Cuesta mucho, en el curso de la vida, detectar la inteligencia ajena, para no mencionar la propia, porque no es visible en primera instancia y está hecha de cuestiones sutiles. Cuando niño y, más que nada, cuando joven, uno se confunde con esta variable tan señera de la condición humana. De ahí el éxito que alcanza justamente entre los jóvenes el discurso de los fanáticos narcisistas, del cual la parte burda no se ve. El énfasis, la autoafirmación, pasa por inteligencia trágica: el hombre incomprendido, que se debe a sus ideas, que ha debido luchar contra los cobardes enquistados en el poder, contra los mediocres de la televisión, contra autoridades religiosas, en fin. El hecho de que se nieguen a transmitir sus opiniones les da a éstas el valor de la verdad.
Cuando niño, en el colegio, nos hicieron disertar sobre el famoso libro de Ana Frank. Debo decir que nuestra miseria sexual era tal que en esa intimidad forzada por el exterminio suponíamos poder encontrar escenas eróticas. Tendríamos unos doce años. Buscando lo mismo, me imagino, llegamos a conocer Páginas de un diario, de Lily Íñiguez
Matte, que yo birlé de los libros de mi abuelo. La parte del deseo encabritado, la parte de la "cochinada", no apareció en nuestras disertaciones. En ellas más bien manifestamos altruismo y sentimientos superiores, lo que indica un manejo muy nítido de los dobles discursos a una edad bastante temprana.
Pero me desvío. A lo que quiero llegar es a que un compañero, en su exposición, mencionó "los honores de la guerra". A mí me pareció admirable por lo inteligente, a pesar de que una frase así podía haberla manoteado de la contratapa del libro. Esto era, en mi entendimiento de entonces, hablar como la gente seria, como los periodistas de la televisión. No sabía entonces qué era un lugar común, pero los identificaba. Suponía que para utilizarlos en la conversación uno debía estar calificado por alguna clase de entidad. Un lugar común que me conmovía era: el hombre es el lobo del hombre. Me parecía que era útil para dar por terminada una discusión difícil.
Recuerdo que viendo en la televisión uno de los debates de A esta hora se improvisa me
hizo mucho efecto una respuesta retórica de Claudio Orrego Vicuña, de la DC. Un representante de la UP alegaba contra el acaparamiento del vino por parte de oligarcas viñateros, a quienes acusaba de preferir que el vino se pudriera antes que dejárselo al pueblo. Orrego desarmó el argumento con datos y remató: "Por lo demás el vino no se pudre, se añeja, y mientras más añejo es mejor". Un lugar común flagrante pero de gran efectividad en ese momento, ya que no habría habido tiempo para explicar las maneras que tiene el vino de echarse a perder.
Otra modalidad efectiva para ostentar inteligencia donde no la hay necesariamente es la jerigonza intelectual o la jerga gremial, política, periodística. El uso de esta carga de galimatías por lo general delata fobia a la claridad y necesidad de acogerse a un sistema de control de la lengua. Ahora se sabe que el gobierno esta tratando de promover un manual de uso de expresiones vinculadas a los mapuches. De esta índole de control se han preocupado todos los regímenes totalitarios del siglo XX. Parece que le tuvieran un terror mágico al lenguaje.
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Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 21 de marzo de 2022