1.- De San Pedro de la Paz, Chile alHotel Albergo Roma. Non Stop
Llegamos con Dominga a Turín previa escala Roma un 27 de agosto de 2023. Para ella era su primera experiencia en Europa. Celebrábamos nuestro viaje de bodas, razón por la cual, nuestros cuerpos aún resentían la fiesta de compromiso celebrada en casa de mi hermana Marcela en San Pedro de la Paz, comuna perteneciente a la Región del Bio Bío en el sur de Chile. El día anterior por la tarde habían organizado un maravilloso almuerzo, regado como era de esperar, pues mi cuñado, Renzo, es un magnífico cocinero además de una leyenda de la pesca deportiva de la zona.
La excitación de ambos nos había, cual adolescentes, a precipitar el viaje, y a esas alturas, llevábamos más de 30 horas despiertos, fruto de la fiesta a la cual, casi de inmediato, le siguió un viaje en automóvil gentileza de mi cuñado Renzo desde Concepción mismo a Santiago.
Nos preguntábamos aún incrédulos ya arriba del avión aun con una resaca de antología, cómo había logrado Renzo, contra todo pronóstico, alcanzar a dejarnos en el aeropuerto, apenas una hora antes de la salida del vuelo desde Santiago, tras recorrer de noche los 509 kilómetros que separan ambas ciudades de Chile (San Pedro de la Paz-Santiago).
Al llegar a Roma nos esperaba Erick puntual en el aeropuerto con la típica pizarra con nuestros nombres. Él pertenecía a la agencia de turismo que habíamos contratado en cómodas cuotas, de acuerdo a las posibilidades del capitalismo militante y la contratación de sus servicios, había sido posible sólo gracias a una tarjeta de crédito que habíamos logrado sacar sólo unas semana antes, una vez más gracias a mi hermana Marcela, quien, desde que le habíamos comunicado por teléfono la noticia de nuestro improvisado matrimonio, se había propuesto ser una vez más nuestro ángel de la guarda.
En efecto, el sistema nos había recordado, como de costumbre, que a los escritores y docentes, como somos Dominga y este humilde servidor, que somos un factor de riesgo para el sistema bancario nacional, pero a esas alturas nos tenía sin cuidado.
La somnolencia acabó de golpe cuando Erick nos dejó frente al Hotel Albergo Roma en la ciudad de Turín[1]. Nos quedamos extasiados con Dominga viendo su frontis. Luego de mirarnos, ambos al unísono pronunciamos un nombre aún con incredulidad: Cesare Pavese. Frente al rostro de duda de Erick, nos bajamos de su auto y entramos al hall del hotel.
Tan pronto nos instalamos en nuestra habitación saqué de inmediato de mi mochila mi libreta de notas donde tan pronto nos instalamos en la habitación. Increíblemente, había anotado una cita que encontré de una crónica que había leído en el Diario El Espectador publicada exactamente tres años antes. En dicha cita anotada a mano, el escritor José Luis Garcés González, en su texto titulado “Cesare Pavese: El cadáver de la habitación 346” nos había introducido sin pausas al día de la muerte de Pavese: “El domingo 27 de agosto de 1950, hace setenta años, el conserje y el dueño del Hotel Albergo Roma, en Turín, ambos un poco nerviosos, se dirigieron con la llave maestra a la habitación 346. El hombre de gafas y de nariz larga que la alquiló el día anterior, había exigido que tuviera teléfono. Fue complacido. Sin embargo, el cliente no había llamado a la recepción, no había salido, nadie lo había solicitado. Lógico, antes de intentar entrar tocaron la gruesa puerta de madera y lo llamaron en voz alta tres veces. Quedaron a la expectativa. Les respondió el silencio. El ya conocido silencio de los malos augurios.
El cadáver era el del joven poeta, escritor y traductor Cesare Pavese, uno de los creadores e intelectuales italianos más importantes de la posguerra, e impulsor de la escuela neorrealista en cine y literatura. Insatisfecho consigo mismo e introvertido, Italo Calvino, en un ensayo de 1966, había señalado que en Pavese existía “un sombrío fondo fatalista”[2].
Dominga, junto a mí, me comentaba que en sus clases como profesora de literatura en la Universidad, había revisado junto a sus alumnos la obra de Pavese[3] el semestre pasado. Entusiasmada me decía que habían analizado en especial las últimas dos obras del escritor italiano: “El hermoso verano” publicada en 1949, por el que había recibido el Premio "Strega" y, ya póstumamente, en 1950, la obra considerada por muchos críticos como su mejor texto: “La luna y las hogueras”.
Por mientras que Dominga se desvestía en el baño antes de darse una ducha, me comenta que había leído en la “La Vanguardia”, una sinopsis del libro de Pavese, cuyo ejemplar del libro había comprado y conservaba en su oficina desde que era estudiante. Aún con voz cansada cita de memoria un pasaje de la publicación del periódico español: “La luna y las fogatas cuenta la historia de Anguilla, un bastardo crecido en las colinas y en los campos piamonteses, un siervo campesino que viaja por el mundo, hace fortuna en Estados Unidos y vuelve a su tierra como hombre cabal y respetado. Es la novela de la nostalgia de la infancia, de la búsqueda de la identidad, de la descripción de la vida rural italiana durante el fascismo y tras la guerra. Anguilla regresa después de veinte años de ausencia y decide conversar con el amigo de siempre, Nuto, para reflexionar sobre la resistencia al nazi-fascismo, sobre la relación entre amos y siervos, sobre la falta de entendimiento entre el poder de siempre y un mundo que se rebela, consciente de que cambiar no debe significar, por fuerza, dejar las cosas como estaban. Publicada pocos meses antes del suicidio del autor, Cesare Pavese no llegó a conocer la dimensión del éxito de la que fue su última novela”[4].
Cuando Dominga sale, aún algo mojada y desnuda, se acerca con sus cabellos negros y con carbones ardientes por mirada, hacia donde me encontraba acostado de espaldas en la cama. Me susurra al oído que, después de hacer el amor, con las pocas energías que nos quedaban, me mostraría sus notas escritas en su ordenador sobre un artículo escrito por Juan Antonio Masoliver, (refiriéndose a la traducción y notas que realiza Fernando Sánchez Alonso, precisamente, sobre la novela “La luna y las hogueras” de Pavese). Donde, a juicio de Dominga, hace un interesante cruce entre la obra de Pavese y la de Elio Vittorini en el siguiente sentido: “Al igual que su contemporáneo Elio Vittorini, en la escritura de Cesare Pavese hay una fuerte carga autobiográfica que se desdobla en elegía, en mito, en conciencia social y en solidaridad con el mundo campesino. A través de la lectura de los escritores norteamericanos (y, en el caso de Pavese, la dominante presencia de Whitman), las voces adquieren un mágico carácter coral, lleno de exaltación en Vittorini, cargado de desolación en Pavese. Vittorini regresa a la Sicilia natal en búsqueda del origen y, si bien constata la miseria de una tierra que ha obligado a sus habitantes a emigrar, su Sicilia está llena de hedonismo y de sensualidad. También Pavese regresa al pueblo donde nació, Santo Stefano-Belbo, y recorre las Langas del Piamonte para recobrar las raíces, para constatar también la pobreza que lleva a los personajes de sus novelas a emigrar (a Turín, a Génova, a América), pero su prosa está cargada de una intensa y dramática sexualidad, lejos del feliz hedonismo vittoriniano”[5].
Pavese y Whitman se convierten en los testigos de nuestros cuerpos enfrascados, mientras besos y gemidos se sucedieron. En ese instante, el jet lag parecía un recuerdo lejano, sólo nos abrazaba el deseo de aprovechar cada instante en el mismo hotel donde Pavese decidió detener su tiempo y dejarnos su obra, tras un dramático interludio de una fracción de segundos en la habitación 346, exactamente sobre nuestras cabezas.
2.- De Whitman a Pavese senza ritorno.
Cuando despertamos ya había anochecido, el hambre nos corroía las entrañas. Salimos a explorar la noche de Turín. Entramos a un pequeño restaurant en la Piazza Carlo Felice frente al hotel. Sobre la mesa había un cuadro con la foto de Whitman, acompañado de una cita de su célebre poema “No te detengas” incluido en su célebre libro “Hojas de Hierba”[6]. Le leo al oído a Dominga, aún sonrojada por el sexo en la habitación que nos despidió por unos instantes con las ventanas empañadas.
“No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. Somos seres llenos de pasión. La vida es desierto y oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: Tu puedes aportar una estrofa. No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre. No caigas en el peor de los errores: el silencio”.
3.- La Ruta Pavese y la Editorial Einaudi
Luego de comer con voracidad un par de platos de pasta, caminamos hacia Vía XX do Settembre. Mientras nos adentrábamos en Turín, de la mano, una suave llovizna comenzó a caer, casi imperceptible.
En ese instante, Dominga tuvo una epifanía. Cogió de su bolso y sacó un recorte impreso de su agenda. Me lo mostró. Era un artículo publicado por la periodista María Jesús Espinosa de los Monteros. Lo cogí y leí en voz alta: “Si Turín nos parece una ciudad tan triste es porque en ella se suicidó Cesare Pavese. “En Turín lloviznaba. Todo estaba fresco, melancólico y neblinoso; de no haber estado en marzo hubiera dicho que estábamos en noviembre”, escribiría Pavese en su novela Entre mujeres solas. También se refirió a Turín como una ciudad de gente vieja.
En su diario recogía así lo que significaba esta ciudad de “la fantasía, por su aristocrática perfección compuesta de elementos nuevos y antiguos; ciudad de la regla, por la ausencias absoluta de discordancias en lo material y en los espiritual; ciudad de la pasión, por su benévola propiciación de los ocios; ciudad de la ironía, por su buen gusto por la vida; ciudad ejemplar, por su sosiego rico de tumulto”[7].
A esas alturas de la noche, la misión era clara: dirigirse a la editorial de Giulio Einaudi, ubicada en la Via Arcivescovado, donde, como señala María Jesús “tuvo como empleado ilustre a Pavese”.
Cogimos un taxi y, mientras nos dirigíamos a la dirección que habíamos buscado en internet acordamos la “estrategia”: la idea era recorrer los diferentes edificios donde había funcionado la mítica editorial desde su fundación, hasta que fuera comprada por Mondadori en 1994.
Mientras íbamos en el auto hacia nuestra primera parada, Dominga leyó un párrafo más de la bella crónica de la gran periodista española: “Quizás no haya una novela que refleje mejor ese Turín crepuscular que El bello verano, una novela escrita en la primavera de 1940 y publicó en 1949. Tal y como contaba el propio Pavese, este libro narraba la historia de una virginidad que se protege. El relato cuenta la pérdida inevitable de la inocencia. La protagonista es una ingenua adolescente que, poco a poco, en aquel verano gris, va entrando en la edad adulta. Hay algo de la bohemia artística turinesa en la novela, pues Ginia -la protagonista- se enamorará de un joven pintor”.[8]
Al llegar a la primera parada la noche de Turín era profunda y fresca. En este periplo siguiendo los pasos y rastros de Cesare Pavese, encontré un fabuloso texto publicado por Juan Tallón que permite dimensionar lo que significó, no sólo Pavese en la historia de la literatura italiana y europea, sino que la Editorial Einaudi como refugio para la cultura de ante la amenaza de Mussolini, a quienes todos sus miembros, incluido Gulio Einaudi y Pavese, hicieron frente con valentía, aún a costa de perder su propia libertad como fue el caso de Pavese.
En su artículo titulado “Einaudi encendió la luz”[9], Tallón sentencia con claridad: “Italia estaba a oscuras en mitad del fascismo, y Giulio Einaudi y Leone Ginzburg encendieron la luz. Existe un tipo de iluminación que no se inventa de una vez y para siempre, sino que cada cierto tiempo hay que redescubrir. Era 1933, Giulio tenía veintiún años, y una mañana Leone, dos años mayor, fue a verlo a su casa de Turín. Ginzburg, de origen ruso, había llegado a Italia con dos años y estudiado en el liceo D‘Azeglio, al igual que Einaudi, Massimo Mila, Norberto Bobbio o Cesare Pavese”. Para luego, haciendo un balance en el mismo texto sobre la importancia histórica de la editorial que acogió a buena parte los mejores escritores italianos del siglo XX escribe: “La editorial se hizo adulta en poco tiempo y se trasladó a una rutilante sede en la avenida Re Umberto. Pavese ya tenía un despacho para él solo. En su puerta había un cartelito que rezaba «Dirección editorial». Allí leía la Ilíada en griego durante las horas de descanso, recitando los versos en voz alta. Si Leone había incorporado los rusos al catálogo, él apadrinaría a los norteamericanos. En el despacho contiguo estaba Giulio Einaudi. En esa época Natalia lo recuerda «guapo, sonrosado, con su largo cuello […]. Ahora tenía muchos timbres y teléfonos en su mesa, y no gritaba “¡Coppaaa!”. Cuando quería llamar a alguien apretaba un botón». Ya no era tímido. «Se había convertido en una fuerza contra la cual los desconocidos chocaban como lo hacen las mariposas deslumbradas bajo una lámpara».
Pavese odiaba recibir a desconocidos. Decía: «Tengo cosas que hacer. No quiero ver a nadie. Que se ahorquen. Me importa un bledo». Y delegaba las visitas en los nuevos empleados: Natalia Ginzburg, Felice Balbo, Italo Calvino, Elio Vittorini, Massimo Mila, Giaime Pintor, Franco Venturi, Paolo Serini o Carlo Levi”.
4.- Epílogosobre un sueño reencontrado.
El amanecer nos sorprendió de pronto. Turín retomaba lentamente su actividad matutina y habíamos vivido despiertos el sueño que nos legara la enorme figura de Cesare Pavese reencontrado fruto del azar.
Entramos a una tienda que recién abría por café y cigarrillos. Al salir, luego de un largo abrazo, nos miramos. Sabíamos en ese momento que, sin tenerlo previsto, (pues el objetivo del viaje era el inicio de nuestro viaje de bodas que terminaría siendo idílico hasta nuestro regreso a Chile), Pavese nos habría ofrendado un regalo inesperado: teníamos el material para iniciar la escritura de mi nuevo libro, esta vez a dúo con Dominga, quien, a su vez, obraría de editora. Respiramos profundo y el aire y la vorágine de Turín nos enmudeció de pronto. Retomamos el aliento y como nuestro anónimo homenaje a Pavese recitamos juntos de memoria su poema “Sueño” antes de volver exhaustos al Hotel Roma:
“¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan con un temblor de la sangre, con una nada. También el cuerpo que se tendió a tu flanco te busca en esta nada. Era un juego liviano pensar que un día la caricia del alba emergería de nuevo cual inesperado recuerdo en la nada. Tu cuerpo despertaría una mañana, enamorado de su propia tibieza, bajo el alba desierta. Un intenso recuerdo te atravesaría y una intensa sonrisa. ¿No regresa aquel alba? Aquella fresca caricia se habría apretado a tu cuerpo en el aire, en la íntima sangre, y habrías sabido que el tibio instante respondía en el alba a un temblor distinto, un temblor de la nada. Lo habrías sabido igual que, un día lejano, supiste que un cuerpo se tendía a tu lado. Dormías con ligereza bajo un aire risueño de efímeros cuerpos, enamorada de una nada. Y la intensa sonrisa te atravesó abriéndote los ojos asombrados. ¿Nunca más regresó, de la nada, aquel alba?”.
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Notas
[1] El Hotel Roma e Rocca Cavour, dirigido por la misma familia desde 1854, es uno de los hoteles más antiguos de Turín. Piazza Carlo Felice 60, Centro histórico, 10121 Turín.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Hotel Albergo Roma: In memoria di Cesare Pavese
Por Rony Núñez Mesquida
Escritor y Columnista Le Monde Diplomatique Chile