Después de la lectura de un buen poema, de un buen cuento y una buena novela, uno percibe agradecidamente que no es el mismo individuo. El escritor de turno logró con su talento y genialidad habernos sacado de los rincones más sombríos del universo, aunque sea momentáneamente, y al regresar nos invade una especie de resurrección, donde la belleza y el poder de las palabras ilumina los más oscuros escondrijos que habitan en nuestro espíritu.
En ocasiones, es suficiente una sola línea poética para recibir un festín de emociones: “Aquí yace el poeta Vicente Huidobro / abrid la tumba / al fondo de esta tumba se ve el mar”. (Vicente Huidobro). O el siguiente y sorprendente paisaje lingüístico de Cristian Roco Cristi, autor de Siete Pecados Capitales, “Estoy sobre ellos”, repetí en voz alta, y volví a ser un gusano hambriento de mi propia hambre.
Ya sabemos, nos enseñan en la más tierna edad, la poesía es un género literario que se identifica por la exposición de los sentimientos, pensamientos y profundos misterios arraigados en la memoria (¿quién sabe verdaderamente por qué escribe?; simplemente lo hace porque le gusta y no puede vivir sin ese quehacer cada vez más extraño para la comunidad), que esperan el momento indicado para emerger como un ave hacia los cielos, salpicando divinidad, amor, vida o muerte por medio de la potestad de la palabra.
A veces es suficiente un poema valioso de un volumen de treinta o cuarenta páginas para plasmarse eternamente en el acervo cultural de los pueblos. Y estremecer, revolcar, una vida que parecía estar de plantón.
El poemario que nos ocupa, tiene la impronta de un Proyecto Literario. No son una sucesión de piezas poéticas al aire, que han surgido bajo la espontaneidad de la inspiración, responden a la preparación minuciosa y extensa de inquietudes artísticas.
El autor ha elaborado una temática que, desde el título, llama a la curiosidad: Siete Pecados Capitales… ¡Vaya! Nadie, en ningún momento, desea meterse bajo la panza de los caballos, ya tenemos suficientes con los puntapiés de cada día. Desde el inicio el texto atrae la atención del lector, y surge el interés de aceptar el convite para conocer la geografía de un universo que atrapa y desconocíamos.
Durante los Siete Pecados Capitales y las 96 páginas de recorrido, con más de sesenta poemas resistiendo en la columna, Roco va desgranando un maíz a ratos seco, a ratos jugoso, siempre inesperado, y lo hace con facilidad expresiva, evidente habilidad, por instantes lo configura a través de sorprendes imágenes, y un avezado oficio literario, fiel al libreto diseñado, acertando versos memorables, para ejemplo, un botón:
Me arrastré por días
Me arrastre por arenas ardientes
Me retorcí en el barro putrefacto
El cielo no paraba de llorar; el agua terminó de ahogarme
y cuando los cuervos devoraron mis ojos, ya era tarde.
Y así, sucesivamente el autor poetiza novedosamente acerca de la Pereza, Soberbia, Avaricia, Envidia, Gula, Humanidad, Odio, Lamentos, entre otros. Y en cada pieza ofrecida, siempre se encuentra una piedra brillante incrustada en el papel, que forman parte de temas que son consecuencia de una meditada confección, donde resalta la creatividad viva en la palabra, que se entremezcla con apariciones hasta de un microcuento:
“Esta tierra es nuestra, porque así lo dijo Dios, y harás con ella lo que quieras, lo que se antoje, incluso destruirla”.
También encontramos el humor unido casi tiernamente a la ironía, agazapados y sonrientes:
Respeta el Símbolo.
Respeta al General.
Respeta la Bandera.
Respeta esa nación que ya no está.
En rigor, los Siete Pecados Capitales es una buena parada poética frente a las orillas de un río, con giros luminosos, frases punzantes, máximas, proposiciones inesperadas, y una colección de temas con palpitaciones propias. Es, hacia el fondo del océano, un canto a la correspondencia del amor, a la deshumanización de la civilización completa, a la solitaria estadía del hombre a veces abandonado a sus circunstancias.
“Por eso anhelo el viento en mi rostro
(e) imaginar que las ráfagas tienen la capacidad de traspasar mi cuerpo,
como pequeñas partículas de ternura…
que transformen mi masa, mis átomos, mi energía,
en una hermosa melodía de hojas que danzan en el frescor de la tarde”.
Este interesante volumen se puede apreciar como un extenso poemario unitario, también como versos aislados que tienen un vuelo propio, o donde el sujeto lírico y vital, que subyace en el entramado, opta por pesquisar valores perdidos, abraza la reconstrucción de la pureza extraviada, las múltiples miserias conservadas en el baúl de la historia a la manera de una infausta desventura, palpitando gloriosa y triunfante, preservada acaso por el destino para separar y hundir cualquier intento de liberación.
Para definir con escuetas palabras este buen y novedoso libro, recurrimos a la sabia advertencia que nos dejó el Premio Nobel de Literatura mexicano, Octavio Paz:
“La poesía es entrar en el ser”.
El poeta Cristian Roco Cristi, bucea con brazos propios en esa preclara definición, y lo hace circulando con la frente en alto.
Estoy sobre el mar, sobre la tierra, sobre las especies,
sobre el cielo, sobre las ideas y el lenguaje.
Así comenzó la historia y terminó abruptamente,
con un golpe de quijada en la cabeza del hermano.
Creemos estar por sobre el volcán y sobre el huracán,
entonces, la fiebre, el dolor, el insomnio aparecen en nuestras estaciones
como hojas que caen de los árboles.
Me arrastré por días.
Me arrastré por arenas ardientes.
Me retorcí en el barro putrefacto.
El cielo no paraba de llorar, el agua terminó por ahogarme
y cuando los cuervos devoraron mis ojos, ya era tarde.
«Estoy sobre ellos», repetí en voz alta
y volví a ser un gusano hambriento de mi propia hambre.
ELLOS NO SON NADA
No le hablaré más.
Me duele el orgullo.
Como duele el alambre a las ramas del bonsái.
Seré una planta sin flores.
No hablaré más.
No sonreiré más.
No diré lo que me gusta.
No merecen mi compañía.
No merecen mi presencia.
Cuando llueve en el desierto no se habla de merecimiento.
La tierra no merece el agua, esta es parte de ella.
Pero yo no soy parte de ellos.
La simpleza de la naturaleza.
En ocasiones las palabras son eso, simple naturaleza.
Mientras tanto, el tiempo sigue sonriendo implacable.
Sosteniendo el hermoso resentimiento que lleva a la Ira
y que, a su vez, lleva a la violencia indolente.
No todos somos iguales.
No hay agua para algunos.
No hay justicia para otros.
No hay un lugar donde repose su cabeza el hombre justo,
porque la justicia es una quimera.
Entonces vuelvo al silencio, vuelvo al ostracismo que me da la altura.
Regreso feliz a mi cueva encantada y renuncio al mundo pedestre.
Renuncio a sus comentarios indecentes.
Renuncio a la pobreza del lenguaje.
Renuncio al lodazal de expertos en autoayuda.
No hay fin para el que aún no comienza.
No hay fin para la hermosa soberbia.
LA MIRABA
La miraba como si fuese a comerla.
La miraba por sobre el hombro, discretamente, en calma.
Ese vestido, esos zapatos, esa hermosa piel de mármol blanco.
La miraba como queriendo quemarla.
La miraba de reojo, pero no dejaba de mirarla.
No la quiso saludar, no le salía el habla.
El pelo rubio, hermoso,
el bello collar de ágatas.
La miraba como la muerte a la joven lozana,
que anhela ser ella o un símbolo tatuado en su espalda.
Luego de morderse el labio, la Envidia envenenó su alma.
Siguió en la fiesta sufriendo como si no pasara nada.
ODIO
Corté sus manos,
luego su cuello.
Quería ver su cabeza
separada del cuerpo.
Cortar el fruto de la rama.
Sacar el árbol de raíz,
así la tierra descansa
y el mar se calma.
Corté cada uno de sus miembros.
La sangre por el piso se escapaba.
¿Cuántas personas desaparecieron?
¿Cuántas velas y oraciones se han mal gastado?
¿Cuántas madres lloran desconsoladas?
Es el odio de la raza.
Es el odio que no alcanza.
El odio por el odio que por senderos avanza.
Guardé los restos en una bolsa,
los arrojé por el barranco.
Luego, apareció una bruma
que se convirtió en rocío
y alzó el vuelo como una gota que se evapora.
¿Dónde irá la brisa?
¿Dónde irán las plegarias?
Estas son preguntas que no interesan al odio
enredado en manos por la Ira atadas.
MIDAS
Te toqué y te convertiste en oro tantas veces.
En el afán de hacer las cosas «permanentes»,
como el jade, la amatista, los diamantes.
Pero esta vez, la permanencia llegó de forma distinta
con una tensión incalculable
que rompió el cerco del ego idealista,
que dejó seco al mismo aire.
[El animal no humano solo toma lo que necesita.
El hombre quiere más y más, aunque sea lo último que haga.
A costa de otro, a costa de todo lo que se interponga.
Ese es el secreto de su éxito y la fórmula de su ruina]
Te toqué tantas veces hasta que te convertí en oro.
La Soberbia me hizo inmortal y dejé de ver la fragilidad.
Me apropié de tu imagen, de tu silueta de cristal,
sin saber que solo era un espejo que no muestra la verdad,
donde veía el ahogo en mi contorno
y el reflejo de una tenue vaguedad.
[A mayor codicia, mayor el riesgo.
A mayor codicia, más vulnerabilidad]
Entonces, te acercas paso a paso
a la creencia invencible
de ser Dios en la saciedad,
una cornisa invisible
de la caída sin final.
BOCADO
Una pequeña muerte representada en cada bocado.
Los alimentos entran, el pecado también.
El alimento sale, el pecado se queda.
Las ansias se calman solo por breves momentos.
En la oscuridad de la pieza aún no me he levantado,
sigo engullendo el orgullo, el dolor y el espanto.
Quiero poseer el poder de devorar el mundo,
apoderarme de su cuerpo y comerlo sin pensar.
Que cada deglución sea una victoria, un viaje eterno
por el oscuro sentido del gusto.
Un quedarse inmerso en el sabor depredativo.
Quiero ser el artista del hambre,
el verdugo del alimento,
pues de pan vive el hombre
y del placer al comerlo.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
PECADOS CAPITALES.
[A propósito de "Siete pecados capitales", Poemas de Cristian Roco Cristi. (2024)].
Por Reinaldo Edmundo Marchant