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Comunicando

Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 8 de enero de 2017



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Todos los avances de la tecnología traen aparejados sus respectivas supersticiones. No me atrevo a señalar si la vida era mejor o peor antes de que todos tuviéramos acceso a los celulares, pero la facilitación de los movimientos que este aparato nos procura, indefectiblemente tiene como contrapeso lo que nos resta en nuestra calidad de vida. En este caso, lo que perderíamos es la comunicación, o bien, la capacidad de comunicarnos, porque atendemos al chat y no a la conversación cara a cara.

Ignoro por qué un tipo de comunicación sería de más calidad que la otra. O más cercana a las plataformas morales de los detractores de lo nuevo. ¿Por qué hablar con una persona frente a frente es más auténtico que hacerlo a la distancia, a través de signos digitados en una pantalla? Los promotores de la vida lenta y difícil no objetarían las cartas, en la medida en que se trata de objetos suficientemente cubiertos por una pátina de romanticismo, en circunstancias de que también son signos que median entre un emisor y un receptor lejanos. Un tipo escribiendo una carta sobre una esquela con membrete y con un tintero al lado, una pluma, papel secante y lacre para el sobre, daría pie a muchas consideraciones sobre aquellas cosas que lamentablemente vamos perdiendo por culpa de la vida moderna. Y ahí empieza a autogenerarse el mito: antes había más tiempo, antes éramos republicanos, antes había respeto, antes sí que había cultura, antes había ritos de seducción, antes había austeridad.

Me parece que estas cosas se toman un poco a la ligera. Si el lenguaje es la base del entretejido social en el que nos sustentamos, no podemos ser flojos en relación con las palabras. No podemos adelantar con énfasis conclusiones sobre aquello que no hemos investigado ni presenciado ni, al menos, sometido a un cierto escrutinio racional. Lo que simplemente repetimos de otros (de los diarios, de la televisión, de los agitadores de Facebook) debería ser enunciado con un tono que delate su provisorio estatus en relación con la realidad.

Me he podido dar cuenta de que mucha gente habla de cosas que parcialmente ignora o confunde sus deseos con sus observaciones. En las redes sociales se habla mucho con eslóganes o expresiones de reafirmación de lo que no se desea poner en el tapete de la argumentación: "Vamos con todo", "aguante", "un grande", "ídola máxima", etcétera.

La televisión, cuando empezó en Chile, originó variadas alarmas, sobre todo por el daño que su influencia provocaría a los niños. Se suponía que —tal cual las historietas de superhéroes— la televisión confundía en la mente del niño la frontera entre realidad y ficción, con el riesgo de que decidiera vivir la realidad como ficción y al revés. O sea, el temor era a que los niños se convirtieran en don Quijote o en madame Bovary. Si se dio tal confusión me imagino que era la confusión en que pueden haber vivido los niños de todas las épocas, y se trataría más bien de un ajuste de la percepción ante una realidad cuyas coordenadas no se conocen del todo.



 

 

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Por Roberto Merino
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 8 de enero de 2017