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“De lo que bien amas no te privarán” o “Un caracol nocturno en un rectángulo de agua”:
Alameda tras las rejas, de Rodrigo Olavarría [2]
(Santiago, La Calabaza del Diablo, 2010)

Por Javier Bello
Universidad de Chile
Publicado en Taller de Letras, N°52. 2013




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Cuando el autor de Alameda tras las rejas (Olavarría 2010) afirma que el libro que escribe no es literatura, sino tan solo un libro, nos sitúa ante el conocido tópico de la decepción del oficio de las letras, de su desprestigio a partir de la época moderna. Pienso en el famoso poema de Paul Verlaine que se titula “Arte poética”, donde “[…] todo lo demás es literatura”, todo aquello que no sea “[…] la canción gris,/ donde lo indeciso se une a lo preciso” (Verlaine: 49-51, versos 36 y 7-8), donde lo vago y lo exacto conviven al mismo tiempo. Ni el negro ni el blanco, sino lo gris sería aquello que define, creo yo, la tonalidad de este libro, muy cerca de esa luz amarilla en la que los ciegos, según explicaba Borges, perciben un mundo de sombras.

El sujeto que escribe en estas páginas no se encuentra en la oscuridad total, pero nunca puede descorrer por completo la cortina, abrir la ventana o la puerta de la habitación en que escribe. Su mundo es ese ámbito cerrado, circular, borroso, borroneado si se quiere, pero también delicado y sugerente, tan preciso como al mismo tiempo fugaz , que se desliza entre los libros y los discos, y también entre los géneros y los tonos. Prosa y verso se combinan, como lo negro y lo blanco en el gris de Verlaine, y ambos abordan, entrecruzándose, lo poético y lo prosaico, lo literario y lo oral, lo elevado y lo bajo, lo extraordinario y lo cotidiano. La intensidad de lo bizarro, resulta, claro está, de la extrañeza de tal mezcla.

Se trata de un libro cuya circularidad reside en el motivo permanentemente reiterado de la ficcionalización de su propia escritura: en la primera escena observamos en tiempo real, con los ojos del narador, por sobre el hombro del poeta, cómo este escribe el párrafo inmediatamente anterior, que abre el volumen y que recién leímos. Alameda tras las rejas se cierra sobre este mismo motivo, reflexionando a partir de la expresión con que Saint-Pol-Roux calificó el universo: la escritura es aquí “una catástrofe tranquila”[3], lo que también dice mucho del tono con que en estas páginas casi todo parece trizado, a punto de derrumbarse, en un equilibrio precario sostenido apenas por algunos lábiles hilillos discursivos.

Más que una caída, como nos muestra la portada del libro –en ella, la silueta del autor, el propio Olavarría en efigie, se precipita sobre un fondo de gongorinas llamas amarillas-, el recorrido del sujeto a lo largo del volumen es el de alguien que está sentado escribiendo en una habitación o camina en círculos dentro de ella, o recorre una calle, un barrio, una ciudad, que son una extensión de la pieza donde vive el poeta, no como un león enjaulado, sino como un fantasma que se escapa de su prisión transformándose, disolviéndose, volviendo a aparecer[4]. La canción de lo gris es la de un mundo de matices, que transforman todo en el espectro de sí mismo, su doble incierto, su pliegue, su doblez. Vemos a través de los ojos sucios, borrachos, del Pintor Pereza, mediante el vaho de los pinceles que se esfuman como cigarros en el poema de Pezoa Véliz, nublando la mirada[5].

Hay en este libro, sin embargo, otro territorio, que no es el espacio del encierro: un lugar en el Sur –como es de prestigiosa costumbre hace ya tanto en la poesía chilena–, el territorio fundacional de la imaginación y del mundo, al que el poeta ya no puede acceder. A este sitio, que el poeta-niño recorría en bicicleta y del cual conocía, sin necesidad de mapa, cada piedra, cada árbol y todos los nombres, puede regresar, pero ya no de la misma manera: no son los mismos, ni el territorio sobre el que se ha construido un nuevo Chile, ni el sujeto que ha perdido, después de Santiago –presente la reconocida historia, en nuestras letras modernas, del autor que emigra a la capital[6]–, después del amor y el desamor, el vínculo perfecto entre las cosas y las palabras. Parte sustancial de la melancolía que da vueltas sus aspas crepusculares en este libro se corresponde con la conciencia de esa sustitución, el poeta sabe que ese lugar y esa vida, y las palabras que los sostenían, son ya irrecuperables.

Alameda tras las rejas, que declara no ser literatura, es, sin embargo, un libro plagado de citas, algunas explícitas y otras tácitas, que saltan como conejos interrumpiendo la lectura a cada paso, borran los límites de la propiedad de la escritura, cualquier atribución de originalidad sobre su autor, pero a su vez lo incorporan al infinito diccionario borgiano y barthesiano de la literatura, la cultura y sus combinaciones, el que Olavarría sabe manejar con elegante entusiasmo, casi con desgano a veces, y otras hasta con melancólica displicencia, con el espíritu desmoralizante del ennui, con el tedio baudelairiano que cualquier finisecularidad, cualquier posterioridad estética, demanda –al menos una provocación a una tradición lírica tan sintomáticamente fundacional y mesiánica como la nuestra-. Sin embargo, la poesía aquí no se queda tras las rejas, sino que logra escaparse entre ellas, como el fantasma del que hablábamos más arriba, para reconocer su lugar posterior, secundario, reflejo, pero a la vez su apremiante necesidad para la constitución de una realidad posible para el sujeto y el mundo.

No se trata, creo yo, tampoco, de “la vida misma”, pretensión de inmediatez de una literatura que no reconoce la “ilusión” de su condición fictiva. Se trata de la historia de una historia de amor, una recomposición de fragmentos que el sujeto recoge de su memoria, pasado ante el que establece una distancia. Todo aquí es doble, como establece Roman Jakobson (Jakobson 1998) respecto de la situación comunicativa de la obra literaria: el acto de escritura, el autor, el apóstrofe lírico, el mensaje, incluso nosotros, los lectores. Se trata de un libro que nos hace presente nuestro propio doble, nos desdobla, se apodera del nosotros, con elegante insistencia nos va desplazando de a poco, nos cambia. Más bien, no nos deja acostumbrarnos. Como conejos, ningún género se queda aquí quieto, ninguno se mantiene estable: novela, poema, cuento, carta, correo electrónico, diálogo en el vacío, cita, paráfrasis, écfrasis, etc. Incluso hay algunos que se nos tienden como una trampa, como el del diario de vida, con sus fechas bien dispuestas, para hacernos creer que son lineales la forma y el tiempo circular que dominan el libro.

El trayecto entre las calles Diagonal Paraguay y Rosal representa en la fragmentada narración de Alameda tras las rejas un recorrido reiterado que centra la representación del espacio ciudadano. ¿De qué idea de ciudad y de ciudadanía nos hace partícipes el autor, sino la de tiempos fantasmales, en los que la historia parece una imposibilidad con la que no podemos hacer contacto? Este trayecto siempre se inicia y desemboca en la habitación donde con “observación y estudio” (Olavarría: 8) el poeta intenta reproducir su propia historia de amor. Allí cada vacío tiene un nacimiento, un espacio y una muerte, no el vacío existencial o metafísico, sino los vacíos, pequeños, acariciables fetiches que pueden ser ordenados, como libros o discos, en un estante. Son ellos los que acompañan al poeta en “esta vida de márgenes imprecisos” (Olavarría: 9) y terminan por traicionarlo, desfondándolo.

Este libro intenta componer las partes de un relato que recuerda, más de lo que el sujeto quisiera, el desastre de esa historia de amor. Represión, latencia, regreso de lo reprimido, por supuesto también análisis en el diván, laboratorio y mesa de disección, relato que intenta intervenir el trauma. Yo también, parece decirnos, como escribió Enrique Lihn en el poema “Porque escribí”, “leí, con obscena atención, a unos cuantos psicólogos” (Lihn 2008: 66-8). “Duelo y melancolía” de Sigmund Freud (Freud: 2000), para ser más preciso, dos imprescindibles y consustanciales términos que rondan cualquier lectura que uno quiera esbozar a partir de lo que aquí queda escrito.

Doris Sommer afirma que la nación se constituye en los relatos hispanoamericanos del siglo XIX como una historia de amor, una pareja heterosexual que intenta reconciliar las diferencias irreductibles entre sexos, géneros, etnias, clases, biografías, culturas (Sommer 2004). En todo el libro de Olavarría la pareja no se ve nunca, nunca se la presenta unida en el presente de la narración, pero se habla constantemente de ella, es el epicentro de una historia oculta que se intenta desvelar, representa los restos, todavía parlantes, de un cadáver que el sujeto trata de reconstituir, como si fuera un rompecabezas, a partir de la violencia que la unió y la destruyó. Escuchamos el ruido de una batalla, una guerra, tras la puerta del departamento, en el recorrido por la ciudad. La geopolítica de la vida del ciudadano y la pareja en Alameda tras las rejas me parece un intento de conectarse, a través de un mapa dudoso, borroso, inaprensible, con una geopolítica del país y más aún, en su revés, con su cuerpo doloroso, ahora anestesiado. La pareja es en estas páginas todo aquello que no puede ser, la imposibilidad de todo orden de cosas, de los proyectos individuales y colectivos, de la proyección estética y la política. Es una figura mixta, un personaje (des)compuesto, al igual que las dos personas que la integran. La amada es la contraparte del autor naturalista que intenta definirla, explicarla, atribuirle causa, efecto, origen, entorno, sin nunca lograrlo, autor que finalmente cede ante el poeta impresionista que habita también en el sujeto, su otro verlainiano.

Cuando el autor inútilmente intenta rearmar la figura de la amada y se da cuenta que la ha perdido para siempre, asistimos a la escritura del trabajo del duelo. Cuando descubre que la ha perdido y no sabe lo que perdió, lo que perdió en ella, observamos los síntomas del padecimiento melancólico. Uno de los poemas centrales del libro articula este no saber basamental a partir de la ajenidad múltiple de la amada:

[…]
Tengo que mantenerme despierto
al menos dos horas

Mantenerme lúcido si hacer
esto es estar lúcido

Con la duda constante de
saber quién es ella

Porque digámoslo una vez
y claramente, no lo sé

Está ella que duerme conmigo
y me quiere un poco

Está ella que me quiso todo
lo que pudo y ya nada

Está ella que yo quisiera que
llamara y no lo hace

Y ELLA es una mezcla de ellas
tres y de otras

Como por ejemplo ella que
siempre desaparece

Ella que cuida un dinosaurio
en su mesa de noche

Ella que a veces viene pero
huye siempre antes de tiempo

Escribiré este libro para encontrarla
me dije y es verdad

Pero ELLA no estaba ni aquí
ni allá ni entre medio

[…] (Olavarría: 10)

Esto que el poeta ha perdido en la amada, aunque le es desconocido, implica una ausencia imposible de soportar, y la identificación del amante con aquello lo impulsa a devastarse y destruirse. Víctima de sus propios impulsos incontrolables, el poeta disfraza sus actos suicidas con la indolencia que reviste a los lapsus linguae y los actos fallidos. Al mismo tiempo que se lanza a la calle, intenta corregirse: “No saltes por la ventana de una micro en movimiento” (Olavarría: 11), se dice, se obliga a repetir mil veces, al final del mismo poema que recién citábamos, como si fuera un castigo en el pizarrón colegial.

La amada, nos dice el libro, era para el sujeto el único orden posible, aunque este siempre fuera caótico. Ella representaba el orden, de la misma manera que la metáfora es el orden del lenguaje, afirma el autor, según un artículo que, nos cuenta, ha leído. Así, la escritura intenta reconstituir, por medio de las formas del decir, la metáfora perdida –lo único, lo extraordinario, lo sublime, lo poético– desde la multiplicidad de las referencias, desde la dispersión y el descontrol de lo exterior. La amada –al igual que el territorio originario– representa una utopía del nombrar que, en el presente del poema, debe ser sustituida. Su ausencia y también la de aquello que el sujeto ha perdido en ella, cuestión que a su vez desconoce, detona en el texto una disputa irreconciliable entre diversas maneras de decir, que resulta, para todos los efectos, crucial:

En vos llamé rubí lo que mi abuelo llamara labio y jeta comedora. Yo en vos ya no llamo páramo encendido lo que ahora pertenece a mi memoria. Yo no sé cómo mi hermano llama lo que en vos llamé agua que me toca con los ojos cerrados. Tampoco sé cómo mi padre llama lo que en vos llamé caligrama de las aguas flexibles. Menos aún sé cómo mi abuelo llamó lo que en vos llamé oscuridad con puñales erguidos (Olavarría: 73-4).

“En ti solo, en ti solo, en ti solo”, escribió César Vallejo en el conocido poema que comienza con el verso “Confianza en el anteojo, no en el ojo…” (Vallejo: 216-7). “En vos”, solamente en ti se encuentra lo que antes llamé y ya no puedo nombrar, nos dice el amante doliente. No sé, continúa, cómo mi hermano, mi padre y antes mi abuelo llamaron aquello que yo llamé en ti, aquello que ahora resulta innominable, ese saber que desconozco y que ya solo pertenece a la memoria. Observamos así la pertenencia del sujeto a este linaje masculino, cuyos miembros nombraron las cosas, operación en la que el poeta fracasa. Este se distingue y se diferencia a partir de su forma deficitaria de decirlas: porque solo las nombró “en vos”, en ella, y porque no sabe, no conoce, como declara, la forma en que las llamaron los otros. Ambos, pareja amorosa y lugar de origen, son irrecuperables como formas del nombrar, del orden patriarcal del decir, de su manera de representar el mundo.

Las maneras de nombrar son, por lo tanto, en Alameda tras las rejas, formas abandonadas, restos irrecuperables que dan cuenta de la inconsistencia e incoincidencia general en el orden simbólico de un mundo donde lo perdido se cuela por los bordes, los escondrijos, las trizaduras de las representaciones normativas, de manera indecisa y precisa a la vez, como propone Verlaine. Es este mundo –“esta vida de márgenes imprecisos”, esta “catástrofe tranquila”– la que determina el adentro y el afuera de la intervenida y discontinua habitación donde los vacíos, pequeños tokonomas, parecen bien dispuestos, a resguardo, como un orden que a la vez revela el punto de fuga de lo perdido y a la vez lo mantiene en sordina.

En este libro de Rodrigo Olavarría podemos encontrar imágenes cuyo irracionalismo devela una inconciente pero insistente y pulsional atracción por lo que Jacques Rancière llama “la palabra sorda” (Rancière 2006), aquella fuerza que no dice nada y que intentan representar los sujetos seducidos por su propio deseo de destrucción y disolución. Se trata de la negatividad que interrumpe y anula la posibilidad del relato, la recuperación del trauma, las modulaciones significantes del decir y del representar, que somete al pathos melancólico a una circularidad que persiste en no identificar el objeto y en disgregar definitivamente al sujeto. Por eso, en Alameda tras las rejas el poeta, más allá del pensamiento discursivo, es el portador de la noticia de lo indecible de su propia oscuridad. Así como se diferencia del “bien decir” de las figuras tutelares del lugar de origen, se separa también del antropólogo, del sociólogo, del periodista, del detective, del doctor, del terapeuta, el filólogo, el editor y el primer hermeneuta de su propia escritura, personajes que también, a su vez, son él mismo en su labor de otorgarle palabra al mal individual y colectivo que padecen sujeto y sociedad, leer lo oculto, escuchar y otorgar voz a lo callado.

Más allá de estas (im)posibles correspondencias, el poeta intenta aquí poner nombre a aquello que verdaderamente amó y perdió con la desaparición de la amada y que nos comunica no con las formas ciertas de lo que puede y debe ser dicho –aquello que los otros, como él, ignoran, y de lo que sus lenguajes no pueden dar cuenta–, sino con las formas de un decir que no dice, palabra que se inmiscuye en el territorio autónomo del deseo, detrás de la línea asíntota del lenguaje, donde late lo que ahora es ajeno y, debido a su opacidad intransferible, no es reductible a la representación: “agua que me toca con los ojos cerrados”, “caligrama de las aguas flexibles”, “oscuridad con puñales erguidos”, es decir, el indefinible poético, lo que José Lezama Lima dispuso como “un caracol nocturno en un rectángulo de agua”.

 

 

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NOTAS

[2] La primera cita del título de esta reseña corresponde al Canto LXXXI de Ezra Pound (Pound: 2268-87); la segunda es una definición de la poesía del poeta cubano José Lezama Lima (Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas: 20).

[3] “L´Univers est une catastrophe tranquile” (Saint-Pol-Roux: 1).

[4] Prisionero, esclavo, soldado, vigilado por la policía, son algunas de las figuras que le sirven al autor para autocalificarse: “[…] la especie de combate que se libra en el libro, donde el autor se ve a sí mismo como un esclavo o, también, como un soldado en la trinchera de una guerra alegórica”, afirma acertadamente en una reseña sobre Alameda tras las rejas el poeta Leonardo Sanhueza (Sanhueza: 38), asociando la batalla amorosa –“la imposibilidad del amor”– con aquella que en las páginas de Olavarría protagonizan el libro real, el que sujeto declara estar escribiendo, y aquel que quiere escribir, el libro ideal, que no existirá nunca.

[5] Pezoa Véliz, Carlos, “El pintor pereza” (Nómez: 256-8). Citamos: “Cerca de él, cigarros fingen los pinceles,/ sobre la paleta de extraño color:/ […]/ Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma/ en una cachimba de color coñac,/ y mira unos cuadros repletos de bruma/ […]/ El pintor no lee. La lectura agobia,/ y anteojos de niebla pone en la nariz;/ Juan odia los libros, ve horrible a su novia,/ y todas las cosas con máscara gris./ […]” (versos 9-10, 17-9 y 21-4).

[6] En este sentido podemos establecer otra asociación con el poema de Pezoa Véliz anteriormente citado: “[…]/ La madre está lejos. A morir empieza,/ allá donde el padre sirve un puesto ad hoc;/ […]/ Hace ya diez años que en el tren nocturno/ y en un vagón de última dejó la ciudad;/ […]” (versos 69-70 y 73-4).

 

 

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OBRAS CITADAS

-Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1971). Interrogando a Lezama Lima. Barcelona, Editorial Anagrama.
- Freud, Sigmund (9ª reimpresión de la 2ª ed., 2000 [1917 [1915]]). “Duelo y melancolía”. En: Obras completas. Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu Editores, tomo XIV: 235-58.
-Jakobson, Roman (1998). “Lingüística y poética”. Trad. de María Teresa La Valle. En: Jakoson, Roman et al. El lenguaje y los problemas del conocimiento. Buenos Aires, Rodolfo Alonso Editor: 9-47.
- Lihn, Enrique (2ª ed., 2008 [1969]). La musiquilla de las pobres esferas. Santiago , Editorial Universitaria.
- Nómez, Naín (1996), comp. Antología crítica de la poesía chilena. Santiago, Lom Ediciones, tomo I.
- Olavarría, Rodrigo (2010). Alameda tras las rejas. Santiago, Libros La Calabaza del Diablo.
- Pound, Ezra (2002). Cantares completos. Ed. bilingüe de Javier Coy y trad. de José Vázquez Amaral. Madrid, Ediciones Cátedra, tomo III.
- Rancière, Jacques (2006). El inconsciente estético. Trad. de Silvia Duluc, Silvia Costanzo y Laura Lambert. Buenos Aires, del Estante.
- Saint-Pol-Roux (1893). “Liminaire”. En: Reposoirs de la procession. París, Ediciones del Mercure de France: 1-24.
- Sanhueza, Leonardo (2010). “Alameda tras las rejas”. Las Últimas Noticias. Santiago, 3.11.2010: 38.
- Sommer, Doris (2004). Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina. Trad. de José Leandro Urbina y Ángela Pérez. Bogotá, Ediciones Fondo de Cultura Económica.
- Vallejo, César (1982). Obra poética completa. Introducción de Américo Ferrari. Madrid, Alianza Editorial.
- Verlaine, Paul (1994). Poesía completa. Trad. de Ramón Hervás. Barcelona, Ediciones 29, tomo II.



 

 

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