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García Márquez, un genio humilde

Por Reinaldo Edmundo Marchant



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Lo conocí en Colombia el año 1998. Durante mi estadía como agregado cultural de la embajada de Chile. No sólo había leído sus novelas y cuentos, sino muchísimos textos relativos a su obra magnífica. Existe un ejemplar, que aún conservo, “El olor de la guayaba”, de Plinio Apuleyo Mendoza, escritor colombiano, el mejor amigo del Gabo, que debe ser uno de los libros más completos y entrañables que se han escrito sobre el maravilloso recorrido literario y humano de Gabriel García Márquez.

Ambos mantenían una relación íntima y recíproca.  De complicidad absoluta, en el buen sentido de la expresión. Se hablaban y visitaban seguidamente, desde la juventud, cuando hacían periodismo en el matutino El Heraldo, de Barranquilla.

Nunca dejaré de recordar cuando lo conocí en su departamento de Bogotá. Al traspasar el umbral me asombró el estilo colonial: las paredes y sofás enormes de de un blanco impoluto. Por supuesto, todo ello adornado con flores amarillas,  que resaltaban en las cubiertas de  unas mesitas y que, por superstición del dueño de casa, jamás podían faltar en su hogar.

En los minutos que lo aguardé, hundido en la poltrona, vuelvo a sentir esa paz que me envolvió aquella vez.

Hasta que entró casi mágicamente el Gabo. Con guayabera y zapatones tropicales, la sonrisa ancha, contagiosa, de buen amigo, exclamando esa expresión tan colombiana: ¡quiubo; qué más! Ahí tenía al Maestro, a uno de los escritores que más había leído en mi etapa universitaria, al creador del realismo mágico.

Con su simple manera de ser quedaba rápidamente establecido que era un hombre alejado de las pose y de la farándula. Partimos hablando de Neruda – fueron grandes amigos-, de Miguel Littin – hicieron una película juntos-, de literatura y, por supuesto, de Salvador Allende. La cordialidad era tan grande y hermosa, que olvidé completamente que estaba frente a un Premio Nóbel de Literatura.

No sé en qué momento habíamos descubierto que ambos éramos piscis – él nació el 6 de marzo y yo el 9-, que teníamos dos hijos hombres, que nuestras madres habían sido indocumentadas y que proveníamos de familias donde el mendrugo nunca fue una oferta a la mano.

Así fue mi primer encuentro con este portentoso creador.

Un varón sobrio. Tranquilo a más no poder. Que en Colombia se refugiaba en Cartagena de Indias y en Santa Fe de Bogotá. Que de tanto en vez viajaba a España – odiaba los aviones-. Pero que la mayor parte del tiempo la pasaba en su querido México.

Hoy –no podía ser de otra manera-, previo a Semana Santa, ha partido un grande de la literatura mundial de todos los tiempos. Deja un legado brillante, inmarchitable,  para que se goce la humanidad por siempre.

Escribo rápidamente esta nota a la luz de su deceso, que impacta hondamente. Las letras de todas las latitudes  están de duelo. Llegan noticias de amigos colombianos. A ellos escribí unas palabras – a modo de retrato de él-que me dejó mi inolvidable encuentro con el Gabo: ¡que sí existen los genios humildes!

Él lo hacía saber. Lo demás, era un necio y mal añadido de asuntos que poco tienen que ver con la finitud de la vida.



 



 

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