Tengo entendido que a Henry James le encantaba que lo sacaran a pasear en auto por los alrededores de Londres. Esto en sus últimos años, que eran los primeros del automóvil. Imposible saber qué era lo que buscaba en esa experiencia. Quizás, sustraído por las tonalidades del paisaje, dejaba simplemente discurrir el pensamiento en su flujo impredecible. O bien resolvía cosas pendientes de su vida cotidiana (la reparación de un jarrón trizado, la contratación de una dactilógrafa) o se perdía en las zonas remotas de su memoria.
En la medida en que nos alejamos temporalmente de un hecho cualquiera, sólo nos va quedando la figura gráfica, la escena tópica del hecho en cuestión. En este caso, el de James, vemos casi la caricatura de un señor calvo y conspicuo tras la ventanilla de un auto negro con manivela y claxon que avanza por campos floridos excesivamente ordenados, como podría suceder en la ilustración de un cuento infantil. Si estuviéramos cerca, en cambio, accederíamos a otros
datos; sus quejidos al cambiar de postura y el crujido del asiento de cuero bajo su peso, el talante de sus observaciones irónicas sobre silos y caballerizas, el color exacto de su piel referido a su estado de salud.
Siempre, o cada vez que me acuerdo, agradezco a aquellas personas que han pasado por mi casa sin avisar y me han ofrecido seguir conversando en el auto sin un rumbo claro. Localidad de El Dibujo, Parque Macul, fortalezas de Catemu, inmediaciones ferruginosas de no sé qué río arruinado por la industria pesada, El Totoral, Laguna Negra, Santa Rosa de Colmo, San Francisco de Mostazal, cuántos destinos inesperados, módicos, expeditos al punto de que siempre, en tales ocasiones, los regresos a Santiago fueron tempranos, oportunos.
Ahora me acuerdo de algo que contaba Alfonso Calderón: que Joaquín Edwards Bello, cuya situación económica era medio inestable al final de su vida, tenia palabreado a un taxista que de vez en cuando lo llevaba a la Quinta Normal o a recorrer los
barrios de su juventud. Joaquín sabía perfectamente que en estos paseos enfrentaba escombros y fantasmas, y que fuera de eso no había mucho más, salvo una tela o trasfondo emocional. Él mismo hubiese usado estas palabras para explicar el trance y después se hubiese desdicho de la explicación.
Cuando yo tenía unos diecisiete años, uno de mis tíos empezó a aparecer por mi casa. Lo curioso es que me iba a ver a mí, no a los adultos. Llegaba tarde, después de reuniones estresantes, e íbamos a dar una vuelta en su auto, que a mí me parecía supersónico y a la vez muelle y protegido. Nos desplazábamos lentamente por calles viejas mientras mi tío me hablaba de cuestiones de su juventud. Es posible que estuviera viviendo un periodo de autoevaluación vinculado a la época en que él tenía mi edad. Tiene que haber sido algo así. Lo prodigioso era la música de Bach que siempre llevaba puesta y que yo, en mi precariedad tecnológica, trataba de sintonizar en las radios cada vez que había un feriado religioso.
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El mundo del copiloto.
Por Roberto Merino
Publicado en LAS ÚLTIMAS NOTICIAS, 11 de septiembre de 2023