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Roberto Brodsky, un escritor y su silueta:
“No sé qué es el círculo literario chileno”
Por Patricio Olavarría
Publicado en El Mostrador, 14 de mayo de 2017
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Roberto Brodsky (Santiago, 1957). Escritor, periodista y guionista, vivió parte de su juventud exiliado en Caracas y hoy vive en Washington, ciudad en la que lleva varios años junto a su familia en donde reparte su tiempo entre la escritura, las clases y el trabajo que realiza como Agregado Cultural de Chile en Estados Unidos, labor que ocupa desde agosto de 2016 y en donde más que hacer cultura, debe fabricar vínculos y buscar recursos para que las cosas funcionen.
Su trabajo como escritor ha sido significativo y se ha visto coronado con distinciones importantes como el Premio Literario Jaén de novela y José Nuez Martín, ambos por “Bosque quemado” (2007). Sin embargo, también ha saboreado la ingratitud a partir de “Veneno” (2012), obra en la que retrata los grupos de escritores chilenos, y que le valió la indiferencia de sus pares, asunto que a estas alturas no le quita el sueño, y considera innecesario ventilar en forma pública.
Nuestra conversación a la distancia, no tiene un centro, y revisamos varios tópicos, porque además como el mismo señala, “no hay que pasarse la película de que encontraste tu lugar en el mundo”.
— Roberto, cómo se siente el escritor cómo Agregado Cultural fuera de Chile. Se lo pregunto porque en más de alguna oportunidad ha manifestado no sentir mucho apego a los “terruños vernáculos” o que se resiste de alguna manera a lo nacional.
— No hay mácula, dijo el I-Ching cuando el Embajador Juan Gabriel Valdés me invitó a trabajar en la Embajada y tiré los dados. Yo sigo al I-Ching como si fuera el diario de Apuntes de Canetti, y la verdad es que no se equivocó, porque ha sido una experiencia renovadora con el terruño, como dices tú. Una embajada es como la sinécdoque de un país, la parte por el todo, y me encontré no sólo con los vicios de la burocracia colonial y la típica cultura de la culpa que hay en Chile, sino también con las virtudes: solidarios, buenos para la talla, amistosos, colaborativos, aperrados con el trabajo y con ganas de que las cosas funcionen y salgan bien a pesar de que seguimos siendo un país remoto y presuntuoso, como escribió Lihn. Además de pobre en recursos públicos para la cultura.
— ¿Se puede hacer cultura desde una embajada?
— El trabajo en una agregaduría es construir puentes más que hacer cultura. Algunos amigos me dijeron que iba a sufrir mucho cuando se enteraron de mi designación, porque habían tenido la experiencia de la falta de dinero en otras destinaciones. Quizá estoy mal informado, pero soy optimista por naturaleza y creo que siempre se puede avanzar. Lo que falta a veces es hambre para hacer las cosas, porque el punto es crear las alianzas necesarias para que los proyectos puedan realizarse. No quiero hacer propaganda, pero desde que llegué en agosto a la embajada hemos hecho acciones que no tenían ningún financiamiento previo de los fondos concursables: presentamos un ciclo de Ruiz con el Lincoln Center, y hace poco, gracias a Chamila Rodríguez, rescatamos del mismo Ruiz La telenovela errante que estaba archivada en la Universidad de Duke. También co-presentamos en la Folger Shakespeare Library el libro Then Come Back, que es una traducción del poeta norteamericano Forrest Gander sobre los últimos poemas de Neruda, y en la Biblioteca del Congreso hicimos la proyección del film de Pablo Larraín y ahora último mostramos el documental sobre Bolaño de Ricardo House, además de la presentación de Sky Below, un volumen antológico de Zurita traducido al inglés por Anna Deenis, con la que hicimos un conversatorio sobre traducción que estuvo muy bueno. Quiero decir con esto que no es necesario tener millones para construir puentes, y a veces basta con la confianza para que la otra orilla te deje poner el tablón.
— No son pocos los escritores que han tenido cargos oficiales y también hay quienes cuestionan esta doble militancia ¿Cómo logra conciliar en su imaginario ambas tareas?
— El último escritor que ocupó la Agregaduría Cultural en Washington fue Fernando Alegría, el autor de Caballo de copas que estuvo en el cargo durante todo el gobierno de Allende, de modo que asumí el puesto con mucho orgullo de retomar una tradición perdida para los escritores tras el golpe del 73. Lo curioso es que yo conocí a Alegría cuando regresó a Chile a fines de los 80s por unas pocas semanas para visitar el país. Yo estaba sin pega y me ofrecieron hacer de lazarillo para este señor que escribía novelas y volvía a Chile después de muchos años de ausencia. Lo llevé a todos lados en un auto que conseguí para hacerle de chofer: era un hombre bondadoso y callado, que sabía que iba morir lejos del país que amaba. En mi imaginario personal, por otra parte, no hay doble militancia ni nada parecido. Es el primer cargo oficial que ocupo en toda mi carrera de escritor, periodista y ahora profesor universitario, y la camiseta no me pesa para nada. Por lo demás, entré a la cancha para cuidar el resultado en el minuto 60 del partido, para decirlo en jerga futbolística, y si resulta una genialidad individual, bienvenida sea porque nos iremos felices de darle una satisfacción adicional a esta hinchada maravillosa.
— Se siente más reconciliado con el círculo literario chileno con el paso del tiempo o aún hay resabios de molestia.
— No sé qué es el círculo literario chileno. Una de las últimas veces que estuve en Santiago encontré a Merino y Marín sentados en las mesitas de La Sebastiana, y supongo que eso es más o menos el círculo literario chileno. Me acerqué y saludé porque soy un caballero, a pesar de que Merino y Marín juntos me recuerdan el diario El Metropolitano. ¿Resabios de molestia con ese círculo? No, más bien resignación. No vale la pena ventilar en público el círculo literario chileno.
— El periodismo ha sido una labor importante en su trayectoria y pasó por Medios que marcaron una etapa importante como Apsi, Fortín Mapocho y Nación Domingo ¿Cuál sería su diagnóstico del medio periodístico chileno actual?
— Sufre de un delirio de grandeza de corte narcisista, agravado por un cuadro de personalidad bipolar que se debate entre ser el abogado defensor y el fiscal inquisidor de todos los sospechosos de defraudar la confianza ciudadana. Tiene un sentido de misión crítica muy desarrollado en medio del desprestigio de las instituciones, característica que lamentablemente no incluye la autocrítica sobre sus propias faltas. Como trabaja día y noche en un mercado de acusaciones, eso es parte de su desequilibrio: el que publica más escándalos, ciertos o inventados, gana premio. Este diagnóstico no es exclusivo de la prensa chilena y pertenece a la era de la post-verdad, pero el problema es que esos medios que tú señalas y donde yo aprendí a ejercer el periodismo, se crearon y existieron para decir la verdad en un contexto de mentiras, falsificaciones y censuras de todo tipo auspiciadas por la autoridad. Entonces se trabajaba con la noción de que los hechos sostenían la verdad que se reclamaba. Cuando no hay hechos, y sólo hay opiniones y opinólogos y pensamiento hablado en las redes sociales, lo que se reclama es una mezcla de agravio público y ansias de estrellato personal. Sin hechos ni contexto no hay interpretación posible, y por eso hoy domina la acusación y no la información. Tengo muy buenos amigos que trabajan en el medio, y lo único que me preocupa en verdad es que pierdan el humor en esta carga de la caballería montada que es la era de @realDonalTrump, cuya cuenta sigo religiosamente por lo demás.
— ¿Y qué opinión le merece el cierre de La Nación?
— En Chile no sobra ningún medio, más bien faltan. Hasta el año 73 existían La Nación, Clarín, Puro Chile, El Siglo, Ultima Hora, Chile Hoy, La Prensa y alguno más que se me queda. Tras la liberación del yugo marxista, solo La Nación sobrevivió, y esto porque pasó a manos de la propaganda armada del nuevo régimen. Después llegó la apertura y surgieron la revista Hoy, La Epoca, Apsi, Cauce, Análisis y Fortín Mapocho, entre otros, pero ninguno sobrevivió a la transición, salvo La Nación que se alimentó a base de pan y agua gracias al Diario Oficial. Al final La Nación era una balsa de naúfragos rodeada de tiburones, y su final fue casi anticlimático. Pero solo la falta de imaginación técnica o la deshonestidad política podría concluir de todo esto que era necesario vender al mercado o cerrar a la democracia un medio público que siempre estuvo expuesto a la manipulación.
— Cómo hombre de cultura ¿No cree que hay una carencia demasiado visible en lo que respecta a un buen periodismo cultural y literario en nuestro país?
— No hay que pedirle peras al olmo. El periodismo cultural en general y los suplementos literarios en particular reman contra la corriente. No es que la literatura y el arte hayan dejado de importar, sino que ya no están protegidos, y nunca más lo volverán a estar. Esto lo dijo Barthes a fines de los 70s, y hace rato que estamos viviendo esa profecía. No se trata tampoco de dejar morir esas iniciativas sino de regular las expectativas. Las audiencias están cada vez más segmentadas y creo que hay que trabajar en vertical y no en horizontal como se hacía antes, en que se trataba de ampliar los públicos y convertir el suplemento o la cobertura cultural en una especie de faro multipropósito que guiara tanto a los interesados como a los distraídos.
— Escribir supongo que en cualquier circunstancia implica correr riesgos ¿Cuáles serían los suyos en este momento?
— Todos los imaginables para un escritor chileno que salió a vivir fuera por sus propios medios a un país cuya lengua no es la propia. No hay garantías de nada, tampoco redes de apoyo, ni becas o empleos familiares. Estás solo con tu mujer y tus hijos y estás lejos, pero te las arreglas para escribir, publicar, leer, hacer clases. El riesgo mayor es pasarse la película autocompensatoria de que has encontrado tu lugar en el mundo. Eso no existe cuando eres escritor nacido en Chile y estás cruzado por la historia de tu país. El otro riesgo, tan peligroso como el anterior, es ceder a la tentación de volver, e imaginar que todos van a salir a recibirte con lágrimas de bienvenida en los ojos. Porque si al irte de Chile cometiste un suicidio en defensa propia, como dijo Longueira hace poco respecto a la DC, volver es tirarte una segunda vez por el balcón, al más puro estilo de El inquilino de Polanski. En este momento, el mayor riesgo está en considerar que eso es precisamente lo que te corresponde hacer como escritor: seguir el camino de los hombres perversos que vuelven a vivir a la casa que falta.
— Volcándome un poco hacia los años ochenta cuando estaba en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile y todo giraba en torno a la sobrevivencia ¿No le parece entrañable de alguna manera aquel período de resistencias?
— Entrañable, sí, pero no idealizo el período. No soy un nostálgico de la dictadura, y me gusta mucho votar, elegir, proponer. Eso es la democracia. Pasaron cosas terribles en esos años, y es cierto que la misma situación de castigo te alimentaba con una energía distinta. En ese contexto el Departamento de Estudios Humanísticos fue una escuela de vida: montábamos obras de teatro con cuatro sillas, escribíamos no para publicar sino para leer en voz alta en los patios, nos reíamos de la censura y nos escondiamos detrás de cualquier disfraz. Éramos los hermosos vencidos, para usar el título de una novela/canción de Leonard Cohen, y nunca, por nada del mundo, nos traicionábamos ni nos despreciábamos el uno al otro como se hace ahora por mucho menos. Estoy escribiendo precisamente sobre el período a partir de una investigación sobre Enrique Lihn, y me hago un lío porque debiera ser seco, frío y objetivo como lo exige el trabajo académico, pero los años 80s fueron todo lo contrario: pegajosos, sucios, desesperados, delirantes y también temibles, fantasmáticos. Si vuelvo a ellos es porque sé que fundaron, para bien y para mal, los veinticinco años que siguieron.
— Cuál es su relación con la Memoria histórica desde la escritura. Hago la pregunta desde una aparente incompetencia en este ámbito de la literatura chilena más reciente.
— Bueno, para mí la escritura es la memoria. Todas mis novelas van a dar a ese mar agitado y revuelto. Y no sé si es histórica, porque eso supone una distancia con el archivo y un método de manipulación de los documentos, y la escritura o la memoria trabajan a saltos, son infieles al objeto y se guían por los puntos ciegos, las sombras y los pliegues que va encontrando. De hecho, la memoria olvida la historia porque su pasión no es lo que ocurrió ayer sino lo que ocurre ahora, desechando todo lo que lo aparta de esa posibilidad de imaginar el pasado mientras escribe el presente del texto. Parece teoría, pero así es como funciona para mí. En México ahora están republicando Ultimas días de la historia, una novela escrita en 2001 y que cuenta los años de la UP desde el punto de vista de un adolescente. Los editores me ofrecieron la posibilidad de revisarla y hacer cambios, pero la única intervención que hice fue acortar el título. Ahora es Ultimos días, así solo, sin la historia, porque lo relevante en una ficción es su escritura.
— En lo personal, en lo que respecta a su propia biografía cómo escritor ¿En qué lugar se ubica o desde dónde le interesa hablar hoy?
— Difícil, porque me interesan muchas cosas a la vez. Lo lógico sería decir que mi lugar de hoy es el diario de trabajo, la nota breve y al paso en un Evernote que inauguré hace cosa de un par de años y donde apunto lo que se me venga, sin continuidad ni intención. Son chispas de algo. No las sigo ni las borro después, porque son como manchas que van quedando en la pantalla de la aplicación. Pero hay otras cosas, ideas de novelas que nunca se escriben. El lugar es un no-lugar, donde doy vueltas alrededor del tema de la casa. Supongo que Casa chilena es parte de eso, pero ahora alucino un poco con el proyecto de un personaje sin sombra, de alguien que ha perdido su sombra y debe vivir sin ella, es decir sin biografía, como ocurre en el relato de Adalberto Chamisso sobre un hombre que en un momento de distracción regala o intercambia su sombra por una baratija. El relato puede ser leído como una parábola de la existencia luego de la caída o pérdida del Paraíso, pero también como una indagación sobre la posibilidad de prescindir de las vanidades personales y la respetabilidad social. Me falta tiempo para abordar cada uno de esos trasuntos, pero valdría la pena hacerlo.
— De alguna manera vivir la experiencia de la escritura tiene que ver con cierto nomadismo imaginario o mental, con cierta incomodidad necesaria del espíritu ¿Ese sustrato está vigente en su mundo interno aún?
— Sí, pero mi nomadismo no es el de los felices que pasan de un artificio a otro haciendo literatura de artefacto. Para bien o para mal, yo me implico, trago tierra y polvo como cualquier otro, pero con la diferencia de que luego me separo, tengo esa urgencia y siento el desgarro de ese movimiento. Mi mundo interno no tiene que ver con ningún cosmopolitismo trasnochado ni tampoco con el nomadismo ligero y jubiloso, sino con la separación, con el acto de desplazarse fuera del lugar donde llego a estar cómodo y protegido. Ahí empieza la escritura para mí.
— En una sociedad neoliberal como la chilena muchas veces al arte y la cultura se consume más que se vive ¿Cree usted que ese fenómeno también se da en la literatura?
— Estoy seguro que sí, pero no podría argumentar mucho más ni tampoco mejor de lo que lo han hecho los estudios culturales y los teóricos de la sociología del arte.
— La generación de los ochenta, a la que usted también pertenece, muchas veces se lee como una casta cultural aburrida, ideologizada y romanticona ¿Cuál es su percepción de ese fenómeno?
— Tomo la pregunta por su conclusión: ¿es aburrida la poesía de Armando Rubio? ¿Es romanticón el teatro de Los payasos de la esperanza? ¿Es ideoligizada la performance de Rodrigo Lira en la televisión? ¿Alguno de esos nuevos críticos ha hecho el ejercicio de mirar retrospectivamente la escena de Cuánto vale el show y decodificado el gesto en donde Yolanda Montecinos le tiende mil pesos a Lira "por su esfuerzo y dedicación", como dice ella, luego de que Lira interpretara a Otello en horario de mediodía? Allí hay un punto de quiebre para evaluar la cultura de los años 80s, pero no sólo la que se hacía como protesta sino también la oficial, o ni siquiera: la popular, la dominante, la que veíamos todos, aunque no quisiéramos, la cultura de la sobreviviencia que interpreta magníficamente Lira para decir: yo en verdad no soy actor, soy poeta, y vine aquí a concursar a la televisión porque necesito sobrevivir, soy el artista del hambre. Allí hay un momento clave me parece a mí para hacer esa evaluación y levantar un juicio que no sea oportunista. Por supuesto que también hubo cosas aburrridas, ideológicas y romanticonas en los 80s, así como hay cosas soporíferas, pretenciosas y cursis en la producción de los 90s, y para qué decir en el 2000, con cada joven cineasta que busca ser el nuevo Cassavetes de la era digital.
— Sin embargo, también se podría pensar que hay cierto eslabón perdido en la familia más joven de artistas y gente de la cultura. Una cierta ausencia de relato en torno a la memoria cultural del país.
— Bueno, es exactamente a lo que me refiero cuando hablo de ese momento estelar y catastrófico a la vez que representa Lira en la televisión de los años ochenta. Es cuestión de buscar la secuencia en Youtube para entender la magnitud de ese eslabón perdido que mencionas.
—Y qué opinión le merece la idea de un canal cultural de televisión. Proyecto que está en el programa de Gobierno pero que al parecer duerme en alguna parte. Tomando en cuenta su opinión cómo periodista y también cómo alguien que ha trabajado como guionista. ¿Cómo se lo imagina, cuál sería su proyecto?
— Mi proyecto sería que a los cineastas, a los guionistas y a los dramaturgos, a los actores y a las actrices, a los diseñadores de arte y a las productoras audiovisuales, a los montajistas, fotógrafos, camarógrafos, maquilladoras y eléctricos, los dejen hacer su trabajo en la televisión cultural, porque ellos saben mejor que ningún tecnócrata y constructor de gráficos cómo hacer atractiva una imagen, cómo narrar una historia, y cómo poner de pie una programación que sea la ventana de lo que hoy es Chile, sin vacunas ni directorios tapones. Osea un proyecto de excelencia técnica, no ideológico, modestamente masivo, que trabaje las audiencias en un sentido vertical más que horizontal, como decía antes, que no invente la pólvora y sea divertido de mirar. Pero, claro, ese proyecto es otro país.
— Cómo percibe la vida cultural en los Estados Unidos.
— En problemas: Estados Unidos está en shock, vive en estado de alerta, con sus referencias desestabilizadas y polarizado internamente de un modo que recuerda lo peor de lo que Estados Unidos les ha hecho a otros países y ahora, ironías de la historia, se está infligiendo a sí mismo.
— Qué es los que más aprecias y lo que no le gusta de la sociedad norteamericana.
— Llevo diez años en este país y como soy escritor me fijo en las palabras, porque estas designan realidades o las escamotean. Una de esas palabras es accountability, que no tiene traducción en lengua romance y que no indica responsabilidad exactamente sino más bien 'responder por', 'hacerse cargo de', y apunta a lo que cada individuo hace y a las consecuencias de lo que hace, sin excusas, sin esconder la mano si tiras una piedra o acusas o robas o mientes o engañas a los demás. No es un sermón, sino una disposición, sea negativa o positiva, porque debes responder de alguna manera con tus convicciones y defenderlas. Es una palabra pública, por así decirlo, que se dirige a los otros, pero a la vez es de uso personalizado: no hay una patota detrás sino un individuo. Me gusta mucho. Es parriana sin serlo. Lo que no me gusta es lo mal que se visten las mujeres: todas con vestidos de color pastel y vuelos que parecen plumeros. Sin ser feas, se ven horribles.