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EL LIBRO Y LAS FOTOGRAFIAS

Por Francisco Almárcegui


 



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Aquel niño de año y medio (foto de portada), tomado de la mano de su hermano mayor, y la mascota al medio, exponen pobreza, pero no lastima: ese niño no luce un semblante triste, se halla en una actitud serena y desafiante, como diciendo “me llamo Reinaldo Edmundo Marchant y vengo por algo en esta vida”. La imagen retrata el principio visible de su historia. Esa gran historia que a menudo se descubre en cada escritor.


Tiempo después, con cuatro años aquel chico posa en el centro de otros dos hermanos, Sergio y Natalia, ahora sonríe, un pie firme adelante y las manos atrás, a la manera de un gerente de empresa: la mirada fija en el lente fotográfico, sin pestañar, sin mover un músculo, develan no temer a nada. Claramente la pobreza no ha desaparecido. Y la esperanza es una vislumbre que resalta en aquella sonrisa llena de autenticidad.

Existen libros que, necesariamente, deben explicarse con esta clase de pormenores. Es el caso que nos convoca. Sin esos minúsculos detalles, no podría entenderse “El lugar donde la nube paraba” –Amanuense Editores, 2014-, la novísima obra de Reinaldo Edmundo Marchant, que reúne un conjunto de relatos con pinceladas poéticas y bíblicas, emotivos elogios al protector de lo alto, aquel que fijara su mirada en el niño vulnerado por la sociedad, quien, muchos tiempo después, con el oficio de las letras conferido, reconoce ese amparo y la amistad de aquella prodigiosa nube que descubrió en sus tempranos días de vida.

El libro no es un manual de iglesia. Ni se enmarca en esas retahílas y lamentaciones que, de tanto en tanto, publican algunos curas. Esta es una obra literaria, donde Marchant eleva el discurso narrativo al lugar donde corresponde: el libre y soberano arte de la palabra.

Aquí hallamos verdaderas piezas literarias (Nube, Ocaso, Viaje, Excelencia,  Tú, Osario, Sonido, Eco, entre otros), relatos logrados con maestría, donde la imaginación y la voz rinden frutos asombrosos, que quedan girando luego que la lectura termina.

Son más de cuarenta cuentos, un periplo entre la naturaleza humana y el Creador, que demuestran la versatilidad del autor: aborda temas con un puñado de palabras, hasta moldear una historia convincente.

Vuelvo a otra fotografía.



Ahí tenemos a Marchant ya con doce años. Vestido de escolar. Su cara llena de alegría señala que los días difíciles fueron quedando atrás. Que alguna vez deberá agradecer la compañía del buen Dios, como se lo pidiera su madre (cuento la Nube), como él mismo lo soñara (cuento la Luz).

La creación tiene esa magia y ese misterio que irremediablemente en alguna ocasión se convierten en realidad: las fotografías… El lejano momento visible de  un escritor que, épocas más adelante, se ocupará  para resaltar lo recibido,  expresada en una obra. ¡En esta obra!

 Una vida especial, que brotó de la nada, se guió con los pasos de la nube, para escalar a lugares que sólo una persona podía conocer: Dios.

 

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LUZ

Jesús es un amigo. Nuestro buen pastor. Le hablo lo que me ocurre.  Nadie  escucha con su atención. Todas las cosas imposibles revelo  a  su Corazón. Sé que el fruto de su Espíritu es amor y perdón.  Está montado sobre un asno. Es  sencillo y humilde, como la pequeña flor.

Jesús es  luz en las tinieblas,  libera a almas perdidas. Cada día dialogo con Él.  Siempre agradezco lo que regala.  La aparición del  día. Aquel pajarillo que revuela tintineando notas alegres.  Esa semilla que alimenta y la dicha que genera  la fe. Enseña que a nada se debe temer.  Que sigamos caminando con las manos abiertas, a la manera de un ave jugando con el sombrero de un rey.

Clemente y piadoso  es este amigo.  Lo que dice es sabiduría Divina, una deliciosa fuente de agua cristalina. Acompaña sin dejarse ver.  Toca el hombro para que se entienda  que se encuentra atento por ahí, vigilando el prado de aves que no les faltará qué comer.  Brinda la misma protección  que a  Judas Iscariote,  quien lo traicionó  y luego santiguó con su perdón.

Jesús es palpable. Tiene franqueza de camarada. Es accesible como una ventana al sol. Dispone a los amados  para que se fortalezcan en respeto y bondad. Con voz amable invita a recorrer los secretos  eternos.  De cuando en vez,  utiliza metáforas  de correcciones hacia el hombre que desea renacer.

En momentos de zozobras lo invoqué y  mi ánimo comenzó a sostener. Aguardaba  ese arrepentimiento que no podía desprender. Sin ostentación, me hartó de alivio. Robusteció la lámpara de los ojos. Traspasé sentimientos llenos de pesar. Desdichas. Heridas abiertas con sal. A menudo lo escucho decir: siempre cuéntale al Padre que hiciste lo que te vio hacer.

Cristo es un compañero universal. Diseñó un plan de adoración para los que están en faltas y no pueden avanzar.  Le gusta amar que ser amado. Oír a los que padecen y no encuentran paz. Siembra  consuelo  en seres  humildes. A aquellos quela gente llama basura, los declara tesoro del Reino Celestial.
Busca  ovejas perdidas. Si falta una de un millar, a esa sale a encontrar. Hizo crecer una calabacera, que en una noche nació  y en la otra noche pereció. Es inseparable incluso cuando nadie lo es con Él.  Glorificó a quienes lo negaron. En la Cruz clavaron sus Manos, y a un ladrón aseguró su redención. Nunca olvida al huérfano. Al que está en abandono. Cuando la vida se pone dura, rescata de espesos bosques, sin esperar nada a cambio.

Sabemos que es  el Hijo de María y José. Puso la otra mejilla. Predicó  parábolas para librarse de la maldición. Es intermediario de un Ser Superior. A su tiempo satisface  lo que necesitamos. De tanto apreciarlo en la piel, suelo imaginarlo a la manera de un niño sabio que recoge las desventuras que a modo de trampas ponen en los pies.

En medio de turbulencias paganas, a incrédulos resaltó que nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos*. Así  es el Mesías, nacido en una modesta casa  de Belén. Quien, en medio del bullicio terrestre, no se cansó de  amar, dar y servir. Y  hasta hoy   derrama confianza, sentado a la diestra de su Padre, en el Tercer Cielo,  frente a la música de un mar sonoro.

*Juan 15:13

 

 

NUBE

Mi madre no me enseñó a leer ni a escribir, pues ella no sabía. Tampoco  me inculcó matemática, lo ignoraba. No pudo adiestrarme en la historia ni la geografía. Permaneciendo  en el vientre, aún sin saber cómo era mi cuerpo, le hablaba al Padre y a mí. A ambos no visualizaba.
Sólo tenía fe.  Esa era su suprema confianza.

Al Padre Superior me encomendaba y en mí sembraba la creencia.

Cuando fui grande, descubrí que el triunfo de las cosas radica en reconocer  que lo Celestial existe, aunque no se toca ni se ve.  Ahí está el valor supremo. La convicción máxima. El Padre y yo éramos invisibles ante sus ojos, no así en su corazón.  ¡Ahí palpitaba un hálito sagrado que jamás podré describir!

Yo la divertía con mis movimientos, el Todopoderoso le entregaba  consuelos y esperanza. Todos los menesteres del hogar  los realizaba hablando con Él.  La escuchaba con oídos sorprendidos. Le preguntaba a  quién se dirigía con  sublime fervor:

         -Al Hacedor de la tierra y los cielos que siempre nos ve- respondía con una certeza y naturalidad difícil de no creer.

Mi madre no pudo aleccionarme en la física ni la métrica. Nunca tomó un libro ni leyó un diario de la ocasión. Ni siquiera pudo ojear una línea de lo que escribiría su hijo menor. Su sabiduría estaba en los colores de la planicie. En los matices del tiempo.  En los rayos azulinos del sol y en esas palabras que, desde el origen, atentamente escuchó.

Tenía un guía que nunca fallaba,  el Señor.

Mi mente de niño no entendía esa confianza sobrenatural que derramaba. Testigo de  carencia  de puchero y de bienes, Rosa –nombre que se inventó para confundir a ilusos- aún en los momentos materiales más lúgubres, no abandonaba el amor que profesaba ante el Creador.

           -Jehová es mi Pastor. Nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar*- decía cual si fuera la letra de una canción.

Llanamente me explicó que fijara la atención en esa Persona justa, para ser cambiado de adentro hacia fuera.  Para huir del mal y nunca ser alcanzado por el  dolor. Insistentemente me pedía que pensara y creyera en su Salvador.  Que lo hiciera limpiamente, crédulo a más no poder. Que de este modo bajarían sorpresas, que el mundo jamás podría entender.

Confesó con inenarrable inocencia –lo sentía- que Jesús deseaba establecer un vínculo de amor y de amistad con seres que se han criado bajo el desamparo y distantes  de quienes ostentan el poder.

Que sería el único Hombre misericordioso  que jamás me desatendería, y que algún día en carne propia lo habría de reconocer.

“Comprobarás que velará por tus pasos en días con sombras  y luz”, aseguraba bañada en un agrado que contagiaba lo más íntimo de mi ser.

Con esas  elementales enseñanzas –las mayores de mi vida-, avancé por el rabioso bosque terrenal,  tratando de evadir aquel polvo que soplaba aire rancio en la nariz. Me hice fuerte en la soledad, valiente en las penurias, un poderoso creyente de su bondad. Como carecía de progenitor, a Jehová nombré mi padre y a su Hijo le declaré una sincera amistad.

En días salpicados de nubarrones, recurro a aquellas primeras  enseñanzas, levanto la vista para obedecer  a la luminosa nube de lo Alto, y exhorto sumido en gratitud:

                -  ¡Amén, madre, amén, por presentarme Amigos cálidos que nunca dejaré de querer!

*Salmo 23: 1

 

 

 



 



 

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EL LIBRO Y LAS FOTOGRAFIAS.
A partir de “El lugar donde la nube paraba”, de Reinaldo Marchant.
Por Francisco Almárcegui