un avión a las aguas del Río de la Plata, demostrando los homicidas un profundo terrorismo y desprecio por la vida.

Poco tiempo después su inmaculado cuerpo aparecería en las costas uruguayas, con marcas de torturas en la piel, su cuello estaba quebrado, las piernas tenían heridas de balas y sus órganos lucían desgarrados. Sus restos fueron encontrados en la ensenada del puerto de Montevideo junto a otros ocho cadáveres. Todos eran víctimas de los siniestros Vuelos de la Muerte.

El día que apareció sin vida hubiera cumplido 16 años.

Por entonces corría el mes de mayo de 1976 y yo me encontraba en Argentina. La noticia, ciertamente, me impactó, tenía su misma edad, sabía que los genocidas no tenían ninguna compasión y aniquilaban niños, adolescentes y jóvenes.

Jamás olvidaría a este heroico muchacho.

Floreal había sido secuestrado desde su casa junto a su madre. Los condujeron a distintos campos de concentración que la dictadura preparó (como en Chile) para destruir a adversarios políticos e inocentes.

Décadas después, me tocó vivir cuatro años en Montevideo, en Pocitos, frente al Río de la Plata, cumpliendo un cargo diplomático. La evocación de Floreal se hacía recurrente al contemplar las aguas de aquel hermoso lugar. A menudo visitábamos junto al escritor Mario Benedetti un boliche llamado El Pelícano, ubicado en esa zona.

Por esos días de 1994 había aparecido el cuerpo cercenado de un genocida chileno y miembro de la aciaga CNI, Eugenio Berrios, creador del mortal químico gas sarín que se utilizó para acabar con partidarios de Salvador Allende: tenía tanta información de crímenes de lesa humanidad, que fueron los propios militares uruguayos y chilenos quienes mutilaron su vida y la arrojaron a las aguas.

Con el gran escritor uruguayo nacido en Pasos de los Toros, Tacuarembó, pasamos horas recordando a Floreal Avellaneda Pereyra, sacando a la luz su valiente gesto de amor y el valioso ejemplo que legó a la historia.

Al enterarme que él también conocía su historia, con mucha alegría comprendí que su deceso no había sido en vano, pues había sembrado una semilla eterna, permanecía en la memoria perpetua del pueblo, y, lo más bello, moraba en el corazón de un insigne creador como Benedetti.

¡Floreal, bello nombre, la patria de los bien nacidos aprecian tu maravilloso coraje!

 

 

 

 

 

ANDRÉ JARLAN, AMOR A JESÚS Y A LOS POBRES

El joven padre André Joachin Jarlan sintió hacer un alto aquel aciago día en que pobladores de La Victoria combatían contra las fuerzas represivas. Las escaramuzas llevaban días y todo indicaba que aquello terminaría en detenciones, torturas y asesinato.

El buen religioso se ubicó como de costumbre en un sencillo escritorio, abrió la Biblia y escribió al margen del Salmo 91: “me van a matar”.  Estando en oración, una bala disparada por carabineros le atravesó su cráneo, y lo convirtió en una víctima más de la dictadura. En la madera había agujeros de  otros disparos. Era el 4 de septiembre de 1984, cerca de las 19 horas. La bala asesina fue percutida por el uniformado Leonardo Poveda desde la calle 30 de Octubre con Ranquil, utilizando una subametralladora UZI. Se hallaba a metros de la Casa Parroquial del padre Jarlan.

Una vez que corrió la noticia del  crimen, se  prendieron velas, se intentó asaltar un retén, prendieron fogatas, la  gente lloraba y  rezaba en las calles, los niños comenzaron a hacer una cruz con ramas y madera, mientras las bombas lacrimógenas caían incesantemente, sin control.

Poco antes que una bala asesina atravesara la madera de la Casa Parroquial, el humilde sacerdote francés André Jarlan se había enterado que en una larga e intensa jornada de protestas y barricadas contra la dictadura, la policía había herido mortalmente a Miguel, un joven drogadicto y su  amigo: quiso la casualidad que éste falleciera sin ser atendido en el hospital, ignorando que el religioso que lo escuchaba y no lo discriminaba, también se elevaría, momentos después, por los cielos de la Población La Victoria, a vivir en la eternidad y en el corazón de la gente trabajadora.

Los servicios de seguridad, al fin, pudieron aniquilarlo en un exceso de violencia que el régimen militar jamás reconoció.

En cierta ocasión, en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria, conversando con jóvenes de la comunidad cristiana, aseguró que él eligió misionar en Chile, lo pidió expresamente, contra la voluntad incluso de parte de su familia, ¡las noticias que se conocían de lo que ocurría en el país eran para intimidar a cualquiera!

Sus convicciones religiosas lo trajeron del viejo continente, donde nada le faltaba, a pernoctar en una casita de madera en esta humilde zona, bastión emblemático de resistencia al gobierno de Augusto Pinochet.

En 1983, año de su llegada a Chile, se vivían intensas jornadas de protestas sociales. Las poblaciones populares se llenaban de fogatas, barricadas y lanzamiento de bombas molotov a los carros policiales. A veces las contiendas duraban días completos, incluso semanas. Nada detuvo a este amable servidor de los pobres. Quería estar donde había llagas y necesidades, emulando en plenitud al Cristo amigo de los pobres, perseguidos y afligidos.

Su nombre no decía nada, André Jarlan. Era más conocido su superior, Pierre Dubois, a quien más de alguna vez le molestó la simpatía y adhesión que el dócil sacerdote francés manifestaba especialmente al mundo juvenil, que soñaba con tumbar al tirano.

Le bastó vivir poco más de un año y medio en el corazón de gente esforzada para que su humanidad quedara grabada a perpetuidad: se convirtió en un símbolo de los caídos bajo el gobierno de facto.

Su misión se convirtió en una hermosa tarea ecuménica con los pobladores y la juventud.  Dedicó sus días en el país a defender a la gente perseguida de la violencia policial. Se sumaba a las protestas. Consultaba por la situación y estado de quienes luchaban valientemente en la trinchera local. Visitaba a militantes que se ocultaban de la temible CNI. Incluso, en ocasiones, atendió a heridos en la sede parroquial.

Los servicios secretos tenían conocimiento de que él facilitaba los espacios parroquiales para reuniones políticas. Para evitar escándalos internacionales, no lo deportaban, y André los desafiaba, sea interponiéndose delante de los vehículos policiales, sea pidiendo que se alejaran de la línea de conflictos, y acompañaba a cara descubierta a los sectores marginados que batallaban sin temor, en esos días de incesante agitación social. 

Más de una vez la CNI quiso llevarse a la fuerza a participantes de izquierda, el clérigo se oponía con tenacidad y se los quitaba prácticamente de las manos.

No había dudas, a André Jarlan desde que llegó al país le vigilaban sus actividades.

Por ello no fue sorpresa la noticia de su asesinato por parte de carabineros en una manifestación nacional contra el dictador: había estado desde temprano, ese 4 de septiembre de 1984, acompañando a los pobladores parapetados en techos, zanjas, escondites, que arrojaban todo tipo de proyectiles contra los carros blindados policiales.

Entonces sintió la necesidad de hacer una tregua personal.

Concurrió a orar a aquella su sencilla habitación, construida con madera rústica. Este acto era respetado. Nunca se le molestaba. Quizás de aquello se valió el escuadrón encargado de liquidarlo, en una acción criminal ―como era su costumbre― que pareciera involuntaria…

Al sacerdote valiente, ejemplar, lo estaban esperando y lo ajusticiaron a mansalva. Luego, impactaron balas para suponer ante el mundo que se trató de un disparo casual, que de manera imposible pudo ejecutar la sanguinaria policía chilena.

Pasaron muchos años para que se modificara su caratula de “muerte accidental” al de un miserable homicidio: el Informe Rettig así lo estipuló de manera indiscutible y comprobada.

Quizá nunca imaginó que él también formaría parte de los miles de crímenes realizados por la dictadura de Augusto Pinochet. Que su caso tampoco se investigaría hasta pasado un largo tiempo, que los ministros en complicidad con los generales golpistas lo denostarían, tildarían de agitador político, de comunista que accionaba al margen de la ley, en resumen, mentirían con descaro a través de los medios de comunicación llegando a decir que “se mató por su propia cuenta”.

El cuerpo de André Jarlan fue encontrado sin vida, su cabeza, desvanecida, descansaba sobre la Biblia que lo acompañó en su plegaria final. 

Afuera de su rancha, se reunieron miles de personas, que lloraban, agradecían su amor y compañía en tiempos difíciles.

Ese mismo día fue velado en la Población La Victoria, en un acto litúrgico bellísimo, donde los cantos, los discursos y evocaciones sobre el sacerdote francés no querían terminar jamás. Actualmente su rostro está impregnado en maravillosos muros e iluminado por la esperanza de niños que crecen conociendo su heroica historia.

Su féretro fue llevado en andas por pobladores en un largo y emotivo tránsito hasta la Catedral Metropolitana.

Fueron horas de una intensa marcha no autorizada. De gritar consignas en contra del tirano. Pintar frases revolucionarias en los muros. Tomarse esas avenidas prohibidas para manifestaciones políticas: ¡André Jarlan motivó aquella gran protesta nacional en contra de la dictadura, sumando a todas las fuerzas de izquierda, invitando a rebelarse y permitiendo que perdieran el miedo otros sectores sociales del país!

Su funeral trazó la senda para derrotar y sacar del poder a Augusto Pinochet. 

Veinte horas después, su cuerpo fue repatriado a Francia. Miles de personas lo despidieron en el aeropuerto. Soltaron palomas. Globos. Gritos de pesar. La emoción de haber perdido corporalmente a un verdadero misionero de Jesús.

Al momento de su penosa muerte, leía este texto Bíblico:

Desde el abismo clamo a ti, Señor,
Escucha mi clamor,
Que tus oídos pongan atención
A mi voz suplicante.
Señor, sino te olvidas de las faltas,
¿Quién podrá subsistir?
Mas el perdón se encuentra junto a  ti:
Por eso te venera.
Espero en el Señor,
Mi alma espera y confía en su palabra,
Mi alma aguarda al Señor
Mucho más que la aurora el centinela.

Como aguarda a la aurora el centinela,
Así Israel espera en el Señor,
Porque el Señor tiene misericordia
Y hay en él abundante redención.
El Señor dejará libre a Israel
De todas sus maldades.

 

 

 

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