Han pasado más de cuarenta años del inicio de la dictadura cívico militar de Augusto Pinochet. En los 17 años que férreamente gobernó, todavía siguen descubriéndose cuerpos de desaparecidos políticos, incluso niños, madres embarazadas, también existen circunstancias que se desconocen, historias de cientos de personas que se perdieron, abandonaron el país y aún no se sabe con claridad de chilenos que clandestinamente combatieron al dictador, que han optado por el anonimato y una dignidad singular.
Sí se conoce de reconocidos dirigentes políticos que salieron de Chile y continuaron con sus vidas en Europa, Sudamérica e incluso Estados Unidos, y que todavía campean en cargos de poder. Sin embargo, poco se ha difundido de adolescentes que para el Golpe de Estado tenían doce o catorce años, permanecieron en Chile y se convertirían en el tiempo en la primera línea de combate contra las fuerzas represivas. Esa generación, sin dudas, guarda una relación con los adolescentes y jóvenes que han participado en las revueltas estudiantiles y estallido social en los últimos años.
Hay estadísticas que señalan que él mayor número de detenidos, torturados, muertos y desaparecidos durante la dictadura fueron jóvenes que desafiaron al régimen militar. Sin sus acciones en la clandestinidad, cotidianas y valientes, Pinochet no hubiera reculado en la vorágine de sus atrocidades humanas. En otras palabras, el debilitamiento político de la dictadura lo realizaron quienes combatieron directamente en Chile.
Este libro, “Allende, un país de valentía” (Subterranis Ediciones, agosto 2021), del escritor Reinaldo Edmundo Marchant, describe precisamente una veintena de hermosas y emotivas historia de muchachos que, desde precarias condiciones y bajo un temible estado de represión, en la más tenebrosa época de la nación, hicieron frente al gobierno de facto. Hoy pocos se acuerdan de ellos y, lo peor, los que perdieron la vida o quedaron vivos permanecen en el olvido.
Este autor, bajo un sagaz estilo literario, saca a la luz esa valiosa porción de aquel acervo histórico, y así reaparecen jóvenes pobladores, artistas, estudiantes y trabajadores que bajo estricto sigilo hacían frente al sistema más terrorífico que haya existido en Chile.
El volumen está dedicado a la memoria a Cecilia Magni, Comandante Tamara; al fotógrafo quemado vivo, Rodrigo Rojas de Negri; a Raúl Pelegrin, Comandante José Miguel, y a aquellos jóvenes que llevaron la bandera de lucha en aquellos largos años de dictadura.
—¿Existe escasa literatura sobre ese oscuro período 1973-1990?
—Sí, es cierto. Esos fueron diecisiete años terribles, muy oscuros, de asesinatos a sangre fría, delaciones, desconfianza, Toque de Queda. Tú salías a la calle y no sabías si regresabas. El terror, en su máxima expresión, invadía los hogares y a las familias.
—A qué se debe esa carencia de literatura.
—Quizás porque estos temas y pasajes son generalmente abordados por académicos, historiadores e intelectuales políticos. Algunos muy mentirosos y erráticos. Entonces lo que surge de ahí es lo que intencionadamente han querido dar, no lo que ellos vivieron o experimentaron en carne viva. Algunos falsean los hechos y otros ignoran en qué verdaderamente consistió aquel espantoso periodo.
—Tu libro recrea historias desde adentro, de alguien que conoció esas vivencias y que participó en los hechos.
—Esa puede ser la diferencia con respecto a la pregunta anterior. Cada uno de esos relatos que conforman el libro tienen una veracidad vital y lo describe un testigo que participó, como miles de jóvenes, porque le tocó experimentar presencialmente y ver lo que sucedía, desde una tierna edad. Los seres humanos más hermosos, más humanos y solidarios, los conocí en la cómplice precariedad de aquellos días. Hasta el día de hoy mantenemos esa hermandad con aquellos que continúan teniendo la misma calidad humana de antes, lamentablemente otros cambiaron, se involucraron con el poder y a veces es insoportable escucharlos hablar. Cuando reniegas de tus raíces, la comodidad mata.
—Comienzas diciendo en la presentación que debiste emigrar a los 15 años a Argentina. Cómo sucedió eso.
—Yo soy el menor de seis hermanos. Vivía en San Miguel, próximo a la casa de los hermanos Palestro, reconocidos políticos socialistas, diputados y alcaldes de entonces. Era esa una zona de izquierda verdadera, de luchadores en terreno, no de salón. Ahí mataron a Miguel Henríquez y luego a Augusto Carmona, líderes del MIR. Para el golpe de estado, el rostro de don Mario Palestro apareció en la portada de los diarios de derecha, con esa cobarde y fascista leyenda: SE BUSCA. De modo que la mayoría de nuestras familias eran allendistas, y fueron perseguidas, tomadas prisioneras, entonces algunos huyeron, otros se sumergieron en la clandestinidad o escaparon por pasos inhabilitados a otros países. Con este sombrío panorama a la vista, planificamos salir del país un conjunto de jóvenes y amigos de la infancia, que nacimos y crecimos en aquel lugar.
—¿Qué edad tenían?
—Entre quince y dieciocho años.
—Tú eras el menor.
—Sí, en 1974 tenía 15 años. Partimos en el mes de mayo de ese año, para el Día de la Madre…
—Cómo fue llegar a Argentina.
—Cruzamos por un paso de la Cordillera, en un viaje infinito. Al bajar el Cerro Caracoles, nos recibió una lluvia torrencial. Llegamos hacia la noche. Nos esperaba un contacto, quien nos condujo a distintas casas en las afueras de Mendoza. Nosotros quedamos en Tupungato. Con el pasar de los días, nos volvimos a reunir en una casona inmensa, llena de chilenos que estaban en nuestra misma condición. Dormíamos en camarotes. Por la madrugada, se escuchaban llantos de personas mayores, que habían dejado esposas, hijos, familias. Era una escena desconsolante oír todo eso. Mi vida cambió radicalmente. Aunque entonces la mayoría de edad era a los 21 años, esa vez dejé de ser niño. Nunca más volvería, por ejemplo, a dormir con la ingenuidad y tranquilidad de antes.
—Tú en Chile formabas parte de los cadetes en fútbol.
—Como dices, yo le pegaba más o menos a la pelota, que fue mi primer oficio, y según decían los dirigentes deportivos ese era mi próximo camino. Pero terminó abruptamente. De pronto me vi en otro país, con Juan Domingo Perón de Presidente, y luego, semanas después, cuando falleció, asumió María Estela Martínez de Perón, más tarde, en el mes de agosto de ese mismo año, asesinaron al general Carlos Prats y su esposa, en el Barrio Palermo de Buenos Aires, puedes imaginar la vorágine de cambios que viví.
—¿Cuánto tiempo te quedaste ahí?
—Alrededor de dos años. Pude seguir a Europa, como refugiado. Muchos lo hicieron y era comprensible. Pero de Chile llegaban noticias horribles, así que con un grupo de muchachos preparamos el regreso. Nuestro objetivo era aportar estando en Chile hasta que cayera el general Pinochet. De modo que pisamos nuevamente territorio nacional, nos separamos para asumir cada uno distintas labores. Entre mis opciones estaba terminar mi enseñanza segundaria, que había dejado inconclusa, pues todavía no cumplía 17 años, y más tarde preparé el ingreso a la universidad, asunto que le había prometido a mi madre.
—En ese hermoso primer relato “Allende, la leche y yo”, se cuenta la historia de un niño que espera el regreso del trabajo de su madre, el mismo 11 de septiembre, ¿te ocurrió a ti?
—Sí. La descripción de ese texto es verídica, yo repartía el medio litro de leche a mis compañeros en la escuela, y llegaba al establecimiento muy temprano, a preparar los tambores, todo eso, y es uno de los más hermosos recuerdos que tengo bajo el mandado del Presidente Allende. Ese día del golpe, llegué como era habitual al colegio y estaba rodeado de militares. Los pocos niños que aparecimos fuimos devuelto a nuestros hogares con gritos y amenazas. Junto a una aglomeración, regresé caminando por el medio de la Avenida José Miguel Carrera, pues no pasaban vehículos. La gente iba y venía, cabizbaja, guardando silencio. Arriba pasaban aviones, helicópteros y se escuchaban balaceras. En diversos puntos, se hallaban militares armados. Entonces yo me quedé en el paradero 1, vestido de colegial, aguardando que, en medio de la multitud, apareciera mi madre Rosita Marchant. Y eso ocurrió pasado el mediodía. Todas esas cosas nunca las he olvidado. Lo demás que aparece en el cuento, es imaginación.
—También escribiste sobre el Padre francés André Jarlán.
—Exacto. El movimiento de lucha en esos años se dio con intensidad en las poblaciones, y hasta hoy no se reconoce ese heroico hecho. Yo colaboraba en agrupaciones de la Zona Sur, y en La Victoria conocí a ese humanitario y excelente sacerdote, bajo el colectivo Acción Cristiana. Cuando lo asesinaron aquel 4 de septiembre de 1984, miles de personas marchamos desde su humilde hogar hasta la Catedral ubicada en la Plaza de Armas, donde se brindó una misa por su santo descanso. Creo que esa fue la protesta nacional y pública más grande que hasta entonces se había realizado contra el dictador Augusto Pinochet.
—Y el cuento “La fuga”, ¿existió ese amor imposible?
—Claro (se ríe). Por razones de seguridad una mañana abordé el viejo tren que iba al sur de Chile. Y en la soledad de un vagón, iba una hermosa chica junto a su abuela. Su presencia y las dulces miradas que intercambiamos, imaginariamente me otorgaba esperanza, felicidad, pero de pronto advertí que bajarían y no la volvería a ver nunca más, entonces la miré casi obsesivamente para no olvidarla. Unos jóvenes cineastas quieren hacer un corto metraje con esa historia.
—Veo que el libro se publica en una fecha significativa…
—Qué bueno que lo sea. También se describen a otros personajes, a artistas como Tilusa, por ejemplo, quien también se halla injustamente olvidado, y fue un talentoso actor y creador que aportó valerosamente en esos tiempos donde no abundaban los valientes.
—Tú has publicado numerosas novelas y cuentos, has ganado premios relevantes, ¿qué tienes en común con tu generación de literatos?
—Nada. Varios de ellos estuvieron en la otra vereda. Y siguen ahí. Yo me desarrollé en la adversidad. Y me sigo forjando desde ahí, desde el silencio. El escritor es esencialmente soledad. No tengo nada en contra de ellos, nunca le he reprochado sus actuaciones, pero sé las diferencias que mantenemos. Y supongo que ellos también las conocen. Una de las cosas bellas que me ha sucedido, es haber estado en lugares que otros jamás conocerán.
—Como en una cancha de fútbol…
—Ese es el paraíso de la tierra. Un lugar hermoso, donde se práctica el oficio más bello que existe en el mundo, el fútbol.
—¿Por qué es el oficio más bello?
—Porque dentro de un campo de juego no existe el engaño. No corren los apellidos, el linaje, las marcas de ropa, el color de los botines ni el peinado de moda. Ahí no tiene contenido el exhibicionismo, tan presente en estos tiempos. En ese lugar no tienen cabida los grupitos de amigos que se auto ensalzan. Ahí sólo cuenta la demostración de tu talento. Si eres bueno y lo demuestras públicamente, bajan merecidamente los aplausos y el reconocimiento. En otros ámbitos de la vida te aplauden por otros motivos que todos sabemos son mañosos y mediocres.
—Volviendo al libro “Allende, un país de valentía”, se infiere que esa generación que describes continuó con el legado de Salvador Allende…
—Lo defendió –interrumpe-. La inspiración de lucha la dio el ejemplo inigualable de valentía y consecuencia de Salvador Allende. Quienes combatieron en esa oscura época lo hicieron por la maravillosa memoria de Allende. Y me consta que nunca lo han olvidado, no como muchos dirigentes de estos tiempos que reniegan de él y, en su actuar cotidiano, no representan para nada sus valores humanistas, sociales y culturales. Allende era un hombre cercano, honesto, que amaba a los niños y a los pobres.
—Un Allende que actualmente está de moda.
—Es verdad. Pero también es verdad que pasaron largos años que nadie hablaba de él, porque era “políticamente incorrecto”. Si uno regresa unos años atrás, se dará cuenta que a Allende lo conmemoraban más fuera de Chile que en su propio país.
—¿A qué se debe que hoy su figura esté de moda?
—Quisiera pensar que no es por oportunismo político… El estallido social de octubre es un suceso maravilloso que sacó a la luz un montón de injusticias, contra la opinión incluso de muchos dirigentes de izquierda que inmediatamente lo rechazaron y mandaban cartas a los diarios de derecha condenándolo. La figura de Allende se convirtió en un emblema de lucha. Es decir, a la revuelta social de octubre también le debemos el merecido rescate de la figura del Presidente Salvador Allende, y aquello está muy bueno que suceda en un país tan chato y mezquino como este.
—Qué esperas de este libro.
—Casi nada, como los demás volúmenes que he escrito. Tal vez me interesa dejar un testimonio literario de aquellos valientes jóvenes. Sé que nací en un país de mierda, anticomunista, reaccionario, donde los medios de comunicación están en manos de empresarios poderosos y de derecha, y donde una extraña izquierda se encuentra coludida con esos grupos para figurar en las páginas de sus diarios.
—¿Le ves signos de esperanza a esta sociedad?
—El estallido social generó instancias fabulosas, la convención constitucional, el final de las nauseabundas AFP, el voto de apoyo a agrupaciones sociales nuevas, el castigo a partidos tradicionales, el reconocimiento al mundo mapuche, etcétera. Sigo con mucha adhesión lo que puedan hacer estas nuevas generaciones, a quienes aprecio y apoyo totalmente. Ya ves, siempre los jóvenes, ¡sólo los jóvenes pueden cambiar las cosas y las miserias de este mundo!
*
En el Mural de población La Victoria que recuerda
a los padres André Jarlan, asesinado el 4 de septiembre de 1984, y Pierre Dubois, junto a
Enrique Serrano, uno de los fundadores de la población.
LA ÚLTIMA PLEGARIA DE ANDRÉ JARLAN
Poco antes que una bala asesina atravesara la pared de madera de la casa parroquial impactando su cuello, el humilde sacerdote francés de André Jarlan se había enterado que en una larga e intensa jornada de protestas y barricadas contra la dictadura, la policía había herido mortalmente a Miguel, un joven drogadicto y su amigo: quiso la casualidad que éste falleciera sin ser atendido en el hospital, ignorando que el religioso que lo escuchaba y no lo discriminaba, también se elevaría, momentos después, por los cielos de la Población La Victoria, a vivir en la eternidad y en el corazón de esa gente sencilla como un cielo.
Los servicios de seguridad, al fin, pudieron aniquilarlo en un exceso de violencia que el régimen militar jamás reconoció.
En cierta ocasión, en la Parroquia Nuestra Señora de la Victoria, conversando con jóvenes de la comunidad cristiana, nos dijo que él eligió misionar en Chile, lo pidió expresamente, contra la voluntad incluso de parte de su familia, ¡las noticias que se conocían de lo que ocurría en el país era para intimidar a cualquiera!
Sus convicciones religiosas lo trajeron del viejo continente, donde nada le faltaba, a pernoctar en una casita de madera en esta humilde zona, bastión emblemático de resistencia al gobierno de Augusto Pinochet.
En 1983, año de su llegada a Chile, se vivían intensas jornadas de protestas sociales. Las poblaciones carenciadas se llenaban de fogatas, barricadas y lanzamiento de bombas molotov a los carros policiales. A veces las contiendas duraban días completos, incluso semanas. Nada detuvo a este amable servidor de los pobres. Quería estar donde había llagas y necesidades, emulando en plenitud al Cristo amigo de los pobres, perseguidos y afligidos.
Su nombre no decía nada, André Jarlan. Era más conocido su superior, Pierre Dubois, a quien más de alguna vez le molestó la simpatía y adhesión que el humilde sacerdote francés manifestaba especialmente al mundo juvenil, que soñaba con tumbar al tirano.
Le bastó vivir poco más de un año y medio en el corazón de gente trabajadora para que su humanidad quedara grabada a perpetuidad: se convirtió en un símbolo de los caídos bajo el gobierno de facto.
Su misión se convirtió en una hermosa tarea ecuménica con los pobladores y la juventud. Dedicó sus días en el país a defender a la gente humilde de la violencia policial. Se sumaba a las protestas. Consultaba por la situación y estado de quienes luchaban valientemente en la trinchera local. Visitaba a militantes que se ocultaban de la temible CNI. Incluso, en ocasiones, atendió a heridos en la sede parroquial.
Los servicios secretos tenían conocimiento de que él facilitaba los espacios parroquiales para reuniones políticas. Para evitar escándalos internacionales, no lo deportaban, y André los desafiaba, sea interponiéndose delante de los vehículos policiales, sea pidiendo que se alejaran de la línea de conflictos, y acompañaba a cara descubierta a los sectores marginados que batallaban sin temor, en esos días de agitación social.
Más de una vez que la CNI quiso llevarse a la fuerza a participantes de izquierda, el clérigo se oponía con tenacidad y se los quitaba prácticamente de las manos.
No había dudas, a André Jarlan desde que llegó al país le vigilaban sus actividades.
Por ello no fue sorpresa la noticia de su asesinato por parte de carabineros en una manifestación nacional contra el dictador: había estado desde temprano, ese 4 de septiembre de 1984, acompañando a los pobladores parapetados en techos, zanjas, escondites, que arrojaban todo tipo de proyectiles contra los carros blindados policiales.
Entonces sintió la necesidad de hacer una tregua personal.
Concurrió a orar a aquella su precaria habitación, construida con madera simple. Este acto era respetado. Nunca se le molestaba. Quizás de aquello se valió el escuadrón encargado de liquidarlo, en una acción criminal ―como era su costumbre― que pareciera involuntaria…
Al sacerdote valiente, ejemplar, lo estaban esperando y lo ajusticiaron a mansalva. Luego, impactaron balas para suponer ante el mundo que se trató de un disparo casual, que de manera imposible pudo ejecutar la sanguinaria policía chilena.
Pasaron muchos años para que se modificara su caratula de “muerte accidental” al de un miserable homicidio: el Informe Rettig así lo estipuló de manera indiscutible y comprobada.
Quizá nunca imaginó que él también formaría parte de los miles de crímenes realizados por la dictadura de Augusto Pinochet. Que su caso tampoco se investigaría hasta pasado un largo tiempo, que los ministros en complicidad con los generales golpistas lo denostarían, tildarían de agitador político, de comunista que accionaba al margen de la ley, en resumen, mentirían con descaro a través de los medios de comunicación llegando a decir que “se mató por su propia cuenta”.
El cuerpo de André Jarlan fue encontrado sin vida, su cabeza, desvanecida, descansaba sobre la Biblia que lo acompañó en su plegaria final.
Afuera de su rancha, se reunieron miles de personas, que lloraban, agradecían su amor y compañía en tiempos difíciles.
Ese mismo día fue velado en la Población La Victoria, en un acto litúrgico bellísimo, donde los cantos, los discursos y evocaciones sobre el sacerdote francés no querían terminar jamás. Actualmente su rostro está impregnado en maravillosos muros e iluminado por la esperanza de niños que crecen conociendo su heroica historia.
Su féretro fue llevado en andas por pobladores en un largo y emotivo tránsito hasta la Catedral Metropolitana.
Fueron horas de una intensa marcha no autorizada. De gritar consignas en contra del tirano. Pintar frases revolucionarias en los muros. Tomarse esas avenidas prohibidas para manifestaciones políticas: ¡André Jarlan motivó la primera gran protesta nacional en contra de la dictadura, sumando a todas las fuerzas de izquierda, invitando a rebelarse y permitiendo que perdieran el miedo otros sectores sociales del país!
Su funeral trazó la senda para derrotar y sacar del poder a Augusto Pinochet.
Veinte horas después, su cuerpo fue repatriado a Francia. Miles de personas lo despidieron en el aeropuerto. Soltaron palomas. Globos. Gritos de pesar. La emoción de haber perdido corporalmente a un verdadero misionero de Jesús.
ALLENDE, UN PAÍS DE VALENTÍA
Se aproxima septiembre, un mes recargado de dolor, recuerdos de un golpe de estado, de un vil ataque al Palacio La Moneda, y de libros quemados, detenidos y muertes.
Un mes inundado de hechos humanos, con la llegada al poder de una sanguinaria dictadura y un desconocido general llamado Augusto Pinochet, que sumió a Chile en la peor penumbra de su historia. Generaciones enteras estarían diecisiete años conviviendo bajo el Toque de Queda y escuchando cada día a siniestros Ministros de Estado.
En este mes de septiembre también se evoca con orgullo al Presidente Salvador Allende, un héroe nacional que cumplió su promesa realizada ante el pueblo, dar la vida por sus principios democráticos. A pesar que a los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría evitaron (por ser políticamente incorrecto) conmemorar y resaltar la figura de Allende, su legado últimamente adquirió una dimensión alta y merecida.
Hoy todos son Allendistas, y ojalá no sea esa moda oportunista que de tanto en vez acapara los tabloides. Los fetiches, por suerte, van en descenso.
Dentro de este panorama, aparece la oportuna publicación “Allende, un país de valentía”, de Reinaldo Edmundo Marchant. Un conjunto de extraordinarias historias de jóvenes que lucharon en Chile contra el gobierno militar. Si bien la temática política está presente, ésta cae en sordina por la variante literaria del autor, que convierte cada relato en una singular pieza artística.
Al sumirse en estas historias, se vuelve a respirar la atmósfera de aquella época llena de terror, con Toque de Queda militar y la temible policía secreta husmeando las narices.
Pero hay un encanto en las historias, la emocionalidad de los hechos, la forma de presentar acontecimientos lúgubres, el desarrollo que nunca pierde el arquetipo de una buena obra.
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ALLENDE, UN PAÍS DE VALENTÍA.
Jóvenes que combatieron a la dictadura en Chile, de Reinaldo Edmundo Marchant.
Por Claudio Bascuñán P.