La calle San Diego siempre ha tenido una onda propia, un aspecto abigarrado, hasta me atrevería a declarar que un olor específico. Con "siempre" me refiero a la época anterior a mi nacimiento. En verdad la época anterior al nacimiento de cualquier persona es como la eternidad. Como fuere, durante muchos años San Diego fue para mí un factor en mis movimientos diarios. Por el 32-A, cerca de la Alameda, tenía que entrar pasado el mediodía al Instituto Nacional, con esos nervios mudos de estar atravesando territorios hostiles para llegar al segundo piso e incorporarme en la fila del almuerzo en calidad de "medio pupilo". Esto desde el 71 al 73. La puerta, que tenía adjunta una caseta de madera para el guardia, fue tapiada posteriormente. No sé cuándo.
Creo que se ha insistido mucho en la proliferación de comercios desordenados, de distinta naturaleza, que convivían en los pasajes, en los módicos laberintos de San Diego. Esa variedad está presente en "China", el cuento de José Donoso. Para uno de los personajes del cuento, San Diego era China.
Yo recuerdo, aparte de las celebradas librerías de viejo, muchas pequeñas imprentas (donde en patota de risa fácil llegábamos a comprar "calendarios de minas en pelota", que coleccionábamos en nuestras billeteras), los restaurantes de piso baldeado y colgando del techo ventiladores de factoría británica, los teatros, los negocios de "rodados" y los de música, los hoteles parejeros, las casas de zurcidos invisibles, las vitrinas con estampillas, las tiendas de ropa a crédito que avisaban en la radio y que ostentaban, por lo mismo, una brecha de prestigio barrial.
A veces mi mirada trascendía el nivel del suelo y enfocaba en unos feos edificios de concreto rosado, con ventanas empolvadas y grasientas, dentro de los cuales una débil luz de ampolleta revelaba la existencia de habitantes, de vida doméstica, de intimidad. En las ventanas del piso de arriba podía verse, por contraste, la publicidad en cartulina de una academia de corte y confección o algo de acrílico referido a la consulta de un dentista.
En estos días, Antonio de la Fuente, en
un punto indeterminado entre el sur de Francia, Menorca y la ciudad de Lovaina, me cuenta que fragmentos del poema San Diego ante nosotros, que escribimos junto a Rodrigo Lira en 1980, van a ser publicados en francés. Me manda también unas fotos para la portada: elegimos una de la basílica de Sacramentinos mirada desde el oriente. En el texto del 80, recuerdo, pusimos que esta iglesia era una obra pensada para la eternidad que quedó en estado transitorio perpetuo.
En la última incursión que hicimos por las inmediaciones con De la Fuente y Lira, en septiembre de 1980, llegamos a un ala de la iglesia en estado de demolición o reparación. En una galería que daba hacia la calle Arturo Prat habían tapado las múltiples ventanas con papel de diario. Una de estas ventanas enmarcaba un retrato de José Donoso que había salido días antes en El Mercurio. La coincidencia era inquietante, no sólo por "China", sino porque el recinto recordaba al de El obsceno pájaro de la noche, libro que se filtra cada vez que uno piensa en el Santiago profundo.