Al horror de los crímenes de lesa humanidad provocados durante el golpe y posterior dictadura cívico-militar chilena, se sumó un modelo económico y social capitalista de libre mercado dirigido por los seguidores de las teorías de Milton Friedmann, cuyas bases están presentes en la Constitución Política de la República promulgada en 1980 y vigente hasta el día de hoy. Nada de esto es original, sabemos que esta constitución fue instalada por operadores y agentes amparados en el Estado en base a la tortura, el asesinato, la desaparición y la usura, quienes intentaron levantar el pedestre mito del «milagro de Chile», como lo llamó Friedmann en recuerdo de la recuperación alemana de posguerra. Ese supuesto milagro naturalmente ha sido desmentido a vista y paciencia de sus efectos, que permanecen al día de hoy y que obligaron a millones de personas a protestar desde octubre de 2019 a lo largo de todo el país. Como dicta la abrumadora contingencia, esto solo empeoró al vivir las evidentes fisuras de las bases del precario sistema de salud público y la insensatez gubernamental, expuestas durante el estado de emergencia sanitaria posterior al Covid-19.
La síntesis sirve para comprender el trabajo de poetas que vieron sus obras interrumpidas o determinadas desde el golpe, así como la escritura de poetas que comenzaron a publicar durante la década de los ochenta, desarrollando una labor crítica persistente en todo su trabajo y proyectando estas tensiones hacia distintas direcciones. De este modo, al tiempo que, por ejemplo, Carlos Cociña (Concepción, 1950) publicaba Aguas servidas en 1981, sorteando la incoherencia de la censura del Ministerio del Interior, o Elvira Hernández (Lebu, 1951) terminaba de escribir La bandera de Chile, libro clandestino y mimeografiado; Rosabetty Muñoz (Ancud, 1960) publicaba Canto de una oveja del rebaño, iniciando una trayectoria fundamental con libros como Hijos (1991), Baile de señoritas (1994), Ratada (2005), En nombre de ninguna (2008), o recientemente Técnicas para cegar a los peces (UV, 2019) y Ligia (LOM, 2019).
En particular, el trabajo de Rosabetty Muñoz ha explorado problemas como la violencia, la soledad, la indolencia, la relación de las personas con la naturaleza o las fatales consecuencias del sistema político y económico neoliberal, ya sea en las esferas públicas y privadas del hogar, la vida urbana o los espacios del sur de Chile. Si en los poemas de Técnicas… , aborda la destrucción provocada por los desechos de una modernidad que desprecia la vida —desde el asedio de las corporaciones extractivistas en las costas del Pacífico a la contaminación y la muerte producida por las empresas pesqueras—, utilizando distintos estilos, voces y coordenadas geográficas; los poemas de Ligia derivan hacia una dirección convergente: la herida abierta del exilio político, uno de los temas presentes en el trabajo de autores tan diferentes como Mahfud Massís o Mauricio Redolés.
En Ligia se reduce la multiplicidad de voces a una figura espectral que revela lo dicho. Este nombre podría corresponder a una de las tantas personas que sufrieron la privación de sus derechos, la tortura y la expulsión durante la dictadura, y le da cuerpo a una escritura cercana al registro testimonial que luce dictado por una memoria menos personal que colectiva: “Los volantines eran lo más recordado / dice Ligia” (18), “‘Esto es un error’ piensa Ligia / sumida en un rencor difuso / contra el país extraño / donde ahora duerme” (45). En estos poemas la experiencia del destierro y su daño irreparable no se remite a una herida generacional, pues lejos de cerrarse en la intimidad del duelo, interpelan el presente desde una perspectiva con alcances históricos: “El primero fue mi abuelo. / Hay una caravana de abuelos / enterrados en la pampa argentina” (10), lo que es reforzado por la descripción espacial que oscila entre el dramatismo de un paisaje desolado que caracteriza el territorio: “Las cruces se han borrado por efecto del viento” (10), hasta la sucesión de imágenes que, como ecos de La ciudad (1979) de Gonzalo Millán, describen caóticamente el violento paisaje que instaló la dictadura y que cimentó la transición: “El país se llenó de gente sensata. / Rejas vidrios botellas quebradas sobre los cercos / duras exigencias de pago”, “Hostilidad de las altas rejas / alambres de púas portones alarmas / veloces carreteras” (23). En este paisaje ruinoso, la atomización de la sociedad cimentó la multiplicación de espacios cerrados, donde la desigualdad, la incomunicación, el aislamiento y la soledad surgieron entre sus avatares. De este modo, la ausencia aparece como la huella silenciosa del exilio: “hay palabras que se quedaron / estancadas en mi voz / que ya / no volverán a decirse” (47).
En coherencia con el conjunto de su trabajo, en el cual se despliega, según la poeta María Ángeles Pérez López, “la construcciónn distópica de un espaciocuerpo que deconstruye de modo inclemente tanto las imágenes arcádicas del sur de Chile como del cuerpo de la mujer” (119), estos poemas indagan las relaciones de identidad a partir de las dimensiones históricas y políticas del territorio. Ligia devela un espacio quebrado, ya sea en un plano referencial o simbólico, es decir, en un cuerpo que presenta propiedades orgánicas en tanto continente y contenido: “Se trata de trazar el mapa, pero desborda” (9), “Borrar a uno del mapa / No estar en el mapa / Caerse del mapa. […] No me puedo ir, mi cuerpo es el mapa” (45).
Si la figura de Ligia concentra un relato anclado a coordenadas y geografías definidas en nuestro tiempo, el origen de su nombre, en complemento, nos traslada hacia la mitología clásica. Aunque para Apolodoro los nombres de las tres sirenas contra las que Ulises resistió durante su exilio fueron Pisínoe, Agláope y Telxiepia (244), según el Diccionario de la mitología de Pierre Grimal, algunas tradiciones posteriores también las llamarían Parténope, Leucosia y Ligia. Ovidio, por su parte, las describió como ninfas mitad humanas y mitad aves, apariencia que tomaron luego del rapto de Plutón a Perséfone, así como otras tradiciones han señalado su transformación monstruosa como castigo de Deméter o Afrodita. De cualquier manera, la presencia de las sirenas respondió a un rol similar en la mayoría de las versiones: “habitaban una isla del Mediterráneo y con su música atraían a los navegantes […]. Los barcos se acercaban entonces peligrosamente a la costa rocosa de la isla y zozobraban, y las sirenas devoraban a los imprudentes” (484). Juan José Saer apuntó que las interpretaciones del mito están veladas por cierta opacidad: la monstruosa apariencia de las sirenas, lejos de la popular adaptación infantil de Hans Christian Andersen, releva la resistencia de Ulises atado a la cubierta como la encarnación del conocimiento y la razón triunfando sobre la superstición y la mistificación. Esta lectura contrasta con la interpretación del mito bajo la figura de Mefistófeles, provocada por la “transcripción cristiana del mito del saber prohibido, del imprudente doctor Fausto” (Saer 2004).
En los poemas de Rosabetty Muñoz es inevitable pensar en la sirena que Grimal asocia al sonido de la flauta, como la voz que reverbera desde el interior de una herida abierta: “Este es el país que se construyó / para esto le sacaron las uñas a los amigos / y tiraron al mar cuerpos amados / atados a rieles / trozos de concreto / para este nuevo chile amordazaron / fracturaron huesos / rompieron tímpanos / saltaron las cerraduras de las piezas donde dormían los niños” (44). En este territorio se repite el horror de la historia, donde el Estado continúa persiguiendo a los habitantes por motivos políticos, como lo demuestran las víctimas a manos de Carabineros de Chile durante los últimos meses, hechos denunciados en los reportes de Amnistía Internacional, o el abuso de poder y el asesinato en contra de comuneros mapuches durante el periodo posterior al Plebiscito de 1988, como lo ha ratificado la Corte Interamericana de Derechos Humanos en diferentes ocasiones, y donde el lamentable asesinato de Alex Lemún (Beaudry 2009) es tan solo la punta del iceberg.
A pesar de que la figura central del libro, Ligia, personifica la experiencia del exilio durante la dictadura, la poeta parece regresar al mito de Ulises para escuchar la voz de Ligia y llegar a la isla de Esqueria, a pesar de los roqueríos, el naufragio y el pedregoso territorio del olvido y la violencia: “en las palabras nuevas ya no vive / el miedo” (50). Rosabetty Muñoz ha desarrollado un consistente trabajo literario en la isla de Chiloé, su hogar, donde a diferencia del mito homérico, no ha perdido el rumbo ni guarda silencio, sino que, más bien como Orfeo, enfrenta el canto que anuncia el desastre con la vibración de las palabras.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com APUNTES SOBRE «LIGIA» DE ROSABETTY MUÑOZ
Lom Ediciones, 2019. 62 pp.
Por Patricio Alvarado Barría
Publicado en Revista ZUR, Vol.2 N°1, 2020