Hijo de ladrón, la obra maestra de Manuel Rojas, cumple medio siglo desde su publicación. El texto se transformó en la puerta de entrada de la literatura nacional a las complejas letras del siglo XX. Escritores y críticos entregan su opinión sobre un texto que lleva a cabo el ideal artístico de su creador: hacer la vida y la escritura experiencias idénticas.
Por estos días, hace exactamente cincuenta años, un grupo de ocho personas esperaba ansioso que la librería Nascimento abriera sus puertas. Esa mañana se ponía a la venta, por primera vez, la novela Hijo de ladrón, de Manuel Rojas (1986-1973).
Uno de aquellos individuos era el escritor Alfonso Calderón, en aquel tiempo un joven impetuoso que, en su calidad de admirador del estadounidense William Faulkner y del francés Jean Paul Sartre, tenía la esperanza de que la obra de Rojas fuera el hito urgente que requería la novela nacional para renovarse. Su anhelo no se vio defraudado. "Hijo de ladrón fue un acto revolucionario en la literatura chilena tanto como la edición clandestina de Canto General, un año antes", sostiene Calderón medio siglo después.
En sus páginas halló todo cuanto esperaba: un relato vivido que aplicaba técnicas modernas a un tema criollo, consiguiendo de esa forma un libro universal que a la vez, según el crítico Naín Nómez, se interna lúcidamente en la chilenidad. Sin embargo, como suele ocurrir con todas las obras que dejan huella, las opiniones opuestas se superponen sin anularse mutuamente. Así, el cronista Luis Sánchez Latorre afirma: "Hijo de ladrón le devolvió a la literatura latinoamericana la comprensión personal, el testimonio humano, que se había perdido con la supremacía de la técnica impuesta por el conocimiento de autores de otras lenguas. Con los años uno se aburre con las novelas de laboratorio, se aburre de leer a Joyce, a Roberto Musil, todos muy interesantes sin duda, y valora más la autenticidad, la tierra, la vida simplemente".
Este libro parece tener existencia propia. Al conmemorarse el cincuentenario de su publicación, su creador es, a juicio de colegas y lectores —como alguna vez dijo el autor de Eloy, Carlos Droguett—, "el más grande novelista chileno del siglo XX, aunque él opine otra cosa".
Rojas fue un hombre de carácter reservado que no hacía aspavientos de sus triunfos. "Siempre estaba a la defensiva —recuerda Luis Sánchez Latorre—, como diciendo que él ya venía de vuelta, y por eso no se esmeraba en ser atento con los demás. Y era verdad. Su juventud fue muy dura, un día comía, otro no. En suma, era desconfiado".
A esa descripción, en cualquier caso, habría que añadirle las palabras de la doctora Paz Rojas, su hija: "Nunca hablaba demasiado de sus libros, pero sobre las personas que conocía, sí. Demostraba su riqueza interior con una mirada permanente sobre la gente; de hecho, podía estar horas dialogando con unos campesinos a la orilla del Río Maule o con los pescadores de El Quisco. Escuchaba antes que nada".
Esta cualidad de oyente se refleja, en cierto modo, en su novela cumbre. La apropiación que hizo para la literatura nacional del monólogo interior, la combinó con lo que Naín Nomez llama "la narración múltiple de la historia". "Los hechos —explica el crítico— los cuentan varios personajes al mismo tiempo y en ese sentido fue un escritor que rompió con el relato lineal que imperaba en su época". Dicha circunstancia, reconoce Nómez como lector, al principio se le presentó como una dificultad, ya que "es un libro bastante reflexivo y escaso de acción, todo el trabajo consiste en una síntesis del pasado y el futuro en tres días. Sin embargo, en mi segunda lectura me di cuenta que el lector tiene que ser activo, acompañar al protagonista, meterse en sus dudas".
El libro sutilmente se desplaza entre la ficción y la realidad. Relata sin mayor orden cronológico las desventuras de Aniceto Hevia (el alter ego de Rojas) en su viaje desde Argentina a Chile. El desamparo es completo. Al llegar a la pubertad se descubre abandonado por sus padres y hermanos y debe buscar el sustento a cualquier precio, incluyendo el delito. Comienza así un largo peregrinaje hacia las tierras originarias de sus progenitores, ambos chilenos, aunque la historia comienza después, cuando se halla en una cárcel de Valparaíso.
En la vida real, Rojas jamás practicó la delincuencia, pero sí conoció a fondo el hambre. "Supe qué era el hambre —expuso en sus memorias de infancia—, no un hambre cualquiera sino una que puede hacer llorar a un niño, no porque no le hayan querido dar de comer sino porque no hay nada que comer". Con su obra maestra, Manuel Rojas procuró convertir en realidad su gran ideal literario: hacer que la vida y la escritura fueran experiencias idénticas.
EL HOMBRE MONTAÑA
Cuenta el escritor José Miguel Varas que conoció a Rojas, cuando sólo era un niño, en una de las boleterías del Hipodromo Chile. En ese tiempo, el autor ya había enviudado de su primera mujer, María Baeza —a quien le dedicó su hermoso poema Deshecha Rosa (LOM Ediciones)—, y se había conseguido el trabajo en el recinto hípico para mantener a sus tres hijos, María Eugenia, Paz y Patricio. Varas recuerda que se acercó a mirarlo y no pudo: únicamente vio su abdomen. Rojas fue un hombre corpulento, de estimable estatura, rostro tosco y hablar pausado. Parecía una montaña. Y si bien toda su vida tuvo un credo anarquista, nunca fue un hombre violento. "Cuando se encontraba con sus amigos anarquistas de juventud —señala Varas—, ya viejos y generalmente míseros, los llevaba a su casa y trataba de ayudarlos de alguna forma".
Para Varas, la aparición de Hijo de ladrón fue "un acontecimiento literario como se han visto pocos en Chile. Por primera vez a quienes en ese entonces éramos jóvenes se nos mostraba el país real, con personajes populares auténticos, con poesía, con verdad y garra literaria".
El recuerdo que Rojas dejó por escrito de su propia obra es menos entusiasta. Según sostuvo en su Antología autobiográfica de 1962 (reeditada en 1995 por LOM Ediciones), tras la muerte de María Baeza y agobiado por las dificultades económicas, de pronto le surgió el anhelo de componer una novela. Cuando tuvo terminado el texto, tras someterlo a acuciosas correcciones en su casa de El Quisco, lo presentó en 1950 a un concurso de la Sociedad de Escritores —de la que fue presidente en 1937— y lo perdió ante la novela Infierno gris, de Joaquín Ortega Folch. El crítico Alone reaccionó ante el dictámen y acusó al jurado de compadrazgo, más aún después que se supo que sus integrantes (Carlos Préndez Saldías, Alberto Romero y Eduardo Barrios) calificaron la obra de Rojas de "procaz".
Pero no estaba dicha la última palabra. Tras una nueva revisión, y luego de cambiarle el nombre de Tiempo irremediable por Hijo de ladrón a sugerencia de su amigo el escritor argentino Enrique Espinoza, Rojas llevó su escrito a la editorial Zig-Zag, donde se lo rechazaron. Por fin logró la aprobación en Nascimento y a mediados del ´51 salió de las prensas. En la actualidad Zig-Zag tiene los derechos exclusivos de la mayor parte de sus libros y obtiene importantes ganancias con sus ventas.
El éxito de Hijo de ladrón se debió en buena medida al rudimentario, pero vigoroso marketing con que promovieron el libro los dueños de la editorial. Rápidamente atrajo a los lectores y a estas alturas, a juzgar por las innumerables ediciones (30 en español), se puede afirmar que ha sido leído por cientos de miles de chilenos y latinoamericanos ( ha sido traducida a 15 idiomas ).
LA NACIONALIDAD CONQUISTADA
La magia del libro se cristaliza, en el caso del escritor Ramón Díaz Eterovic, en una afirmación rotunda: "Es la mejor novela chilena del siglo pasado. La literatura de Rojas me conmueve más que el mundo de José Donoso. Para mí es un hito, un referente". Coincide con Ramón Díaz el poeta y narrador Enrique Volpe, quien además de concordar en lo concerniente a Donoso, destaca en Hijo de ladrón "su virilidad constante, el fatalismo de raza, esa resignación violenta que fácilmente se puede convertir en una rebeldía en que no importa morir o dar muerte cuando sucede una desgracia".
Con alguna mesura, pero similar admiración, se expresa el novelista Carlos Cerda. "Es muy sensato decir que es la novela con que Chile entra a la literatura del siglo XX", afirma. "Manuel Rojas, además, fue quien criticó en los narradores chilenos la ausencia de un mayor vuelo de ideas, de una mayor profundidad filosófica. Este cuestionamiento fue válido para los escritores viejos de su tiempo y ahora es válido para los jóvenes actuales que tampoco profundizan".
Por su parte, Enrique Lafourcade detiene su mirada en el elemento autobiográfico de la novela. Sus méritos irían por el lado de "lo coloquial, lo confesional, el adolorido vivir de los hombres de abajo, indocumentados, cesantes, solitarios. Me parece advertir en esta obra una buena parte de las señales de identidad de nuestro ser chileno".
Este punto es esencial. En verdad, Rojas nació en un barrio de Buenos Aires, pero desde niño tuvo conciencia de ser chileno. Sus padres provenían de este costado de la cordillera. En ese sentido, Hijo de ladrón se puede leer como su particular batalla para alcanzar la nacionalidad chilena, cuestión que lograría al hundirse en la misería de Valparaíso. No por capricho el escritor dijo de sí mismo: "Nada se te dará fácil".
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com LA EPOPEYA DE UN DESHEREDADO
Manuel Rojas y su "Hijo de Ladrón"
Por Iván Quezada
Publicado en La Tercera. 14 de junio 2001