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Pu llimeñ ñi rulpázuamelkakenSeducción de los venenos
de Roxana Miranda Rupailaf
Santiago, Editorial Lom, 2008

Por Jorge Polanco Salinas
antítesis Nº5 revista de poesía. valparaíso, primavera 2009


La poesía no se acaba en el origen sino en el complemento de un lector dispuesto a escuchar; reclama ese otro que pueda entablar un diálogo, sobrepasando el solipsismo y la biografía del escritor. Menciono esta obviedad, puesto que existe una ruta simplista con la cual leer la poesía de Roxana Miranda (Osorno, 1982): la reducción de su escritura al rótulo de "poesía mapuche" o "étnica". Este acomodo interpretativo, ya de manual, permite ciertas seguridades —y no sólo a los lectores— que bajo la tentativa de la discriminación positiva, facilita ubicar al creador en garantías preestablecidas. (Con todo, hay que decirlo, en Chile la discriminación no se ejerce y focaliza solamente sobre una etnia o un grupo). Así, finalmente, no se lee y las sorpresas quedan neutralizadas.

Ciertamente, pervive un gesto político en el libro Pu llimeñ ñi rulpázuamelkaken—Seducción de los venenos al comenzar con la traducción en mapudungun y después en castellano. Pero el libro no puede situarse en un relato étnico testimonial al perfilarse en un rango más amplio, como ocurre igualmente con la escritura de Jaime Luis Huenún. Si se pone atención, estos dos poetas —en lo que se refiere a Puerto Trakl y Pu llimeñ ñi rulpázuamelkakenSeducción de los venenos— no escriben una poesía romántica o modernista con tintes indígenas puristas. Ha pasado mucha agua turbia bajo el puente, y la labor de un poeta es ser fiel a su poesía, desacomodando lo que se espera de ellos. Aquello lo confirman las referencias literarias españolas, europeas o bíblicas, aparte de las chilenas o mapuches.

La escritura de Roxana desliza un tono erótico. Debe ser, como muestra el título, por su intento de seducir y absorber al ser deseado que se conjura a través de la copulación. En el prólogo, Fernanda Moraga adjudica esta característica a la apelación corporal, a la que habría que agregar una disposición de escritura y lectura —la manera en que Roxana recita sus textos— que hace pensar en una invocación ritual, encarnada en el movimiento serpentino de los poemas. Ancestralmente, el rito resguarda el sincronismo del tiempo, la posibilidad de la reiteración. El poemario sigue esta orientación a partir del conjuro de ese ser que se desea devorar; es la deglución que busca reiterar el ritual. ¿Será que el poema es entendido como maleficio?

El tono ritual se enfatiza a través de la persistencia de la metáfora del ojo, de las visiones. En los últimos poemas se insiste en la mirada, sobre todo el ojo sumergido en la visión desde dentro. Las metáforas permiten ver, no hay un oscurecimiento del lenguaje, son imágenes prístinas en las cuales asoman la enunciación de los colores. Aunque el negro y blanco también concurren, quizás como máculas o venenos, no pervive una ceguera del lenguaje que conjuga con la concepción de la poeta como visionaria, o si se quiere, un chamán. En esta perspectiva, me parece que no sería adecuado leer estos poemas bajo una preconcepción posmoderna. Creo que sería simplista alinear el veneno de Roxana con la conocida idea de la escritura como pharmakon, leída por Derrida en Platón como remedio y veneno a la vez. No faltará el estudioso que se fascinará con instalar esta idea. Me explico: el veneno de la escritura en Platón consiste en el desplazamiento del habla y la consiguiente obsolescencia de la memoria; primera herencia genealógica de la condena sobre la grafía, tradicionalmente concebida como subsidiaria respecto de la oralidad. En cambio, en Pu llimeñ ñi rulpázuamelkaken—Seducción de los venenos no se atisba un ensalzamiento de la escritura ni una supuesta independencia productiva, menos aún una laceración de la palabra que enjuicie su capacidad; en el poemario se observa una asimilación lírica resuelta de antemano, que no pone en cuestión las capacidades de la palabra y que, por lo demás, hace juego con la rítmica y cadenciosa manera de leer de Roxana.

Me parece que esa llaneza de las metáforas procede de la franqueza, sin renuencia o prejuicio, de aceptar una escritura corporal femenina. Allí acierta el prólogo de Fernanda Moraga, puesto que las imágenes líricas, casi de ensoñación, están ancladas en la persistencia del erotismo y el cuerpo que concretizan las transfiguraciones del lirismo. El lugar onírico de procedencia mítica da cuenta de un maleficio corporal que no consiste en una ponzoña contra la escritura, sino en el intento de una enamorada que espera poseer y embrujar. Pareciera que el poemario continúa una tradición del envenenamiento que ciertamente es enorme. Dentro de lo que conozco, Sócrates, por ejemplo, prefirió beber la cicuta antes que el ostracismo; algunas parejas se envenenaron al morir su amado como supuestamente ocurrió con Cleopatra respecto a Marco Antonio; y otros personajes literarios los siguieron en su dramatismo, como Romeo y Julieta; uno podría sostener que todo envenenamiento tiene algo de literario y novelesco. En el caso del libro de Roxana se trata también de un embrujo, una mala conciencia provocada por la mujer— serpiente que va enroscándose en el texto, indicando una mirada que, a medida que avanza el libro, aleja a la mujer del papel de la víctima y la sitúa en un rol tutelar por medio de las tenazas sexuales. Aquí recuerdo una frase de Hamlet, que en su delirio señala uno de los secretos que le enseñó su corta vida: cuidado con la confianza en la supuesta fragilidad de la mujer. Lo menciono no para caer en la rivalidad de los géneros y plantear cuál es más fuerte (eso ya todos lo sabemos), sino por lo interesante que se transforma el poemario de Roxana Miranda cuando se lee como perversión sexual, como un delicado maleficio que el erotismo de las mujeres pueden llevar a cabo y transformar en escritura, ampliando la resonancia femenina en vez de negarla. Es el placer de envenenar y ser envenenado.





 

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de Roxana Miranda Rupailaf.
Santiago, Editorial Lom, 2008.
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