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SOBRE ALLENDE, LA LECHE Y YO
Por Reinaldo Edmundo Marchant
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Este libro lo escribí por esas fotografías… Por esos jóvenes y entrañables amigos valientes que aparecen en esas imágenes. Y por muchos otros, que no alcanzaron a aparecer no sólo en estas fotos sino que en ninguna otra imagen.
Necesitaba construir un andamio de palabras por ellos y por los NN que ni siquiera a veces se conservan en la retina de la memoria.
Siempre he pensado en lo armónico que resulta quedar mano a mano con la historia. En este caso, no con la personal, sino especialmente con la de esos muchachos, que demostraron insubordinación y coraje.
Esas imágenes datan del año 1974. Estábamos en Argentina y no era por asunto de vacaciones o por estadía de placer.
Era el menor del grupo. Tenía 16 años.
Había nacido y me crié en una geografía simple, de tierra, de personas amables, y yo amaba esa geografía. Ahí estaban mis amigos de infancia. Y solía escuchar con atención a los viejos del arrabal, que nos hablaban en qué consistía la vida.
Como todo chico sencillo, dedicaba mis días a sembrar sueños. Lo hacía porque nuestras madres nos enseñaban que sin sueños la vida no tenía sentido.
Detrás de la calle Milán, donde vivía, pasaba a tajo abierto el Zanjón de Aguada y aún así siempre encontraba flores como desafiando a los deshechos que ese pútrido canal trasladaba del barrio alto.
Me había encantado con el Presidente Salvador Allende cuando mi vieja me llevó a una concentración que se realizó en el famoso Teatro San Miguel, ahora convertido en un centro comercial Jumbo... Cuando fue presentado, salté de la banca para mirarlo con toda la atención de mis diez años. Trataba de explicarme por qué un hombre de buena familia, médico, que hablaba casi de manera lírica, se preocupaba en exceso de los pobres. En la dignidad de los pobres. En el bienestar de los pobres. En la esperanza de los pobres. Y luego enfatizaba la parte medular de su programa, donde resaltaba el futuro de los niños. Educación, libros y medio litro de leche para los niños… En la necesidad de crear un Ministerio de la Infancia… ¡Qué hermoso, un Ministerio de la Infancia!
Sin embargo, cuando crucé la cordillera de los Andes en mayo de 1974, me tocó nacer otra vez. Al frente se hallaba un mundo beligerante que se encargaría de mostrar las miserias más hondas de una vida que jamás imaginé. A la vez, recibiría y conocería una solidaridad inmensa, que me hace pensar que Argentina es mi Gran Patria.
Junto a miles de chilenos desterrados, fuimos testigos en el mes de junio de ese año de la muerte de Juan Domingo Perón y en septiembre del mismo año, de la bomba que destrozó el auto del general Carlos Prats González, hecho que ocurrió en la calle Malabi, barrio de Palermo, en Buenos Aires. Ahí por la noche se realizó una masiva velatón de chilenos exiliados y entre quienes estaban se hallaba nuestro Premio Nacional de Literatura Antonio Skármeta.
Una vez que asumió María Estela Martínez de Perón, la frágil estabilidad se volvió en una especie de confusión social. Se hablaba de un golpe de estado. Antes de que ocurriera, hubo una estampida de connacionales escapando a distintos países de la tierra.
Nosotros en cambio regresamos a Chile con esa sana rebeldía de querer contribuir al retorno de la democracia.
Aquí comencé a conocer a muchísimos hombres y mujeres valientes. A seres solitarios. Conquisté a amigos sinceros de quienes no era necesario conocer sus nombres reales, cuyo tesón es un tesoro que se guarda para siempre en el corazón.
Alguna vez quería escribir por los que arriesgaron la vida. Por aquellos que se los tragó una noche. Por los que nunca volvieron a casa. Por Augusto Carmona, que a veces venía de la casa de nuestro Premio Nacional de Literatura Manuel Silva Acevedo y que lo mataron frente de mi hogar en San Miguel.
Igualmente, deseaba deslizar algunas líneas por esos amigos entrañables que luego de vivir 17 años en la clandestinidad jamás pudieron acostumbrarse al nuevo estado de cosas, y acabaron por ahí, en la misma quietud y tranquilidad demostraba durante años, sin molestar ni quejarse de nadie. De ellos, jamás escuché la palabra renuncia. O dar un paso al lado.
Este libro no guarda otra pretensión que plasmar el registro de historias vividas, relatadas, experimentadas o vistas en una época que marcó a fuego a generaciones.
También está la nostalgia. Esa nostalgia que uno sale a buscar en los lugares y días que se resisten a desaparecer. En ese viaje, he vuelto a sentir la mano amiga de esos muchachos. A escuchar sus risas y la insistencia de sus palabras bregando por un atardecer que traerá un sol luminoso.
Aquel sol luminoso que todavía me parece que espero en un banquito de un parque de Buenos Aires.