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LA BELLEZA DE MI  INFANCIA

De Reinaldo Edmundo Marchant

Por Miguel Ángel Bravo


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Si hubiera una frase para definir la  creación de este libro, habría que decir: está escrito con el lenguaje de los sentimientos. Los sentimientos alegres de un niño feliz que nació y creció rodeado de privaciones. Los sentimientos de tomar el sol y las flores con los ojos como alimentación para el alma, y así esquivar el abandono paterno, sin perpetuar el enojo, la animosidad, o el mínimo reclamo a  la vida, “el amor de  mi madre y la sublime naturaleza que rodearon mi lejana infancia, me convirtieron en un niño sin tristezas ni resentimiento” (página 21).

Conmueven los numerosos  episodios de La Belleza de  mi Infancia, inicio biográfico del autor Reinaldo Edmundo Marchant, junto a su madre Rosa Marchant (de quien adoptó su apellido), una valerosa mujer sin formación académica, campesina, que lidió y  peregrinó sola con cinco hijos, siendo el autor el menor de  ellos.

Conmueve la historia de un niño claramente huérfano al nacer, cuyos juguetes y  marionetas fueron “las aves, mariposas y el viento que removía el follaje (página 79)”.  Según transcurren los episodios, sin navidad ni celebraciones, sin juguetes ni árboles de pascua, el infante peregrina, medita en una piedra esperando el regreso de su madre trabajadora, sueña y dialoga con los paisajes, pintarrajea la indigencia y convierte a  las alimañas en copos sonrientes: “Yo  los   miraba desde mi cuna de plata. Los duendes son mofletudos porque comen sin empacho  lo que pillan a mano. A menudo duermen sin culpa también para soñar que están vivo en la secreta entraña del bosque. Ellos no tienen ojos materiales (página 60)”.

En su caminar, con el puño cerrado, se rebela ante la  crudeza de la realidad, aunque nunca apunta  ni recrimina a nadie, por el contrario, salpica un pensamiento: “Sentirse igual que un chico nacido en cuna de oro, no tomar en   cuenta ninguna diferencia, ambos caídos en  el territorio de este mundo y que gane siempre el mejor. ¡Vaya inocencia la mía!” (Página 26).

Si  bien el  libro está narrado con heridas lacerante, trasuntan imágenes  encantadoras, poéticas, pensamientos distantes de una sociedad que transita enajenada con aparatos virtuales. Describe con fuerza y humor sucesos sorprendentes, como la divagación sobre el padre biológico que nunca conoció: “Si viniera mi padre y se sentara a mi lado, yo tomaría un lápiz y dibujaría sus rasgos, la forma de su rostro y el color de su cabello, para no olvidar un detalle de su estampa… ¡Si viniera mi padre mientras medito en esa bella infancia! (página 17)”.

Historias   magníficas,  originales, punzadas por una mente en ebullición,  que inunda  de dulzura la tragedia, llenando de  tonalidades los días grises, que acaso permite ver las cosas como quisiéramos: hermosas, puras, naturales, alteradas diáfanamente hacia el cielo.

En una antigua entrevista que preservo, le consultaron a este escritor cómo se escribía una obra literaria, y expresó: Los libros son como la vida, no se  escriben como uno quiere, sino se elaboran como se puede… (Diario La Época, 1988). Parafraseando su frase, al leer este emotivo libro, se podría decir que también los textos se escriben como se  vivió y se sigue viviendo, ejemplo: “Transitando por este mundo,me han dado a probar caviar y refinados vinos, pero nada sabe mejor que   esa agua desprendida de un grifo de la calle, que en la niñez bañaba bajo un calor reinante a la manera de un río y  un océano lleno de   oleajes, nos hacía saltar en gozo y abrazarnos  victoriosos de  cara al sol, que  nunca olvidaba a   aquellos expatriados infantes” (Página 30).

La Belleza de  mi Infancia pudo llamarse perfectamente: La pobreza de mi infancia, pero se  ve que en este prolífico autor no laten  ciertas palabras con vislumbre de lamentación ni derrota, ni con la manida tentativa de   victimizarse para reclamar alguna dádiva del Estado.

En estos cuentos resalta la  hombría tan ajena al odio, la dignidad de suspenderse frente al desamparo, y el derrame constante de un amor que fecunda a un  talento singular.

 

 

 

 

 

Reinaldo Edmundo Marchant

 

 

PADRE

Si viniera mi padre y se sentara a mi lado, yo tomaría un lápiz y dibujaría sus rasgos, la forma de su rostro y el color de su cabello, para no olvidar un detalle de su estampa.
De niño él fue un paisaje sin hojas. Alguien que no existía, aunque me decían que caminaba por este mundo. De sus manos nunca recibí un lápiz ni una goma de borrar, tampoco le escuché un consejo, pues al nacer se había marchado.
¡Si viniera mi padre mientras medito en esa bella infancia…!
Si llegara incluso ahora, para acariciar mi espalda, clavara sus ojos en los míos, y deslizara su mano por las facciones de mi ausencia, estoy seguro que los años quedarían limpio. Cuando aquello suceda, lo miraré profundamente para no olvidar ningún fragmento de su lejana apariencia.
¿Dios, cómo es mi padre?, he exclamado durante un largo tiempo.
Si apareciera en este preciso instante en que lo recuerdo y desfallezco por conocer la noble estatura que detallan de su cuerpo, esa figura alta y aquel profuso pelo encrespado de un caballero que comentan conquistaba reinas.
Si llegara don Mario Enrique Arriagada Cuadra.
Si viniera hasta la isla en que contemplo la consagración de las nubes. Y me saludara incluso desde la distancia, diciendo tres palabras que nunca le oí:
¡Hola, hijo mío!
Créanme, ¡yo lo abrazaría con un amor que continuó creciendo en mi incansable silencio!
Lo que me negó, nunca se lo reprocharía. “Lo dicen las Sagradas Escrituras, honrarás a tu padre y a tu madre”, recalcó cándidamente Rosa, mi madre.
Si viniera él hasta la piedra en que no dejo de pensar en la vida y en su presencia.
Y me preguntara, con voz diluida en la atmósfera:
¿Tú eres mi hijo menor?
Esas palabras me llenarían de gozo, porque surgirían desde su humanidad inmediata y demostrarían lo que ansío: que él, quien me dio la vida y con quien nunca vi caer la tarde, ¡sí existe y camina por un lugar que jamás será el mío!

 

 

DUENDES 

Yo los miraba desde mi cuna de plata. Los duendes son mofletudos porque comen sin empacho lo que pillan a mano. A menudo duermen sin culpa también para soñar que están vivos en la secreta entraña de un bosque.
Ellos no tienen ojos materiales.
Se iluminan con lámparas que conquistaron de mucho contemplar noches taciturnas.
Los duendes evitan estar despiertos para ignorar tantas cosas absurdas y diabólicas. Cuando no taponan los ojos, son presa de una inmensa melancolía. Y parten a comer sin culpa lo que localizan a su paso.
Todo el color de las cosas bellas lo dibujan las lámparas de los duendes (yo lo miraba desde mi cuna de plata).
Aún con tanto a favor, no quieren estar vivos. Al tener los ojos muy abiertos se llega a los purísimos dolores del alma. Y aquel peso doliente disminuye los hombros: he ahí la forma triste de sus caras.
Los duendes prefieren pernoctar en pajales de estrellas, para soñar y alimentarse sin culpas. En estado de alerta, asustan a las culebras cuando se acercan en afán de tentación y de eclipsar el resplandor que emerge de sus lámparas.
Ellos, sabios recónditos, continúan en disidencia con ese mundo míseramente real. Desplazándose bajo geografías imperiales, asomando, según le vengan ganas, por las entrañas de los parques y sostener divertidas conversaciones con aquellos patrióticos amigos, los viejos astros que deambulan en las cumbres de las montañas, iluminando la cuna de un imberbe que convierten a un roedor en un precioso gnomo con apetito insaciable.

 

RÍO DE AGUAS PÚRPURAS

Las aguas del río saltan nerviosas. Uno viene a platicar con los peces y éstos no asoman porque los humedales, además, también cambian de tonalidad. A veces las manos que la acarician generan un silbido vibrante: agitan los dedos y la planicie se revuelve hasta que los huesos se trasmutan en polvo.
Uno silba a los posibles peces y éstos no atreven a salir: afuera se pasea un gigante.
En la bruma los barcos se arrastran como culebra succionando los vientos profundos. Focos eléctricos golpean los rompientes para que avancen sin tropiezos, masticando la mínima respiración. Y los peces escapan atolondrados, sin aletas. Ni ojos.
La estampida arrebata la infancia.
Ya no existe lugar donde las aguas despierten luminosas. Limpias y musicales. Por la costilla, o el lomo, le impregnaron manchas a modo de epidemia. Y nadie sabe dónde reunirse con los peces, y ellos ignoran dónde hacerlo con el hombre sin linaje. Ambos deambulan extraviados. Cada uno con una luminosa melancolía en los labios.
Desde las piedras, se avistan nubes de petróleo, que ondean triunfantes arriba del oleaje indefenso. Un bello pájaro flota de bruces: es la sombra de un niño que simboliza a un ave huérfana. Y navega fenecido por el líquido grasiento.
Hasta el viento despide hollín. Son las emanaciones de los charcos y las fumarolas de disparos nucleares, que allende resuenan sobresaltando a la Naturaleza.
Al río le volaron los huesos de su geografía. Perdió la poderosa carne de espumas. Antaño lucía generosa de transparencia. Era un caudal de señales benignas. Y el concierto de las hojas retozaba con los rayos de los cielos. Los peces, aquellos que busco para charlar, brincaban en la superficie, y unos incautos muchachos saltaban batiendo palmas.
Entonces no había nostalgia pastoral por los alados horizontes.
Ahora nadie bota una lágrima porque los peces no asoman y las aguas del río permanecen en quietud: máquinas subterráneas sacuden el tiempo de vida. Y se han llevado su alegría a los pantanos de la Modernidad.
Un joven fantasea que en las viejas aguas púrpuras asoman los peces nativos. Esos que danzaban de cara hacia el infinito. Dejaban ver su piel bañada en perlas. Ancianos nadaban con ellos, porque la Tierra convivía simplemente con la inocencia. Y a mí, distraído habitante de la comarca, nadie me apuntaba de loco porque silbaba desde la imaginación, a través de un indefenso río, el mío, salpicado de peces multicolores, ahora atacado a mansalva por lenguas de cieno, cada día. Hasta el final de los tiempos los sueños de un niño huérfano te ruegan:
En el camino nunca dejes de percibir el aroma de las flores.

 


 

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