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Luz de gas

Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 14 de octubre de 2018



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Es extraño que se haya ido quedando la expresión gaslighting para designar una de las formas comunes de la manipulación psicológica, y es extraño además que este uso provenga de una obra de teatro de fines de los años 30, la que llegó alguna vez hasta nosotros en versión cinematográfica en las horas perdidas de Tardes de Cine.

Las luces en este caso son objetos metonímicos en una historia de control y escamoteo de la realidad por parte de uno de los personajes en detrimento de la estabilidad psíquica de su mujer. Lo abismante del caso consiste en que las luces son reales en la historia, pero su carga simbólica está vinculada a las ilusiones humanas, a aquellas certezas que nuestra mente proyecta en su propio telón.

Los fuegos fatuos, las luces de los entierros en los campos, las esferas luminosas y hasta la luz azul que se vislumbra en los terremotos tienen el sello de lo incierto, de lo que podría haber sido soñado o imaginado en un descuido. Las mismas luces de la escenografía alumbran en el teatro un fragmento de vida que es finalmente simulado. El cine mismo pertenece al paradigma de los mundos prodigiosos, como la linterna mágica, y es por tanto una especie de fantasmagoría.

Hay personas que en el pasado llegaron a nuestra existencia, o más bien se asomaron a ella durante unos meses, y que hoy parecieran no habitar ningún país, ninguna ciudad reconocible. No están en Google ni siquiera como un nombre en un documento legal sin importancia.

A veces se me ocurre que el gaslighting nos lo aplicamos también a nosotros mismos cuando levantamos las prospecciones de la memoria emocional. Esas niñas que nos miran desde lo profundo de los años 70 y que al intervenir en nuestros sueños parecen querer comunicarnos algo esencial, son forzosas ficciones, piezas de repuesto que metemos en los huecos imperfectos del constructo afectivo. Las niñas de ojos oscuros y nombres chilenos que a veces nos suspenden el aliento comparten un tipo de realidad con las hadas y las ninfas, pero, a diferencia de estas, fueron alguna vez fotografiadas en tristes domingos de fines del verano, en ferias de juegos, en antejardines con maleza, en piscinas y rectángulos de pasto hoy inubicables.

A mí me asombra la gente que afirma con convicción que el pasado es una categoría muerta que no vale la pena retomar, y que lo único que cuenta es lo que se vive en el aquí y en el ahora. Es asombroso porque más bien la evidencia muestra que no hay forma de desligar las capas del pasado de las transparencias del presente. Con la ficción y la realidad pasa algo parecido.



 

 

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Luz de gas
Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 14 de octubre de 2018