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EL RÍO BAJO MI PIEL
Reinaldo Edmundo Marchant. Calíope Ediciones
Premio Academia Chilena de La lengua 2015
Por Miguel Ángel Bravo
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Las complejidades del mundo necesitan como nunca antes ser narradas. Parecieran que esperan de complementación para adquirir su más convincente importancia. En ambos modos se confirma el asombro, la fascinación y la curiosidad, lo mismo que la empatía o la repulsa frente a esa enormidad de sorpresas que conforman eso que llamamos mundo humano, que vemos desmoronarse a pedazos en cada amanecer. Que existan creadores genera esperanza. También, felicidad.
Al hincar el diente a la novela de Reinaldo Edmundo Marchant, “El río bajo mi piel” (Calíope Ediciones y Premio Academia Chilena de La lengua 2015), parece que tiene sentido hablar de ciertas cosas que ignoran o analizan con liviandad eso también extraño que pomposamente se tilda de crítica literaria. En efecto, para entender las entrañas de un libro nadie mejor que un escritor. Para deshuesarlo, nadie mejor que un académico alejado de la burocracia del cada día. Por estos días vemos aparecer en páginas culturales a vendedores y comentaristas de libros, no a esos descubridores de la palabra que llamamos escritores. ¿Censura cultural, como en tiempos de dictadura?
Al entrar en el luminoso laberinto de esta obra, tiene sentido hablar de la dicotomía de forma y contenido. El acto de escribir, por naturaleza, es un acto de un contenido y maneras únicas. Cien años de soledad no pudo escribirse de otra manera, igualmente el Pedro Páramo de Juan Rulfo, o el Adiós a las armas de Hemingway tampoco se pudo escribir de forma distinta. En los casos referidos, así como en esta obra, la forma responde a las necesidades expresivas vitales que en un momento particular el creador se ve enfrentado a semejante odisea: así debía presentarse.
Al releer sus páginas uno percibe un valioso asunto: Marchant es un narrador de buena estirpe. Bucea en temas tan diversos como los elogiados relatos de fútbol o ese bello libro “El lugar donde la nube paraba”, texto de prosa poética de amor a Dios, donde nunca abandona ese barniz literario que lleva en la sangre.
En efecto, existe una literatura y un arte que es austero. Eso que los anglosajones llaman “economía del lenguaje”. Pero también hay una literatura desbordante y un arte que es frondoso, caudaloso, copioso como las aguas de un río, y que muchas veces, al no darnos cuenta que vivimos en Sudamérica, no le prestamos la debida atención ni el valor universal que contienen.
La plenitud de la obra de Marchant se enmarca en el maravilloso caudal de nuestro continente, no únicamente por intermedio de las fuentes de conflictos que plantea, sino por el fabuloso lenguaje que fluye hasta dejar casi sin respiración. Porque la novela ofrece un menú incierto y posible de temas que saltan a la vista al menor descuido.
El autor, narrador de raza, une en esta historia dos universos que acaban por completarse de forma magnífica, esa lo que llamamos dinámica del interior y exterior, donde caminan personajes no de la vida cotidiana común, sino seres “novelescos”, que dan vida y valor a los hechos que se movilizan adecuadamente, donde todo tiene vida, todo palpita, se agita, converge, donde cada especie, un árbol, dos hojas que caen, el sonido del viento, todo ello embellece el hilo conductor camino a la trama.
La dimensión de lo imaginativo en “El río bajo mi piel”, es un elemento tributario a los fragmentos narrativos que la complementan. Dichos fragmentos no son formulados para llenar espacios vacíos de escritura, sino para ahondar en los conflictos abiertos de la comunidad enunciada.
La atmósfera que se describe recuerda la prosa de las buenas novelas que se conocen. Los puntos de vistas demuestran el oficio logrado por su autor. Es verdad, luego de la tentativa de semejante proyecto artístico, el lector advierte que por añadidos brotan maculadas perlas, porque el logro artístico, llevado a un profundo interés literario, bajo el mando de un músculo narrativo potente, ofrece muchas ventanas por donde contemplar tamaña obra: no hubo ejercicio retórico, sino poético, y el fundamento principal expuesto queda empalidecido ante el poblado de una notable galería de personajes vivos en su dramatismo y esencia.
En rigor, “El río bajo mi piel”, es un imán de virtud, que abstrae, deleita, impacta, a ratos deja sin aire en los pulmones. Viene a refrescar la atmósfera de la novelística simple, de temas apuntados por editoriales y el mercado: queda claro que, ante esa realidad, Marchant cae en rebeldía y persevera en su estilo de fabulador y ameno contador de historias literarias.