Ricardo Navia: Agonía
de un hombre infinito
Por Julián Gutiérrez
1.
En un mundo apropiado por seres superficiales y prácticos,
“mecanizados antropoides que viven aceleradamente, que apuran sus
copas sin saborear el licor que las llenara y que gustan de los placeres
y huyen de los dolores con tan vertiginosa como estéril velocidad”
(Saidel,1959); Ricardo Navia, constituye un poeta náufrago
necesario de (re) conocer en toda su profundidad y amplitud. Y es
que él, tal como lo señalara Andrés Sabella, no es un poeta de los
que, sentados encima de la vanidad, miran hacia
la vida, jugueteando con su ombligo: “Navia sabe que la vida es una
exigencia de sangre y existe para entenderla hasta su más pequeña
raíz, para interrogarla en su equilibrio de todo y nada” (1994). De
allí su rebeldía, estallido e inconformidad; su malestar acumulado
y su inquebrantable lucha política. De allí, también, toda la pasión
del amor y la sombría visión de la muerte, la tragedia y el desgarro
en su poesía.
Navia es un poeta trágico y desgarrado porque la vida
no le ha dado tregua. Todo lo ha perdido o ha estado a punto de perderlo.
Nació en Santiago en 1926, sufrió la tristeza y el hambre de los años
30, a los 15 años de edad enfermó gravemente de tuberculosis, estuvo
internado en los sanatorios El Peral y San José de Maipo; luego se
casó con Eva Rosenmann – Taub, sufrió la ruptura matrimonial y la
separación de sus hijos; viajó por extrañas tierras, fue perseguido
político y sus más cercanos compañeros, asesinados durante la Dictadura
militar. En su poema Autobiografía, afirma: “El capitalismo untó
de flores negras mis pupilas, / llenó de cementerios mis palabras,
/ hundió el barco de mi vida, / puso piedras en mi lengua para que
no gritara.”
Su obra poética, conformada por cuatro publicaciones
y un extenso trabajo inédito, además de representar el desarrollo
de más de sesenta años de intensa labor creativa, constituye una propuesta
distintiva y clave dentro del panorama poético chileno. A través de
un lenguaje original y directo, de un tono íntimo, existencial y derrotista,
su poesía nos habla de un ser humano maltratado, doliente y solidario,
y de un tiempo en que la miseria sopla, reina y nadie escucha: “el
hombre escondido detrás de la niebla / lanza su dolor húmedo al mundo,
/ pero nadie, nadie oye nunca nada”. Todo esto hace de Navia,
un poeta marginal, pero siempre ético y consecuente con su visión
social, política y poética del tiempo, del mundo y de la vida que
le ha tocado vivir, en sus ya más de ochenta años de existencia.
2.
Ricardo Navia forma parte de la generación de poetas
nacidos en la década del 20, a la que pertenecen, entre otros, Mario
Ferrero (1920), Alfonso Alcalde (1921), Antonio Campaña (1922), Marino
Muñoz Lagos (1925), Miguel Arteche (1926), Cecilia Casanova (1926),
Stella Díaz Varín (1926) y David Rosenmann Taub (1927). Todos ellos,
integrantes claves del proceso de renovación poética iniciado en Chile
en los años 40: “década en que se acelera el proceso de clausura o
desintegración de las vanguardias como fenómeno estructural, ante
el surgimiento de nuevas voces poéticas que buscan caminos distintos
o exploraciones divergentes”(Nómez, 2006).
Su obra irrumpe en el contexto de la lírica chilena
en el año 1948, con Las Nubes Trágicas, libro de tres poemas
que da cuenta de un sentir profundo y trágico de la existencia. En
su prólogo, Antonio de Undurraga señala: “Como dos corrientes mágicas,
subterráneas, las técnicas románticas y surrealistas se entrechocan
en forma indefinida, rítmica, en esta poesía que, en último y cabal
término, es auténticamente barroca, en el noble sentido de la palabra,
por su sed – ilimitada y vaga – tendida hacia los cuatro puntos cardinales
de la ansiedad, los sentidos y el espíritu.”
Morir, Morir, su segundo libro, fue publicado
en 1954. Lo conforman un conjunto de poemas escritos entre los años
1948 y 1951, bosquejados en un Sanatorio de San José de Maipo y terminados
en otras ciudades del país y de Argentina. Obedece a una época especial
de su vida, “a experiencias absolutamente personales y a un modo de
mirar el mundo desde el punto de vista derivado de las mismas experiencias.”
Aquí Navia, además de manifestar un avance en su desarrollo poético,
continúa manifestando una visión desoladoramente trágica del mundo
y de la vida: “Miro las calles pálidas y se van derritiendo en
sombras, van agonizando, desintegrándose a mi vista. Miro los edificios
y se convierten en humo inmóvil, en humo triste, en humo lúgubre que
cae… / Así transcurren los días, gota a gota, sordamente, los días,
los días prolongados hasta la muerte.”
De lo Profundo, su tercer poemario, publicado
en 1969 y comenzado a escribir diez años antes, cuando vivía fuera
del país, nace del insondable dolor del hombre, producto de los golpes
de la vida. Al respecto, Sergio Latorre afirma: “No están los viejos
ismos de la taumaturgia poética. No hay esa sátira cruel del amargado.
Su lírica vuelve a retomar el dolor del hombre y a esgrimirlo como
una espada negra”. En el poema titulado Hiroshima, el hablante dice:
“Hombres y mujeres por arruinadas calles, / pasáis quemados y desnudos
/ con la piel lacerada y llagas más adentro que el alma. / Balancéanse
los edificios y caen, juguetes mal parados, lo que antes fue primavera
es ahora cisco ennegrecido. / Rostros quemados, manos extendidas,
/ agonizantes labios sin lamentos, / horas inclementes, destrucción
y sangre carbonizada.”
Cumbre Detrás de la Sombra, 1994; su cuarta
publicación, presenta una serie textos divididos en cantos de amor,
de locura y de muerte. Sobre él, Edmundo Herrera afirma: “Su sentido
sublime de la vida, le hace ser terrenal, lleno de fuego y llamaradas.
Su palabra – certera como rayo – abre horizontes, narra su universo
de luces y de sombras.” En sus páginas se despliega toda la visión
de su amada ausente, el transcurrir de una vida delirante y de los
oscuros episodios de violencia y muerte producto del Golpe militar
de 1973.
Desde el Abismo el Sol Transcurre, texto inédito,
escrito en la década del noventa en un Hospital de Santiago, cierra
la agonía de este hombre infinito, asolado por la muerte y la soledad
de un mundo casi sin esperanzas: “todo es voz de sepulcros enlutados,
/ todo es húmedo y podrido hasta el delirio... / en tanto, inútilmente
/ el farol lejano trata de alumbrar”, nos dice en uno de sus poemas.
3.
Leer a Ricardo Navia es como situarse en el borde insondable
de la existencia. Su escritura, fundada en el dolor de la muerte,
nos regresa al destierro, en un ascenso cuesta abajo, sublimando lo
perdido: “Amada, tu presencia de hilo absorbido / me hiela los
ojos y mi paso extraviado / de luces muertas y cenizas cantando en
la luna”. La constatación de la muerte, permite el diálogo con
la ausencia: le penetra, habla y escucha: “En medio de la niebla,
alguien muere. / Alguien cae en medio de la niebla / y suena su mar
al estrellarse. / Todo viene cayendo como ventanas y bocas / que al
anochecer, se visten de luna en medio de la niebla.” Su poesía
habita la paradoja, en protesta y resistencia contra la inmanencia
de la razón: no trata de elegir el todo sobre la nada o el ser sobre
el no ser, sino que trata de soportar el desgarro de la muerte, entrando
en la herida. Sus poemas dan forma al dolor abriendo los bordes de
la fisura: “Cada vez, detrás de cada experiencia, abandonamos un
ojo, un labio, un trozo de mano desesperada. En los adioses se quedan
nuestros dedos helados y el pañuelo se hace carne en nuestros ojos.”
Navia no poetiza para tapar el vacío, poetiza para custodiarlo, abriéndole
el pecho. Permaneciendo, no huyendo. El poeta no soslaya ese abismo,
esa agonía, la padece y la testimonia a lo largo de toda su obra como
una profunda afirmación del mundo.