Una tarde de verano te pasé a buscar a ese departamento chico cerca de la Plaza Brasil, que me gustaba harto, quizás por habernos reído mucho ahí adentro un par de ocasiones. Y porque lo asociaba a tu tranquilidad, a tu sueño nocturno. Me abriste esa vez con tu sonrisa que más quiero, con el pelo bonito.
El departamento estaba vacío, salvo por unas cajas con papeles y unos canastos rezagados con revistas y libros y un poco de ropa. Te ibas del lugar, es decir ya te habías ido, esta visita era sólo para llevarse esas últimas cosas y para cerrar la puerta por fuera de un modo definitivo.
Hubo un problema: la cinta adhesiva, el tape de embalaje no estaba por ninguna parte. Saliste a comprar esos artículos improbables, que uno no sabe del todo dónde se venden, y tuve que esperarte en el recinto vacío. Fue un contraste muy grande entre el entusiasmo dinámico de mi llegada y el inesperado estado de suspensión giratoria en el que quedé, tratando de fijar la atención en algo, en las huellas de los muebles en las paredes, en la presencia anacrónica de un tomo de las Páginas Amarillas, en las muescas en la pintura del fierro horizontal del pequeño balcón que daba al norponiente.
Ya no había recuerdos: por una estricta profilaxis de la conciencia, el recinto vacio era una cosa ajena, no del todo reconocible, Desde la calle llegaba una discusión con acento extranjero.
Cuando salimos cargando cajas y buscando un taxi, la tarde de verano se había convertido en anochecer de verano, el aire impregnado de profunda sequedad vegetal y del aroma de unas flores narcóticas que rebasaban un muro blanco. Los restaurantes habían encendido sus luces interiores a pesar de que la luz exterior aún persistía. Yo pensaba que no había sido capaz de prever la situación.
La caja que llevaba estaba hinchada, presionada por la cinta adhesiva, por un costado el cartón comenzó a ceder. Me empecé a quedar atrás, porque necesitaba pararme a descansar. Me dolían los antebrazos.
Cuando te habías alejado casi una cuadra, vi que llegando a Catedral te hablaron unas personas, una pareja con un coche de guagua. Después supe que era un ex pololo con su nueva familia, uno de esos encuentros que para concretarse parecen esperar a través de los años la circunstancia menos favorable.
Y es absurdo que ahora te esté escribiendo esto, porque probablemente recuerdas las sucesivas escenas con más detalles que yo. Simplemente estos días he estado volviendo a experimentar la emoción de algunos reductos de la ciudad: un par de calles amarillentas, un jardín abandonado con palmeras donde gritan los loros, una ventana blanca desde la cual alguna vez me llamaron a gritos, un árbol de tronco torcido al que te subiste el año pasado para que te tomara una foto.
Todos estos lugares son percibidos con un aura de irrealidad, como si indistintamente pertenecieran al presente, al pasado o a la improbable dimensión de los sueños.
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Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 22 de agosto de 2022