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Islas finales

Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 29 de marzo de 2021




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Cada tanto nos enteramos de que tal persona —alguien que tuvo corporeidad, presencia y ánimo en los años anteriores de nuestra vida— murió solo por ahí, en la cama de su inmovilidad, con el televisor prendido y las pastillas volcadas sobre el velador. Y no decimos nada porque es una hipocresía llenar con lamentos teatrales el vacío real de compañía que tiene que haber flotado en las tardes del ahora difunto, en sus anocheceres de verano, en el paisaje de su insomnio, en las sombras de cables y de ramas que los focos de la calle proyectaron en el cielorraso de su pieza.

Quizás cómo es eso, el instante del último destello de conciencia, la última imagen que se instala ante los ojos velados, aquello de lo que sólo nos podemos dar cuenta y que no alcanzamos a comunicar —sobre todo por cierto si estamos solos en el trance—, una columna de yeso con oropel, el sendero que baja por la ladera hacia un mar agitado, un racimo de uvas robado de un parrón, un lavatorio de hierro enlozado con lirios pintados, qué sé yo, estoy simplemente inventando.

¿Cómo se llega a producir esa soledad final? Es posible que se trate de un lento proceso y que en él influyan el propio temperamento, los propios escrúpulos. Como sea, da la impresión de que antes, en el campo, el solitario era un personaje de cada comunidad, un tipo extraño con arranques de locura y ropa de espantapájaros, a cuyos dominios uno evitaba aproximarse. En la ciudad, en tanto, el destino de la soledad se va instalando de a poco, en medio de la normalidad conductual. De repente se impone un cambio de casa, una reducción de espacio, se precipita el viaje de alguien, viene una debacle económica, se escogen mal las palabras en una discusión y entre posesiones efectivas y medianoches el que alegre comandaba los brindis familiares termina siendo el habitante imperceptible de un departamento de dos ambientes, con árbol unipersonal para las pascuas.

Cuando para el estallido del 2019 quemaron iglesias y bibliotecas, lo que se me vino a la mente fueron las personas que durante años había visto a la distancia en tales lugares, en esos refugios de la soledad urbana. Gente con daños existenciales parcialmente disimulados por la buena educación. Viejos, por lo general, veteranos a los que los estigmatizan con esa siutiquería de "la tercera edad". Particularmente recordé a una señora que se me acercó una vez en la terraza del Café Literario de Providencia a pedirme un cigarro. Mientras pegaba la primera piteada —con esa sensación de doma de la ansiedad— me dijo desde el alma. "Entre fumadores nos ayudamos".

El hecho es que ahora hablé con un corresponsal lejano, un tipo bien hippy de los viejos tiempos, y me contó que era vecino del sector y que solía ocupar la biblioteca del café. Y que hace unos días se había puesto a merodear por el recinto para ver en qué estado se encontraba y que súbitamente lo atacó un perro, al parecer vinculado a las carpas de los actuales ocupantes. Y, claro, lo que era un lugar luminoso y abierto hoy es un patacón tapiado y pintarrajeado.

 

 



 

 

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Islas finales
Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 29 de marzo de 2021