En épocas anteriores, las de nuestra crianza, la gente usaba la palabra niña para designar en primer término a una niña propiamente tal y luego, como segunda acepción, a una mujer joven. Nadie se enredaba con esto, todo lo aclaraba el contexto. Si uno escuchaba la frase "la niña que atiende la barra del bar" difícilmente se iba a equivocar con el significado. No recuerdo, por otra parte, que alguien usara la palabra muchacha, salvo en ocasiones de siutiquería discursiva o decorativa. Estaban además esos señores que al conocer a una niña o mujer joven le preguntaban "¿cuál es su gracia?" refiriéndose al nombre de la interrogada.
Hubo después otra época en que a la gente le dio por decirles enanos a los niños, lo que sonaba un poco forzado. La palabra enano se utilizaba en este caso de un modo afectuoso, pero al escucharla uno intuía una falsa informalidad, una inflexión para el público. Más desagradable aun era cuando los niños eran peques, modalidad proveniente —si los datos no me fallan— de la familia Telerín, monos animados medio pesados de origen español que en la televisión aparecían para separar el horario infantil del adulto. Si no le achunto mal, la familia Telerín en Chile fue novedad el año 70. Contemporáneos suyos fueron Tevito y el Sapo y la Culebra.
Me parece que fue el psicoanalista Stekel el que observó que todas las palabras del chocheo —o sea, aquellos diminutivos que se usan para expresar el cariño embelesado hacia los niños— servían también para nombrar los genitales infantiles. Dirigirse a una guagua de meses como cosita, chonguito o pajarito tendría una doble dinámica: por un lado expresar amor infinito y por otro algo oscuro, un impulso caníbal, una inversión ominosa del rol del protector en aras de un deseo monstruoso.
Acabo de parafrasear, sin rigor alguno, un texto leído hace cuarenta años, de modo que podría perfectamente estar hablando cabezas de pescado. Releyendo libros que
me fascinaron en la juventud me he dado cuenta de que siempre es una reconstrucción lo que uno tiene en la memoria. El olvido carcome las palabras leídas como si los párrafos se fueran desconfigurando por los bordes.
Algo similar sucede con los recuerdos remotos, según Freud. Es difícil en este caso calibrar lo fidedigno de las imágenes retenidas y más aun de las emociones vinculadas a esas imágenes. Pero no obstante persiste un sedimento del pasado al que uno insiste en darle sentido en el relato de su propia vida, llevarlo a la conciencia.
Una de estas noches me desperté mientras enunciaba esta frase: "Mamá, me duele la mano" (efectivamente me dolía la mano por una afección nerviosa que acarreo). Pero mi mamá murió hace un año y me consta que en sus últimas noches se levantaba a buscar a mi padre, que murió hace treintaicinco. Así pasamos el tiempo los vivos y los muertos, tratando de comunicarnos en la oscuridad.
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Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 19 de septiembre de 2023