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Viejos chicos, niños grandes

Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 16 de octubre 2023


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Recuerdo del colegio a un profesor al que lo llamaban el Niño Grande. Era un señor serio, de mediana edad, al que se le notaba, en el paso y en cierta comba de la espalda, la acumulación del cansancio de los años, el polvo de tiza respirado, los arrebatos disciplinarios con gritos que lo sacaron de sí mismo muchas veces. Le pesaba también el maletín de cuero, repleto de basura administrativa y de "material didáctico", que no era otra cosa que un atiborramiento de papel roneo con mapas impresos en tinta levemente violácea. Me imagino que también estaría cansado de hablar de mundos nunca visitados, el de los sumerios, el de Constantinopla, el de los hunos, el de los etruscos, el de los visigodos.

El tema es que cuando uno se cruzaba con él en los pasillos, levantaba la cabeza y miraba directo a los ojos con tristeza. No se sabía si esa mirada quería decir algo o era un llamado a que uno dijera algo. En ese instante se revelaba el sentido del apodo: el profesor parecía un niño de un metro ochentaicinco dispuesto a ir a jugar a las bolitas o al trompo. Tenía unos mofletes rosados que daban a pensar que se alimentaba con Vitalmín Vitaminado o con cocoa Raff.

En esos años el cómico Firulete aún promovía a uno de sus personajes populares, el niño llamado Pollito. El efecto era el de un adulto personificando a un niño según el modo en que el lugar común indica que debe ser un niño: equívoco en sus interpretaciones, inconscientemente sincero, incapaz de distinguir entre significante y significado (de ahí sus frecuentes gazapos hilarantes). Lo insoportable del Pollito era la ternura que emanaba de sus dichos y conducta. Una ternura sobregirada, excesiva, efectista.

Sé que este tipo de observaciones produce rabia La gente que reacciona dice cosas como "usted es un amargado y seguro que nadie lo ha tratado con ternura en toda su vida. Si hubiera conocido la caricia de una madre no escribiría de esta forma".

En cualquier caso, no hay por qué ningunear a Firulete. Uno puede pasar mucho rato recordando sus chistes "presemióticos", sus parodias y los personajes que creó, entre ellos el fachoso Pepe Pato (José Patricio), cuyo sobrenombre quedó para nosotros como sinónimo de pituco y lleva adjunta una forma de hablar.

Patricio Varela, locutor de radio, también imitaba niños por entonces. Lo hacía en la radio Portales, en el programa La bandita de Firulete, donde ponía la voz para un personaje de barrio que, si no recuerdo mal, se llamaba Popotina. Alguien me dice que en un aviso televisivo y radial de chicles Dos en Uno de comienzos de los setenta, Varela reproducía un diálogo de niños. Además conducía un programa nocturno en que hablaba de ovnis y de asuntos paranormales: Conversando la noche, con el auspicio de Scappini.

Todo esto es ominoso. La imitación misma es de por sí un recurso de desdoblamiento y ocultamiento en el que se podría entretener el Patas Verdes. Da lo mismo la comicidad. Jim Carrey en el espejo puede ser tan siniestro como Norman Bates. No sé si han visto su increíble película Jim and Andy, en la que a partir del cruce de admiración entre un cómico vivo y otro muerto uno termina confundido, angustiado, considerando que todo en el universo podría ser sólo apariencias y sombras.

 

 

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Viejos chicos, niños grandes
Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 16 de octubre 2023