El viaje, desde el presagio inicial, se prevé oscuro; se propone negro a la manera de Parra cuando anuncia la antipoesía y su montaña rusa “yo no respondo si bajan echando sangre por boca y narices”. Estamos advertidos si decidimos acompañar a Italo Berríos en su ruta apocalíptica con ángeles que caen en picada del cielo o vehículos quemados a orilla de las carreteras que sólo parecen recalar en pueblos donde no hay más que bares y putas. No hay humor en estos versos y sí largos momentos en que nos parece estar en esos autos y en esa carretera que no es ninguna en realidad. O es como esa cinta sostenida sobre el tiempo y el espacio donde pasan los cazadores disparando a animales muertos siglos atrás en el cuento El ruido de un trueno de Ray Bradbury (estoy segura de que Bradbury contó la elección de Trump en ese relato escrito en 1952) El sol sobre la cabeza atormenta como un foco prendido sobre las miserias de la vida sin permitir siquiera la liviandad de la sombra.
El poeta Jorge Torres dijo “He sido ciego frente a la naturaleza. Sólo he podido ver el paisaje de mi alma”, lo recuerdo ahora, leyendo estos poemas donde el mismo paisaje amable y verde de las localidades de Chiloé se convierte en una amenaza en boca del hablante. Un alma atormentada atravesando los días como la cola ardiente de un cometa. Un alma que anuncia el fin del mundo en la soledad de quien ve lo que otros no pueden o no quieren enfrentar; parece que este año de la peste estaba ahí, contenido en los pliegues del mundo hostil, rabioso, vivido a toda velocidad con una especie de hambre por consumir no lo de afuera, sino lo interior. Las enormes emociones, los desbocados sentimientos.
¿Este es el fin del mundo? ¿Este escenario natural privilegiado? La voz de los poemas lo enuncia como el último lugar en que dará oportunidad a la vida. Sediento, buscando un agua que no alcanza (en las iglesias encuentra sangre que gotea) Parece una contradicción escoger este espacio natural (en apariencia calmado y amable) para desplegar la ruda y despiadada belleza de estos versos. Y con esa música a todo volumen.
Los adolescentes que éramos en los setenta, volvemos a los beatnik y su instalación del viaje como metáfora de la vida. Se hace arder las carreteras buscando el sentido de la existencia, ocupando los días con avidez. Todas las peripecias en esta Carretera del Fin del Mundo son interiores, casi nada ocurre allá afuera, salvo pasar por la cámara del autor que está adaptada a sus propios filtros. A ratos sólo la lluvia se salva, sólo la lluvia parece ser un descanso, un agua salvífica que lava heridas.
El libro avanza a un segundo conjunto de poemas que se llama “El oficio de la Araña” donde, claramente el oficio de escribir es protagónico. En el poema Madre “allí donde empezó todo este miedo de vivir y de morir/ porque esa vez que nos cerraste la puerta / se nos quebró como un espinazo la vida / y crujió toda la noche / esa fisura en medio de la tierra” se alude a la profunda infancia como el origen de todo el dolor presente. La memoria, desde allí arrastra, más que hechos, el peso del manto emocional sobre todas las cosas del mundo. Y se escribe porque no se puede hacer otra cosas, como la araña que “teje incansable al fondo la oscuridad”
El tiempo amenazante persigue todas las acciones humanas. “¿Iremos a jugar este invierno a que nada sirve / excepto la música?” se pregunta en un poema. El poema no sirve, las palabras están ahí condenando al poeta a un oficio absurdo de repetir una y otra vez los mismos movimientos. Aún así, y después de todo lo dicho, el poeta termina “levantamos los ojos/ para no perdernos el espectáculo/ genital del universo.”
Ojo de buey
Enfrentarse a cada muerte como ante un espejo llorar la carne pudriendo los vacíos infectarnos con la muerte de los otros llorarnos con esos dolores con esas lápidas, cementos. Camas que permanecían atadas unas a otras en un enorme y sucio capullo ahora caen suaves como dalias. Condenados a morir sorbemos los azules días del verano condenados a morir, aterrados fotografiamos los pedazos de vida que se borran a nuestro alrededor. El peso del cielo quiebra nuestros brazos.
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El yo es un relato, no es algo real
En una carretera del fin del mundo.
Italo Berríos. Ediciones El Kultrún, colección Insula Barataria, 2020
Por Rosabetty Muñoz
Publicado en El Insular, 21 de octubre de 2020