Cerré los ojos por un momento y enseguida me los presioné con el pulgar y el índice de la mano derecha. Inmediatamente empezaron a notarse las voces y las risas de la gente en el café, de repente ruidos de máquinas ininteligibles, las ruedas de goma de un carrito de carga que avanzaba sobre las baldosas, el arrastre de una mesa, la caída de una silla. Luego vino un desfile de imágenes: un naranjo en un antejardín, una quebrada donde se ocultaban unas matas de menta, una misteriosa y alta ventana de un interior de 1913.
Este tipo de cosas las hago frecuentemente: es un ejercicio y equivale a asomarse al descampado cuando se ha estado durante demasiadas horas en un ambiente sofocante, ruidoso y lleno de puchos. En realidad basta inclinar la cabeza y cerrar los ojos, sea cual sea el lugar donde se esté. Entonces aparecerán esas imágenes, esos sonidos —a veces articulados en frases— que parecen ser un excedente de la experiencia de toda la vida.
Es un buen ejercicio, equivalente a aquel otro que practicábamos en la piscina cuando chicos: meter la cabeza bajo el agua hasta que se nos insinuara una leve pérdida de la orientación, una vacilación del presente en el que nos encontrábamos. Y daban ganas de quedarse a vivir en ese elemento, en esa cuestión verdosa y luminosa a través de la cual nos transportábamos semisumergidos como pirigüines.
La felicidad de esos días de piscina no eran tanto los piqueros, las bombitas, los gustazos ni el cachetoneo con los estilos de nado, sino la posibilidad de encontrar una tregua en medio de la chacota para desaparecer por un instante en una inmersión no registrada, en una hermosa suspensión sin nombre. Un impertinente nos obligaba a volver a la superficie y preguntaba a gritos, con ansiedad, queriendo competir: "¿Estái aguantando la respiración?, ¿vai a hacer la posición invertida?". No, no estoy haciendo nada, ya voy.
Gonzalo Eltesh escribió hace mucho tiempo un cuento en el que un grupo de niños pasaba unas desmañadas vacaciones en una casa grande en la cual la piscina marcaba una presencia ominosa. Tal como los objetos en el agua, en el cuento la atención del relato estaba refractada: el foco era un tío del que se sospechaban cosas malas, sucias, en circunstancias de que el real peligro era la somnolienta, transparente y deseada piscina.
Natalia Babarovic ha expuesto en su pintura una fijación con las piscinas del fondo de las casas. Las ha mirado de modo realista, de modo metafísico y a través de los reflejos en los que se confunden con el cielo. Curiosamente, en estos días, durante una de estas insignificantes distracciones con los ojos cerrados, se me presentó la pintora con un atado de obras que mostrarme: eran versiones de la verdadera cara de Cristo. Había lienzos al óleo, trapos con batik, manchas de tinta y raspadas fotocopias. Los rostros —diferidos, atrapados, mentales— eran más perturbadores que los retratos de Bacon.
Imagen superior Enjuagues I, 2012. Natalia Babarovic
Óleo sobre tela
200 x 220 cm
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Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 31 de julio 2023