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Nombres

Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 27 de julio 2014


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Un señor que me vio escribiendo una de estas mañanas en un café se acercó a preguntarme qué era lo que me atareaba tanto. Le dije que escribía una columna, algo para un diario. "Ah", me contestó, "¿y cuál es su seudónimo?". Me acordé de esa anécdota de Alejandro Zambra, cuando una señora con la que le había tocado viajar en un avión le dijo al despedirse: "Espero que algún día encuentre su seudónimo".

Ignoro de dónde viene esta idea de que los escritores tienen forzosamente que tener seudónimo o "nombre artístico". Probablemente el origen está en el romanticismo, fuente de tantas iluminaciones y de tantas supersticiones literarias. A principios del siglo XX, cuando el romanticismo vivía entre nosotros una resaca epigonal, casi todos los que escribían en los diarios se enmascaraban en nombres falsos, sugerentes, espirituales, exóticos o misteriosos. Como todos los nombres, los seudónimos tienen la particularidad de transparentarse frente al objeto —o sujeto— al que son adosados. Con el tiempo Alone llegó a ser Hernán Díaz Arrieta y uno no se detiene hoy a considerar el efecto connotativo de la palabra "alone". Lo mismo corre para Shade, el seudónimo de Mariana Cox Stuven.

Juan Luis Martínez —que le dio una dimensión profunda al tema del doble— se reía discretamente de los seudónimos de "los cuatro grandes de la poesía chilena". Martínez sabía que la obra excede en cierta medida al nombre que la suscribe. De hecho, una obra eficaz podría conferirle un aura inesperada a un nombre entendido inicialmente como corriente. De tal forma leeríamos con el mismo interés los poemas de Lucila Godoy que los de Gabriela Mistral. Nuevamente el nombre se transparenta.

Por pura sincronía, al hojear un libro recién publicado, El idioma materno, de Fabio Morábito (Hueders), me encuentro un texto en el que el autor especula sobre la categoría psicológica del seudónimo. Morábito habla sobre alguien que le envía correos firmados con el nombre del protagonista de una novela y se pregunta sobre la necesidad de desdoblamiento que manifiesta este corresponsal lejano: "¿Tendrá un nombre ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias, utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él, sino su yo postizo".

A veces, prosigue el cronista, es el yo postizo el único capaz de hacer algo en el plano de la escritura; el yo real puede ser perfectamente inepto. Por cierto, una salida posible para un estado de bloqueo creativo es ponerse a escribir "como si se fuera otro". El ejercicio de la escritura está cruzado de trampas y autoboicots y soluciones que no afloran a la superficie del texto. No es infrecuente que las mejores secuencias de un texto aparezcan cuando el escritor —exasperado por las horas pasadas sin resultados frente a la pantalla, saturado además de nicotina y cafeína— decide mandar todo a la punta del cerro.





Fotografía: Ernest Hemingway en París




 



 

 

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Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 27 de julio 2014