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Reinaldo Edmundo Marchant | Autores |













La pelota siempre al 10


Reinaldo Edmundo Marchant




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DECÁLOGO DEL 10

          1. El Diez se pone una camiseta que pesa mil kilos.

          2. El Diez sabe que ha existido Jesús, Pelé, Maradona y Messi...

          3. El Diez es el amante perfecto de un balón de fútbol.

          4. El Diez será un irreverente que juega de espalda a lo establecido.

          5. El Diez debe tener barrio y golondrinas en los pies.

          6. Sobre los hombros del Diez descansan los sueños de los desharrapados.

          7. El Diez es el mayor invento del hombre después de la mujer...

          8. El Diez llega al mundo con una imaginación desbordante.

          9. El Diez es el mayor proveedor de alegría en la tierra.

          10. El Diez tiene ojos en la nuca, alas en las piernas y libertad en el corazón.

         


                                                                             
GAROTA DE IPANEMA

Cabellera larga, con crespos bien ondulados hasta el cuello, morochito de nacimiento, de sonrisa blanca pegada a la atmósfera, cuerpo cimbreante y piernas marcadamente arqueadas, así era la figura de Jimy, aquel muchacho que dominaba el balón con la habilidad de un sorprendente ilusionista, recorría la cancha a paso de bailarín, haciendo amagues y consumando esos aplaudidos caños sin bajar la vista, dejando siempre la sensación de un artista que saltó del vientre al espacioso césped a pintar gambetas salpicadas de colores.

Reverenciado por el plantel, algunos compañeros le decían que tenía ojos en la nuca, porque divisaba las minúsculas líneas y sinuosidades en un estadio de fútbol.

De espíritu alegre, en lo sucesivo aparecía con una guitarra y cantaba el tema Garota de Ipanema, bossa nova de Caetano Veloso, y en el camarín no faltaba el baile desfachatado, los coros en confuso portugués, antesala de júbilo previo al juego más fantástico y artístico del mundo, fiesta ingenua, purísima, que alejaba por un momento de la fastidiosa rutina de cada día y (no importando la edad) permitía revivir los mejores momentos de la infancia.

La Cancha Número Dos del Estadio Nacional esperaba a Jimy esa tarde donde el calor asfixiante era una conspiración al espectáculo. Entonces se acallaba la música, la ruidosa algarabía, había que concentrarse, escuchar atentamente las indicaciones del entrenador, poner en funcionamiento los movimientos secretos que nacen adheridos a la fantasía, para llenar de alegría el espíritu de los hinchas y, también, la necesidad espiritual de cada jugador.

¡Qué hermoso resultaba oír el pito del réferi dando por inaugurado el comienzo de la fiesta!, entonces la silueta de la gacela joven se trasponía con ese estilo de crack, controlando el esférico con elegante técnica, la cabeza levantada, ocultando la pelota bajo el botín negro, y proyectando pases mágicos a compañeros que picaban en diagonal al arco rival.

El fútbol tiene ese bello enigma, de ver volando un balón sin saber su dirección (como el hombre en la vida), levantar con precisión la pierna y controlar misteriosamente su recorrido, sin saber jamás de dónde salió el impulso de dominio. Y echar a correr pequeños y largos tramos, ausente del mundo, en un ensueño antinatural, episodio admirable donde cada jugador abandona por un instante la estadía terrenal, para enseguida despertar por el sonido eufórico de los compañeros y las exclamaciones que descienden de la galería. 

Recurrentemente, cuando nos cruzábamos en el círculo central, me soplaba al oído una confesión llena de confianza: “Sólo aquí me olvido de la marihuana”, y soltaba una ráfaga de resuello, mezcla de desaliento y amargura a la vez.

Aquel cotejo, se friccionó. La calidad preeminente de Jimy creaba detractores, fluía la mala intención y las faltas lo azotaban con maligno contagio.

Para detener sus avances, lo tumbaban, agarraban de la camiseta, y un lateral, al ver que se le escabullía constantemente por su zona, cansado de la burla, tironeó con excesiva fuerza su pantalón corto, partiendo el elástico que se adhería a su cintura.

El árbitro le mostró tarjeta amarilla al cancerbero y el habilidoso centrocampista quedó paralizado, sujetando la desprendida prenda.

Le sugerí que saliera y mudara el pantaloncillo. “Seguiré divirtiéndome con esta desventaja…”, contestó sonriente, y observé que su mano izquierda sostenía el ceñidor.

Sin chistar, continuó desplazándose con ese estorbo.

Lo hacía sin protestar, de forma extraordinaria, manteniendo los mismos atributos, con el añadido que, a sus toques, desmarques y elegantes jugadas, le engalanó un halo de prodigiosa perfección.

¡El coraje de crear con la humanidad en contra tiene mucha belleza y heroísmo!

Los rivales estaban desconcertados al ver que seguía adelante, a pesar de esa axiomática dificultad. El utilero lo llamaba a viva voz ofreciendo otra prenda y él, sonriendo, movía negativamente la cabeza. El guardalínea reparó en la situación y lo puso en conocimiento del árbitro, pero éste declinó intervenir porque no había nada ilícito.

Los ojos del público no le perdían pisada, celebraban sus enganches y esos regates que realizaba con asombrosa naturalidad, girando el cuerpo hacia adelante, abajo y a los lados, en una dificultad extrema imposible de explicar.  ¡Aquellas escenas virtuosas quedaron grabadas en lo más profundo del corazón! 

Fue un regalo a los ojos ver a esa golondrina morena derrochando imaginación, substituyendo el elástico por sus dedos en tensión, sembrando de giros aquel pasto algo amarillento, convirtiendo el movimiento del balón en un óleo que chispea en un esplendoroso paisaje.

Para detenerlo, un defensa recibió la instrucción de correr su mano que sujetaba la pretina, para que se ofuscara y cometiera una falta de expulsión. Eludía esos intentos con ligera finta, cambiándose de lugar y buscando esas reducidas áreas libres, que cada vez son más escasas en un campo de juego y, también, en la circulación de la vida.

Cuando concluyó el partido, recibió loas de los contrarios y el abrazo de sus compañeros de equipo. En la bitácora de la memoria quedó ese pantalón suelto retenido por los dedillos de un muchacho de dieciséis años, quien permaneció en la cancha como si no sucediera nada inverosímil, sin temor a que se resbalara y quedara con las bolas al aire, porque él no usaba ropaje interior ni tobilleras, y su sueño secreto era practicar fútbol desnudo en una playa del litoral, con sus amistades de arrabal, esos que le brindaban música y marihuana por las tardes, pues decía, lo afirmaba, él no buscaba reconocimiento, dinero ni fama, sino aliados del balón: testificaba que el fútbol era el oficio más democrático y hermoso de la tierra, donde se estrechaban relaciones con amigos eternos, y no mandaban los patrones, ni acorralaban aquellas normas creadas para saltar en pedazos los pequeños sueños de las personas.

Varias veces me ofrecí para visitarlo en su casa, simplemente para charlar de bossa nova y del balompié. Evitaba responder. Cambiaba de tema. Y yo no insistía.

Desafortunadamente, faltando un par de fechas, desapareció de los entrenamientos y de los partidos decisivos de fin de temporada.

Como extrañaba su talento, consulté por su presencia al DT. Escuetamente me dijo que eligió los caminos de los vicios.

Y me alertó:
―No lo busque, esas amistades nunca llevan a buen puerto… -Y añadió, con notoria tristeza-. El desperdicio de talentos en el fútbol es una de las peores estadísticas que tiene la sociedad.

Me invadió una gigantesca desolación.

Había sido testigo directo de sus habilidades portentosas, y me costaba entender que malograra aquellas virtudes por el consumo de substancias adversas.

En el siguiente campeonato, tampoco regresó.

Cada vez que nos tocaba entrar a la Cancha Número Dos del Estadio Nacional, en el vestuario sentía su deserción y me parecía escuchar el tema Garota de Ipanema, entonado por él y que hermoseaba todavía más acariciando libremente las cuerdas la su guitarra.

Echaba de menos sus fintas, amagues y jugadas exquisitas.

Y al entrar a la cancha, llegaban a mi mente esas escenas cuando afirmaba la pretina del pantalón desprendido. Sin duda, percibía vivamente su ausencia en el equipo.

Luego de unas semanas, decidí una tarde de domingo visitarlo donde vivía.

Cuando llegué, las calles se mostraban atestadas de niños, jóvenes y adultos sentados en las cunetas, apoyados contra los muros, tendidos en las veredas, bebiendo, jalando quizás cocaína y fumando una maloliente marihuana.

¡Cuánto dolía esa decadencia humana!

Pregunté por Jimy. Algunos no lo habían visto. Otros opinaron que se trasladó a una playa del litoral con un grupo de hippies.  Una muchacha, que se presentó como su hermana, me pidió, si lo encontraba, que lo persuadiera para que visitara a su afligida madre.

Me retiré pensando en lo difícil que pudo ser su infancia.

Lo vendría a encontrar inesperadamente meses después.

Luego de un partido, lo localicé solo al final de un tablado. Fumaba un cigarrillo. Cuando me vio, se levantó, arrojó el pucho y abrió las manos, como cuando conquistaba un gol. Tenía los dedos manchados con nicotina.

Nos fundimos en un gran abrazo.

Sus ojos hurgaban mal dormidos, con una pigmentación rojiza, señal de malos hábitos; lucía demacrado, y claramente entristecido. Sentía vergüenza hablar de las adiciones que lo esclavizaban. Le dije que lo extrañábamos. Que hacía falta en el centro de la cancha.  Bajaba la cabeza, guardando un férreo silencio.
Recorría con nostalgia el estadio, los arcos, las demarcaciones.

―Tiempo atrás te busqué por tu barrio ―dije.
―Lo sé, amigo.
―¿Visitaste a tu madre?
―No quiero que me vea naufragando en la vida... Este no fue el hijo que parió.

Bajó la vista.
―El corazón de una madre siempre está abierto para recibir a un hijo ―le expliqué de la manera más simple posible.

Me quedó mirando con genuino aprecio.

Aseguró que en ese día pasaría por su casa. Andaba con unas chalas de cuero desvencijado. “¿Hacemos unos toques con la pelota?”, consultó.  Contesté que sí y fui al camarín a buscar un balón. Recordé que en mi bolso tenía una camiseta número 8, sin uso. La tomé.

Regresé y fuimos al centro de la cancha.

Comenzamos a hacer jueguitos. A ratos, se le escabullía la pelota, algo infrecuente en él. Permanecimos un largo rato practicando toques muy simples, sin hablar. ¿Qué pensaba?

En ningún momento sonrió.

Le resultaba doloroso volver a tocar ese balón que ya no se adhería naturalmente a sus pies, y que no dominaba con la destreza de un tiempo ligeramente pasado.

Cuando paramos, le entregué aquella camiseta de fútbol: “lo tuyo está aquí, Jimy”, le aseguré.  Con la mano apunté el recinto deportivo. Tampoco quiso replicar. Tocaba la camiseta deportiva. Humedecieron sus ojos cuando vio el número 8, que lo identificaba totalmente.

Agradeció el regalo, pero no tuvo ánimo de contestar mi insinuación.

Enseguida, me pidió que hacia la tarde lo acompañara donde su madre. Accedí, feliz.  En medio de la cancha, nos fundimos en otro abrazo. El mismo que nos habíamos dado en momentos de efímera gloria. Quedamos en un acuerdo básico para encontrarnos. Y se marchó a paso cansino.

Cruzó toda la cancha, oteando cada área.

A ratos, se inclinaba, sacaba un puñadito de césped, lo olía, metía al bolsillo, y continuaba.

Claramente iba acongojado.

Y desapareció por una segunda entrada que tenía aquella instalación deportiva.

Con notoria emoción en mi corazón, en horas de la tarde llegué a su barrio, a la hora establecida. Como no aparecía, consulté por él y me apuntaron el lugar donde se encontraba.

Divisé a un grupo de jóvenes compartiendo diversos vicios de la sociedad moderna. Entre ellos, se encontraba Jimy, con su cabellera crespa y abundante.

Al verme, se apresuró a recibirme. Me presentó a algunos muchachos. ¡No me costó darme cuenta que había olvidado el propósito de visitar a su madre!

De ahí se acercó una atractiva chica, muy delgada y de pequeña estatura, de cabello teñido, pestañas exageradamente coloreadas y un coqueto ombligo descubierto que era acompañado por el tatuaje de una mariposa.

Colgaba en la espalda una guitarra y masticaba ansiosamente chicle.

Preguntó quién era yo, observándome arriba y abajo. Jimy le habló al oído que era un compañero del fútbol, y le besó un pendiente con la imagen de una calavera. Hecho esto, la muchacha le entregó el instrumento, pidiéndole que tocara su tema preferido.

El ex crack, alcanzó a decirme:
―Ya ves, lo mío es la marihuana, los amigos y la bossa nova.

Sin esperar una respuesta, se trasladó donde los jóvenes, quienes comenzaron a avivarlo con palmas. Un varón adulto lo halagó: ¡cómo pisaba la pelota el morocho, yo lo vi jugar!

Sin más que hacer, me retiré.

Al avanzar media calle, me detuve y volteé la mirada. Alegremente Jimy había comenzado a cantar Garota de Ipanema. Su voz y melodía se elevaban junto al viento cálido que comenzaba a soplar aquella tarde, a la par de unas parejas que se besaban sin esconder vergüenza alguna.

Otros, alienados por el exceso de disipaciones, bailaban sensualmente.

En la distancia, la noche comenzaba a manifestarse con una tonalidad pálida, triste, solitaria, ¡sin reflejar en el horizonte la esperanza de otra sorprendente jugada en el verde césped de la Cancha Número Dos del Estadio Nacional!

 

 

Reinaldo Edmundo Marchant

 

 

 

 



 

 

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