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Antonio Ostornol
EL OBSESIVO MUNDO DE BENJAMIN
Por Reinaldo Edmundo Marchant
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A comienzo de los años ochenta escribir novelas era una rareza en Chile. Más todavía lo era para los jóvenes. La poesía en esos años resultaba poderosa, con grandes autores vivos y un legado salpicado de laureles a nivel mundial.
En esa época cursaba a cuenta gota estudios en la Universidad Católica. Profesores y estudiantes, en su extrema mayoría, estaban inclinados por la poesía. Hallar un narrador era un asunto imposible. Hasta que cayó en mis manos una novela breve, de un escritor joven, chileno, con un título digno de la literatura francesa: “El obsesivo mundo de Benjamín” (1982). Traía un elogioso, aunque a ratos dubitativo, prólogo de Alfonso Calderón. Su autor, Antonio Ostornol.
Como escribía prosa, leí con un interés superlativo el libro. Y luego descubrí que el autor había publicado anteriormente otra novela: “Los recodos del silencio” (1981). Su propuesta me pareció magnífica. Pero, por sobre todo, sentí una sensación de alivio literario, pues a los demás sólo le interesaba la poesía y no eran pocos los que consideraban el tema novelístico como algo insensato, “Chile es país de poetas”, afirmaban casi con desprecio y de ahí no los movía ni la fuerza pública.
En realidad, si se viaja sin nostalgia hasta aquellos años, eran contados los autores que escribían y publicaban novelas. Por ello, me parece que Antonio Ostornol ocupa un predilecto buen lugar, a la manera de pionero, de todo lo que vendría después. Fue quien encendió un escenario y rayó la cancha anunciando que venían siembras de prosa.
Resulta curioso que nadie haya destacado ese aporte. Mucho se le debe el haber abierto aquel camino que parecía vedado para la narrativa y que posteriormente reconocidos escritores tomarían con sus respectivos estilos.
Esas dos maravillosas novelas, en lo personal, marcaron en mí un ánimo literario que, hasta ese momento, no había encontrado en ninguna parte: saber que sí se podía escribir prosa en un “país de poetas”. Que no debía sentir vergüenza ni pensar que estaba loco.
Como la memoria es mala cuando es mala (perdón), y también es mala cuando es indocumentada, comprobé en un reciente texto que cayó en mis manos, “Literatura chilena de fines del siglo XX”, de Máximo Fernández, que ese autor nos dedica a esa generación ochentera sendos párrafos acerca de nuestra producción literaria. En cambio, al grandísimo Antonio Ostornol otorga unas mezquinas tres líneas, donde se leen los dos títulos indicados arriba, más su tercer libro “Los años de la serpiente” (1991). Pare de contar. Una omisión imperdonable, aunque de estos libros uno ya está curado de espanto.
En el citado texto, no hay un solo comentario de la alusión señera que busca resaltar esta nota, no se señalan los premios de Ostornol, aportes que hizo, estudio de sus novelas, datos biográficos, nada.
Con Ostornol nos hemos tocado accidentalmente en un par de ocasiones. Jamás he estado en una presentación de libro o en alguna jornada literaria con él. Para decirlo de forma brutal, no nos conocemos. Cuestión que muchas veces contiene una sabiduría extraordinaria. Pues impera el genuino reconocimiento y se entierra esa contaminación (que hoy campea en la literatura) que pudre las cosas.
En atención a lo que referí, siempre me llamó la atención que dejara de escribir durante tanto tiempo. Considerando que la buena crítica de entonces destacaba sus pergaminos, proyección, vaticinando que su talento prometía de verdad.
Jamás he olvidado aquella indirecta motivación que me generaron esas dos novelas. Por ello, sentí una maravillosa felicidad enterarme el año 2012 cuando se adjudicó el Premio Municipal de Novela con “Dubrovnik”. Con ese hecho, de alguna manera, recreé aquellos juveniles momentos de haberme animado a cultivar, por intermedio de sus libros, el género de la novelística, por allá, hacia principio de los años ochenta, cuando se consideraba un insulto decir “yo escribo prosa”.