Cuando niño me subí unas cuantas veces al techo de la casa con un cuaderno grande, de tapas duras, para registrar en él la vida de los gatos. Lo que quería era emular a los naturalistas que veía en los documentales de la televisión, los que se internaban en los territorios de los leones, de los coyotes o de las culebras venenosas.
No entendía entonces la parte del montaje televisivo, del relato construido. O más bien no pensaba en ello. Suponía que los animales vivían, de por sí, vidas de novela. Por lo tanto, era una decepción constatar, tras una hora de observación, que a los gatos de los techos no les pasaba nada interesante. Un gato dormía sobre unas tejas. Otro se asomaba tras un parapeto, y un tercero simplemente se iba para otro lado. No podía, como hacían los naturalistas con los animales salvajes, escrutar intenciones, emociones y deseos en sus conductas.
Creo haber fallado en mi trabajo de terreno porque ansiaba el efecto final de la experiencia antes de vivirla realmente. He tenido suficiente tiempo después para darme cuenta de que de los gatos no se puede esperar nada, por eso exasperan a la gente práctica y a los moralistas.
No se puede esperar nada más que algo cercano a la compañía: que estén por ahí, a mediana distancia, circunscritos en una zona de la alfombra o en actitud de esfinge sobre el brazo de un sillón. Lo que los gatos introducen en nuestra vida es una medida temporal, una forma de estar. Ese es el verbo fundamental en este caso, estar, como se insinúa en "El gato
de porcelana", uno de los textos de La nueva novela, de Juan Luis Martínez.
Hace un par de años salieron en el diario nuevos descubrimientos sobre la vida de los gatos, realizados supongo que por científicos de la Universidad de Edimburgo. Según estas informaciones, en sus salidas nocturnas los gatos caminan hasta tres kilómetros, sociabilizan con sus vecinos e incluso tienen lugares de encuentro (los que en la dimensión humana se denomina ampulosamente "lo público"). Otro estudio menos formal indicaba por la misma época que uno de cada tres gatos es de origen extraterrestre. Alejandro Zambra dio por entonces un curso de mucho éxito en la UDP: "Literatura y gatos".
Para mí, los perros son el desconcierto total. No sé qué hacer en su presencia, especialmente cuando ladran (hay personas que presumen entender el significado de los ladridos como si se tratara de una lengua extranjera). Con los gatos es muy distinto, desde el momento en que solo parecieran esperar que uno no sea un payaso estridente ni un alma miserable. Parecen fenomenólogos y objetos de estudio a la vez. En esencia, se ven más cercanos a las lámparas que a sus parientes silvestres de mayor envergadura. Quizás por eso le interesaron a Baudelaire: por una cuestión de mobiliario.
Me quedo pensando en lo mucho que detestaba Borges a Baudelaire y, por coincidencia, un amigo me recuerda una observación de Borges: que Dios creó a los gatos para que supiéramos aproximadamente cómo era acariciar a un tigre.
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Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 23 de septiembre de 2018