GONZALO ROJAS
El despertar del
poeta
Puede parecer raro. Después de todo, a los 83 años nadie
despierta. Pero en el caso de este poeta chileno se da un fenómeno
inusual: le llueven homenajes, premios, becas y los editores no se
cansan de lanzar libros que llevan su rúbrica. Él no se queda atrás y
sigue escribiendo, viajando, arrimado a la poesía. Esta es su
vida.
Por Marcelo Simonetti
Publicado en El Mercurio, 27 de enero de 2001
...........Patiperro. Enamorado.
Demoroso. Quién diría que de niño algunas palabras se le enroscaban en
la lengua. Pero él, que siempre fue hábil, aprendió a esquivarlas, a
eludirlas con elegancia, y allí donde aparecía algún fonema duro, alguna
palabra arisca, él la suplantaba por otra mansa y dulce. Cuando no, las
emprendía a golpes contra sus compañeros y de un tris les borraba la
carcajada burlona. Así avivó su imaginación, así pudo hablar de corrido
y escribir, hace varias madrugadas, poemas como Perdí mi juventud en los
burdeles o Quedeshím Quedeshóth. Ahora la luz del día entra por una
ventana de su casa, allá en Chillán. El escritorio es un pequeño campo
de batalla, con hojas a medio escribir y libros desparramados. Su cuerpo
deambula bajo una camisa blanca, suspensores y gorra marinera que compró
en un puerto de Grecia. Es que a Gonzalo Rojas poco le importan sus 83
años. Va y viene, de un lado a otro, como un saltimbanqui. Más todavía
en estos últimos meses en los que sus libros salen como pan caliente.
¿Qué se ama cuando se ama? fue publicado los últimos días de diciembre,
en Santiago; y las librerías de Madrid y alrededores recibieron con
júbilo Metamorfosis de lo mismo, que el propio Rojas lanzó in situ hace
algunas semanas. En México, publicaron una antología suya, y un libro de
ensayos en torno a su obra, Rojas y el relámpago, acaba de emerger del
horno.
Hoy sólo Parra está a su altura por estos lados y pocos, en
Hispanoamérica, podrían ofrecer la colección de premios que adornó su
figura en la década pasada: Reina Sofía (España, 1992), Nacional de
Literatura (Chile, 1992), Octavio Paz (México, 1998), José Hernández
(Argentina, 1999). Pero acá es como si no existiera, como si fuera un
fantasma.
Apenas el teléfono da cuenta de su fama. Del otro lado del
auricular emergen voces en italiano, en francés, gente del mundo que
quiere saber de él. O que lo quiere saludar, porque este mes estuvo de
santo. Como Jeanette, una escritora mexicana, que le ha encargado a Irma
la mujer que gobierna las tareas domésticas en su casa que corte dos
rosas, las ponga en un florero con agua y se las lleve al poeta. Todo
eso vía telefónica. Desde la tierra de Rulfo.
La casa de Rojas es larga, verde y azul. Dice que hace algunos
años decidió cambiar los colores grises que teñían su hogar. Le dijo a
Hilda May, su mujer, que era tiempo de darle más vida a la
casa.
Y ella me dijo, bueno, qué quieres hacer. ¿Te acuerdas de la
muchacha de la que me enamoré cuando era un adolescente?, le pregunté.
Bueno, quiero pintar la casa del color de sus ojos. Ella tenía un ojo
verde y el otro azul explica.
Hilda May fue la mujer de su vida. La muerte se la llevó hace
algunos años, pero ella permanece ahí, en forma de recuerdo, de retrato
o fotografía. Fue alumna suya en los años en que él hacía clases en la
Universidad de Concepción, en la década del cincuenta y luego volvieron
a verse en París, cuando ella golpeó a su puerta para pedirle
ayuda.
Hilda estaba terminando una tesis sobre los surrealistas y como
yo le había enseñado algo de surrealismo en Concepción, pensó que podía
echarle una mano. Pero, claro, esa no era la razón fundamental de su
visita. Las mujeres son más agudas. Ellas eligen al hombre. Me di cuenta
de que había un contacto hermoso y ahí surgió el encantamiento cuenta.
Gonzalo Rojas llega al mundo un 20 de diciembre de 1917. Llega
oliendo las maderas de Lebu, el vaho de las minas del carbón, oyendo el
zumbido del océano. Aquello funciona en él como un sello. Todo eso lo
veo, lo registro, lo huelo, lo mismo en Pekín que en Nueva York o en
cualquier párrafo del planeta por donde uno anda.
La infancia dulce de Lebu está llena de ruidos, de imágenes.
También de muerte, que lo acecha desde temprano. La muerte es como una
niñita que camina al lado de uno, a la cual uno debiera amar y no temer,
razona. No se da mucha cuenta de la partida de su padre. Apenas tiene
cuatro años cuando Juan Antonio Rojas, minero del carbón, fallece.
Murió muy joven, el pobrecito. Bordeando los cuarenta años.
Seguramente fue a causa de esas dolencias crueles que se contraen en el
fondo de las minas.
Entonces la figura de la madre, Celia Pizarro, crece. Y nada,
nada más; que me parió y me hizo/ hombre, al séptimo parto/ de su figura
de marfil y de fuego/ en el rigor de la pobreza y la tristeza, escribe.
Viven en Concepción, donde ella desparrama a sus hijos por distintos
colegios a la caza de alguna beca. No hay dinero. Sobreviven dando
pensión a los estudiantes. Rojas está ahí, en esa ciudad hirsuta, terca
de clima, competitiva, húmeda de un liquen invisible, mediocre, en el
papel de estudiante de un internado áspero, como el descrito por
Quevedo.
Lee a Séneca, a Rimbaud, a Baudelaire. De vez en cuando debe
subirse a una banca para declamar, a voz en cuello, alguna novela de
Salgari o Julio Verne, quebrándole la mano a su tartamudez, mientras el
resto de sus compañeros disfruta del almuerzo. Es un alma impenitente,
que no sabe de amarras. Se va a Iquique arriba de un vapor. En
Valparaíso, compra Retrato de un artista adolescente, de James Joyce, y
se descubre a sí mismo en ese personaje de novela.
Su madre muere en
1940.
Transcribamos bien la escena de esa habitación: un catre adosado
a la pared, la madre ahí inmóvil sobre la almohada, pareciendo mirar más
allá de lo visible a cada uno de sus seis. Así les dijo siempre: Mis
seis, como cuando eran niños. Un destello de lucidez de moribunda para
llamar hacia sí a uno, uno entre todos, y decirle así muy bajito lo que
seguramente estaba diciéndose a sí misma: Qué divertido es todo esto.
Ese esto indescifrado como un juego oscuro, el juego oscuro de vivir
apunta Rojas.
Rojas, enamorado
El poeta se enamora a temprana edad. Primero de aquella muchacha
que pasaba corriendo por la playa y que lo miraba con un ojo turquesa y
el otro azul. Jamás me atreví a confesarle mi amor. Pensando en ella y
en otras, como ella, escribió Muchachas: Desde mi infancia vengo
mirándolas, oliéndolas/ gustándolas, palpándolas, oyéndolas llorar,/
reír, dormir, vivir;/ fealdad y belleza devorándose, azote/ del planeta,
una ráfaga/ de arcángel y de hiena/ que nos alumbra y
enamora....
Busca una mujer en medio de lo que le ofrecen los burdeles, las
aulas universitarias, las del liceo. En ese tiempo, no existía el sida
ni mierda que se le pareciera. Sí habían unos sifilones asquerosos, pero
era otra cosa. Había un encantamiento especial por ir a bailar y
participar carnalmente con las putidoncellas.
Antiguas incursiones por la calle San Pablo lo llevan a pasar
varias madrugadas en alguno de esos lenocinios.
Había ido a visitar a la muchacha de siempre, a eso de las tres
de la mañana. Me acuerdo de que ella bailaba relindo. Cuando llego
arriba, me encuentro con diez chiquillas que estaban arrodilladas, en
penumbras, con unos velones encendidos. Me dio un pavor tremendo el
saber que mi muchacha era el motivo del ritual: la estaban velando. No
tuve miedo. Sí, pavor. Me di cuenta de la fugacidad de todo y ahí mismo
escribí: (...) Perdí mi juventud en los burdeles/pero daría mi alma/ por
besarte a la luz de los espejos/ de aquel salón, sepulcro de la carne/
el cigarro y el vino.
Pero la primera historia de amor, con mayúscula, la vivió Rojas
cuando tenía veintitrés años. Se había hastiado de todo. ¿Qué tengo yo
que estar haciendo aquí, se preguntó, y antes de responderse parte al
norte, lejos de ese Santiago que siempre le incomodó está lejos de ser
Buenos Aires, le falta mito, decía. Se fue con una mosca chica, de
dieciocho años, llamada María Mackenzie. Y al poco tiempo, ambos,
amarrados por el amor y el deseo, estaban compartiendo el día a día con
doscientos mineros, sin electricidad, alumbrando sus noches con lámparas
de carbono, a tres mil metros de altura, en un campamento conocido como
El Orito.
Esos mineros eran unos locos. Me de-cían, mire, amigo, cómo se ve
el océano, los barcos. Y eran los carbonatos que entraban en combustión
directa y, en la noche, se veían como luces de barco, pero qué iban a
ser barcos si estábamos a ciento y tantos kilómetros de la costa
recuerda el vate.
A los mineros de El Orito dice Rojas deberles esa capacidad
mágica de ver el mundo. Se acuerda de cuando le decían que no cantara
porque la cordillera estaba viva y, en una de esas, se enojaba, y
lanzaba una lluvia, o algo peor, para aplacar el desafinado canto del
poeta. Allí se queda un año y medio, hasta que los dueños de la mina le
piden la libreta de matrimonio, que nunca tuvo, porque sólo se casaría
tiempo más tarde, con otra mujer. Debe irse con la muchacha, que ya
llevaba un crío suyo en el vientre Rodrigo Tomás, pero antes escriben un
capítulo de antología.
Fue a ella a la que se le ocurrió. Un día me dice: Sería bueno
enseñarles a leer a estos mineros que llegan sudados por las noches.
Pero, ¿cómo lo hacemos si no hay silabarios y no somos maestros?
Hagámonos los maestros. Pero cómo convencía yo a esos mineros díscolos,
abrutados, sin luces... Me acuerdo haber comprado unas veinte botellas
de pisco y así, tomando tragos, todos felices, yo les dije que les iba a
enseñar a leer. Ellos se reían y me decían, ¿para qué vamos a aprender a
leer? Entonces leí unas frases que aparecían en un libraco que yo había
echado a la maleta antes de partir, Vidas, opiniones y sentencias. Leí
frases de Thales de Mileto, de Anaximandro y de otros filósofos
presocráticos. Ellos me tenían que decir cuál de esos era el bueno.
Eligieron a Heráclito. Pusimos esas frases en unos cartones que mi
muchacha había comprado en la pulpería y les hemos enseñado a leer en el
silabario de Heráclito a los mineros del cobre.
Palos y palos
Rojas cruza puertas y umbrales de su larga casa. En cada rincón,
en las paredes, hay rastros de su paso por el mundo, de sus amigos. Un
retrato de César Vallejo, si Juan Antonio Rojas fue mi padre biológico,
así también me engendró a escala imaginativa, ese gran poeta peruano;
hay otros ilustres como Cortázar, Huidobro, la Mistral. Está fray
Andresito, tallado en madera, y una milenaria virgen de la China, a la
que le falta un brazo. Un póster invita a un recital poético, en España,
y su nombre figura al lado de Ray Loriga: Eran puros chiquillos y
entremedio de ellos, yo, con más de setenta años. Los ojos de Picasso,
en blanco y negro. Una modelo de Man Ray besándose con otra chica. La
cortina del baño llena de mujeres desnudas. Y la cama, la cama
china.
Esta cama tiene 270 años. Imagínate cuánta gente ha parido y ha
muerto en esta cama. Mira acá, mira ese palo y se agacha para espiar
debajo del catre, ¿lo ves? Es para la fertilidad, si estos chinos eran
maestros.
La cama tiene dos espejos. Uno en la cabecera y el otro a los
pies. Ese mandarín hizo de todo en esta cama con espejos, con dos
espejos/ hizo el amor, tuvo la arrogancia/ de creerse inmortal...,
escribe en uno de sus poemas. Rojas retoza sobre las sábanas blancas
igual que un bebé. Desde allí vuelve a hacer recuerdos. Y, por enésima
vez, reitera que su primer libro, La miseria del hombre (1948), ha sido
el libro más horrible que se ha publicado, porque la imprenta Roma, que
lo editó, hasta ese día sólo imprimía programas de circo y
afiches.
Tardará dieciséis años en sacar un segundo libro, Contra la
muerte. Nunca tuve esa impaciencia por publicar, tampoco afán de éxito.
Todo lo contrario, siempre me ha parecido una desmesura, cuenta. Bastan
esos dos libros para que el poeta chileno se gane un espacio. En el
Congreso de Escritores de La Habana, celebrado en 1968, Julio Cortázar
lo presenta así: Estoy hablando de Gonzalo Rojas, que le devuelve a la
poesía muchas cosas que le habían quitado.
Rojas, el exilio
Quiere a Chile, Rojas. Pero quiere más a los chilenos. Su hijo
Gonzalo, quien nació del matrimonio con Hilda May, recuerda los días en
que la familia vivió lejos del país: El papá siempre echó de menos
Chile. No las empanadas ni el vino tinto. Él echaba de menos el ruido de
las calles, la voz de la gente, el casero que le ofrecía duraznos, ir al
mercado, los maestros chasquillas.
Tanto quiere a su país, Rojas, que, aún cuando podría vivir en
cualquier lugar, sigue anclado a la calle El Roble, en
Chillán.
Mucha gente dirá, ¿por qué este viejo de 83 años, que tiene su
fama, su pequeña gloria, no se queda a vivir en Alemania o en España,
donde tiene su premio Reina Sofía; por qué no en Estados Unidos, donde
trabajó por espacio de veinte años? Lo que ocurre es que me gustan mucho
estos parajes.
No es que haya conocido pocos lugares. Ya en 1959 viaja a China e
incluso conversa de literatura con Mao Tsetung. Me maravilló esa China
con menos de diez años de vida comunista. Era una sociedad muy
entretenida. Muy parecida a la primera época de la revolución cubana.
Después se pusieron aburridos, esquemáticos, muy
sovietizados.
Volverá a China, varios años después, como consejero cultural del
gobierno de Allende. Y más tarde recala en Cuba. El golpe de Estado lo
sorprende en La Habana, a punto de asumir como embajador. Son años
duros. Le quitan la nacionalidad y un decreto del 19 de octubre de 1973
lo expulsa de todas las universidades, por ser un peligro para la
seguridad interna. Qué peligro iba a ser yo, replica Rojas, cuyo cuerpo
no se eleva más allá del metro 67.
Se exilia en Alemania Democrática, donde le asignan una cátedra
en la Universidad de Rostock. Su condición de Herr Professor le otorga
uno de los mejores sueldos en la sociedad germana, pero la vida se le
torna un infierno. Las autoridades se las arreglan para que él no haga
una sola clase en ese año y los sectores más duros del exilio chileno lo
consideran enemigo del pueblo.
En medio de esa depresión, escribe Domicilio en el Báltico: (...)
Envejecer así, pasar aquí veinte años de cemento/ previo al otro, en
este nicho/ prefabricado, barrer entonces/ la escalera cada semana,
tirar la libertad/ a la basura en esos tarros/ grandes bajo la
nieve....
Renacerá, de alguna manera, una vez que logra salir de esa
Alemania. Ayudado por su amigo Octavio Paz y, bajo el artilugio de
pasaportes adulterados, abandona el país junto a su familia. Vuelve a
América Latina, a Venezuela exactamente. Un nuevo libro suyo aparece en
librerías, Oscuro. La vida le vuelve a sonreír y por las noches sale a
caminar con su hijo, una, dos horas, por el barrio de Folinas de
Bellemonte, en Caracas, y le conversa de los griegos, de los romanos, de
literatura, de política. Se siente en casa, aunque tardará algunos años
antes de afincarse definitivamente en su Chillán de Chile. Los elogios
llueven, las cátedras en universidades norteamericanas, los premios, los
homenajes, la recompensa tardía que no servirá para tapar la muerte de
su compañera de vida, Hilda May, en 1995.
Rojas camina sin grandes dificultades. No parece llevar encima
los 83 años que confiesa. Mira una foto de Picasso coqueteando con una
muchacha y dice que el tiempo es una cosa pequeña, insignificante, ¡mira
a este hombre, si es un chiquillo!. A pesar de eso, él no se hace muchas
ilusiones: A esta edad, uno no puede pensar en vivir diez años más.
Pueden ser tres meses. Por eso he ido escribiendo desde hace tiempo unos
cuadernos, deben ser más de cien, llenos de visiones, miradas, que van a
constituir mi testamento. Casi todos los días anotó algo, en prosa. Esos
cuadernos se los voy a dejar a mis hijos para que vean qué hacen con
ellos.
Y Dios, Rojas. ¿Usted cree en Dios?
Yo creo en mi Dios y le hablo despacito. No hay que hablar fuerte
con él. En mí funciona un juego medio místico. Cuando la gente lee mis
poesías de amor, dice: ¡cómo va a ser místico, este señor, casi
libertino! Bueno, místico concupiscente, si tú quieres. Además, creo que
el encantamiento amoroso y hasta el acto sexual es sagrado. Nadie puede
andar diciendo que se trata de una profanación, ¡profanación de qué! A
mí la culpa no me funciona y no tengo la culpa de que no me funcione.
¿El pecado? Menos.
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