Proyecto Patrimonio - 2005 | index | Pablo Neruda | Autores |
ISLA NEGRA
EN EL CORAZÓN
Rosa
Núñez Pacheco
Desde Arequipa, Perú
La autora de esta crónica
participó del X Encuentro Internacional de Escritores realizado
en el puerto de Chañaral (Región de Atacama-Chile) desde
el 24 al 27 de octubre de 2005; posteriormente realizó una
visita a las casas de Pablo Neruda. He aquí un recuento de
su viaje por aquellos parajes australes.
Y después del Encuentro en Chañaral de Las Ánimas,
los poetas partieron hacia distintas y lejanas direcciones: Colombia,
Perú, Bolivia, Argentina y Uruguay; los que nos quedamos en
Chile emprendimos una larga travesía más al sur. En
la madrugada, bajo el tiritar de las estrellas, atravesamos el desierto
silencioso de Atacama. Entre sueños lo vimos florido, desprendiendo
sus mágicos olores de añañucas y amancaes, mientras
que, como un viejo reloj de arena, el tiempo transcurría difusamente,
trayendo a nuestra memoria el cálido recuerdo de los amigos,
de sus versos, de sus vidas, de su profunda humanidad.
Más tarde, cuando el sol estaba en lo alto y la brisa marina
nos refrescaba del ligero calor de aquellos días finales de
octubre, entramos a La Serena. Ahí también había
un puerto y a medida que recorríamos la ciudad, imaginariamente
anclamos y nos dirigimos a los valles cordilleranos del oriente en
busca de la voz de una mujer visionaria que fue reconocida con el
Premio Nobel de Literatura hace cincuenta años: Gabriela Mistral.
Con su poesía fuimos adentrándonos en su Valle de Elqui,
tierra de lagares y de montañas que arden en rojo y azafrán,
y cuyo río cristalino se une serenamente con el mar.
Luego de algunas horas más de viaje llegamos a Santiago. Atravesamos
la ciudad
subterráneamente en el metro y luego desde el vigésimo
piso de un edificio pudimos apreciarla en pleno movimiento. Casi al
frente nuestro estaba el cerro San Cristóbal, en cuya ladera
se hallaba La Chascona que, junto a Isla Negra y La Sebastiana, forma
parte de las tres bellas casas náuticas que Pablo Neruda poseía
en Santiago, Isla Negra y Valparaíso, respectivamente. Cuando
la visitamos sentimos formar parte de ese barco lleno de objetos a
los que él dio vida con su palabra: Las cajitas de música,
las muñecas, los cuadros de Diego Rivera, sus muebles, sus
poemarios, su medalla del Nobel, en fin toda su vida compartida con
Matilde Urrutia.
Pero nada se compara a lo que significó llegar a Isla Negra,
su mejor barco anclado frente al mar. En su póstumo libro Confieso
que he vivido (1974), Neruda dice que luego de regresar de España
necesitaba un sitio de trabajo para escribir su Canto general.
Fue entonces cuando conoció a un viejo capitán de navío
español que le vendió una casa de piedra a medio construir
en 1939, y él poco a poco terminó de concebirla llenándola
con su imaginación y sensibilidad poética, arrebatándola
a las olas que se estrellaban contra las rocas acomodadas en sus linderos,
o tal vez para compartirla y formar parte de esa inmensidad viva y
palpitante que bañaba las costas y que llevaba a su barco por
parajes lejanos pero no extraños a su corazón.
Al inicio del recorrido por la casa hay una inscripción que
dice: "Regresé de mis viajes. Navegué construyendo
la alegría." En efecto, esta casa invita a navegar, ya
sea viendo el océano desde sus ventanas o mirando los objetos
marinos que el poeta recolectó con una ardiente pasión.
En sus distintos ambientes pudimos apreciar sus famosas colecciones
de caracolas y de insectos, sus colmillos de narval, sus mascarones
de proa como La Medusa o la María Celeste, sus botellas de
variados colores y formas, sus figuras totémicas, sus antiguas
fotografías, sus piedras, sus barcos en miniatura, sus libros,
su caballo de tres colas, etc. Todo esto perteneció al legado
que dejó el poeta a los trabajadores del cobre y del salitre,
pero que hoy forman parte del museo administrado por la Fundación
Neruda.
Más allá de los recintos de madera y al aire libre
hay una tumba en forma de proa adornada por hermosas florecillas que
juegan con el viento proveniente del vaivén de las olas. Ahí
descansa el poeta junto a su Matilde amada. No hay un epitafio como
el de Vicente Huidobro, en Cartagena, que diga: "Abrid esta tumba:
al fondo se ve el mar"; no es necesario: Neruda era del mar y
a él había vuelto, y el mar estaba ahí frente
a nosotros. De pronto sentimos una súbita tristeza al recordar
sus últimos momentos en aquellos días lúgubres.
La muerte había invadido la primavera que él había
construido con toda su esperanza; pero ni los incendiarios ni los
guerreros ni los lobos lograron matarlo. Su poesía no ha muerto,
tiene las siete vidas del gato, como él mismo había
escrito en sus memorias póstumas Para nacer he nacido
(1978).
A un año del centenario de su nacimiento, su voz continúa
viva, nos la trae el rumor interminable de las olas y el vuelo incesante
de los pájaros; por eso miles de navegantes que van de puerto
en puerto en busca de la poesía, la encuentran palpitante y
bullente en este refugio sereno que verdea en Isla Negra como un canto
de amor intenso a la vida.
Arequipa, diciembre
de 2005
Presentación de
Aristóteles España