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Los íntimos cuadernos de
Rodrigo Olavarría: un esclavo
combatiente fronterizo
Por Constanza Ternicier Espinosa
Universidad Autónoma de Barcelona. Barcelona, España.
contiternicier@gmail.com
Publicado en AISTHESIS Nº 61 (2017): 189-207
Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile
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Resumen
Los cuadernos de Rodrigo Olavarría (1979), enunciados desde el diario íntimo o el carnet de escritura, poseen una estructura similar: una ruptura amorosa, un viaje motivado por el duelo y la alusión al amor como una excusa difuminada entre miles de lecturas a través de las cuales se develan las posturas del artista. Él se sacrifica por su ejercicio y vive conectado al presente de su cotidianeidad. Sin embargo, es capaz de exceder el encierro de escritura donde el yo se enfrenta a sí mismo para intentar asir el pasado, la memoria y el entorno. Su sacrificio lo convierte en un estoico, un esclavo, un combatiente. Desde tales arquetipos, y dado su peregrinaje, arranca la lectura política propuesta en el presente artículo.
Palabras clave: intimidad, autobiografía, carnet de escritura, estoicismo, narrativa chilena reciente.
Rodrigo Olavarría’s Intimate Notebooks: a Combative Slave at the Borders
Abstract
Rodrigo Olavarría’s notebooks, formulated as intimate diaries or notebooks, have a similar structure: a romantic breakup, a journey moved by grief and the reference to love as an excuse that fades among thousands of readings through which the artist’s identity and stance are revealed. He sacrifices himself for his exercise and he lives connected to the present of his daily life. However, he is capable of exceeding the isolation of writing where the self faces itself and attempts to cling to the past, memory and the environment. His sacrifice turns him into a stoic, a slave, a fighter. Such archetypes, and his pilgrimage, are the starting point of the political reading approach proposed in this article.
Keywords: Intimacy, Autobiography, Notebook, Stoicism, Recent Chilean Narrative.
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¿No he hablado de estar parado ante un umbral y de traspasarlo?
Rodrigo Olavarría, Cuaderno esclavo
Introducción
Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1978), poeta y traductor, se aventura en la narrativa con Alameda tras las rejas (Calabaza del Diablo, 2011) y Cuaderno esclavo (Hueders, 2017), aún inédito, pero valioso para completar el análisis que aquí nos proponemos.[1] Intentaremos demostrar cómo la intimidad que el autor desarrolla autobiográficamente en sus diarios o cuadernos de notas acaba evidenciando una realidad política aplastante y frente a la cual es difícil sobrevivir o adaptarse. Ambos cuadernos poseen una estructura similar, a saber, una ruptura amorosa y un viaje a través del cual se intenta hacer el duelo: al origen y a lo filiativo, Puerto Montt, en el primer caso; y a Río de Janeiro para visitar a un amigo –énfasis en la afiliación– en el segundo. Luego, podemos rastrear en su escritura una sensibilidad amorosa que más bien parece una excusa perdida entre miles de referencias y lecturas que, según indica Meizoz (2011), la postura literaria involucra.[2] El final del primer texto establece una continuidad con el segundo:
Anotaciones que son como un paso hacia el comienzo de un nuevo libro que no es la negación de este sino su continuación, que lo supera pero no lo anula. Están las anotaciones a las que sé he de volver, aunque no tenga la convicción de que se escriben libro para olvidarlos o para librarse de ellos. Soy más dado a creer que se escriben libros para ganarse uno mismo o para perderse uno mismo. Se escriben libros como si se atara un lápiz al pie (Alameda 101).
Así, no queda duda del díptico autoficcional que nos está proponiendo el autor y a través del cual se mueve en una cronología que no tiene nada de fija e inmóvil.[3] El primero está fechado desde septiembre de 2004 a agosto de 2005 y, de tal forma, sigue el recorrido estacionario que en la teoría psicológica precisa el trabajo de duelo. El segundo, en tanto, está escrito sin interrumpir el relato con marca temporales. Simplemente se abre, indicando un intervalo que irá desde enero a octubre de 2007, con la siguiente afirmación: “Estaba sentado en un bar de Plaza Ñuñoa esperando a E para pactar los términos del fin de nuestra relación” (Cuaderno 9).
Olavarría nos presenta un personaje que, enunciado desde lo íntimo −su punto de partida−, se sacrifica por la escritura en su diario, ejercicio para luego exceder aquel universo de intimidad.[4] Su cotidiana labor lo ancla a un presente constante. En efecto, refiere escépticamente al presente y a un pasado inmediato, como para testimoniar la imposibilidad de aludir al futuro en su posible conexión con el pasado. No se alcanza a atisbar ningún elemento que pueda pertenecer a ese lejano horizonte temporal. En definitiva, se denuncia el fracaso de la historia. Y el diario, en su formato de inmediatez y sacrificio de cotidiana dedicación, es la expresión de dicho fracaso. Al mismo tiempo, se proclama la inutilidad del oficio; tanto de llevar un cuaderno plagado de notas accesorias aparentemente irrelevantes como de expresar por medio del lenguaje el amor y el desamor. Con todo ello, se aventura una derrota que es también política: una queja frente a la falta de libertad. He ahí que el sometimiento que el protagonista tiene a la diaria escritura de sus cuadernos lo ubiquen, como indica el título de la primera obra, tras las rejas.
1. Géneros de la intimidad: el diario, carnet de escritura o el cuaderno de notas
El protagonista de Alameda tras las rejas y Cuaderno esclavo se mueve a través de sus carnet de escritura, cuadernos de notas o diarios de escritor, estableciendo una clara continuidad. Olavarría nos exhibe una voz autoral donde las marcas del pacto autobiográfico[5] parecen bastante claras: su ciudad natal, su dedicación a la literatura, su año de nacimiento −las alusiones a su edad y a su cumpleaños, en los distintos tiempos de la narración, nos permiten desprender que nació el 6 de abril de 1979− y su nombre. Como emulando aquellos cuadros de reality painting, donde los pintores dejan plasmadas en su obra de arte ropas, cartas, fotos y otras marcas de la vida personal; Olavarría incorpora en la última página dos boletas de una farmacia donde él y su exnovia se midieron el peso y la estatura.
Este híbrido y difuso género posee un carácter intrascendente. El diario tiende a desviar lo central de una narración en razón de lo nimio o trivial. De allí que no sea posible seguir una acción dramática precisa, los diarios siempre están elidiendo el centro argumental para acoger esas impresiones e imágenes que normalmente quedan puestas al margen, prescindibles. Además, cede paso a diferentes géneros, como el del ensayo, el comentario de citas o el aforismo. Arfuch lo define como un espacio de libertad radical:
El diario cubre el imaginario de libertad absoluta, cobija cualquier tema, desde la insignificancia cotidiana a la iluminación filosófica, de la reflexión sentimental a la pasión desatada. A diferencia de otras formas biográficas, escapa incluso a la comprobación empírica, puede decir, velar o no decir, atenerse al acontecimiento o a la invención, cerrarse sobre sí mismo o prefigurar otros textos (110).
Se trata, entonces, del género libérrimo por antonomasia. Se permite contar cosas de algún modo intrascendentes, marginales, de nulo interés, como lo que hiciera el escritor uruguayo Mario Levrero, por ejemplo, en La novela luminosa (2005), y en su directo antecedente, El discurso vacío (1996).[6] En Alameda se divaga durante un año de duelo amoroso a través de un cuaderno donde su protagonista es delineado al estilo de un poeta maldito medio alcohólico de existencialismo, que se decide a viajar a su ciudad natal: Puerto Montt. Luego, en Cuaderno esclavo, es definitivamente el mismo personaje quien vuelve a experimentar una ruptura amorosa y decide viajar −esta vez fuera del país− a Río de Janeiro para visitar a un viejo amigo.
Desde el epígrafe de Edgar Allan Poe que abre el texto Alameda, se declara abierta y metaliterariamente como un depósito de lo accesorio o aislado de los acontecimientos irrelevantes: “Como los sucesos de los días siguientes fueron poco importantes y no conciernen a los puntos capitales de mi narración, los consignaré aquí en forma de diario ya que tampoco quiero omitirlos por completo” (5). El narrador tiene salidas de escritura que bordean lo aforístico. Pese a la necesidad de plagar la hoja de impresiones y pensamientos −que no necesariamente conectan con la acción en curso−, hay una cierta grandilocuencia filosófica que parece ser consecuencia del ejercicio contemplativo propio de la escritura de un diario. Un ejemplo de estos desvíos lo encontramos en sus reflexiones vitales cotidianas: “La vida es una caída horizontal, dices cada vez que apagas un cigarrillo” (140). Lo interesante es observar cómo esta característica genérica es convertida en una estrategia para denunciar los criterios de productividad instrumental en los que está basada nuestra sociedad tardocapitalista.[7] La prevalencia de lo accesorio es, en suma, una forma de revelarse frente a una sociedad hiperproductiva que discrimina lo inútil como algo irrelevante o un desecho.
El diario también se caracteriza por la radicalidad del presente. Lorena Amaro, en su libro Vida y escritura: teoría y práctica de la autobiografía, nos sugiere que los diarios y autobiografías tienden a ser más descriptivos que narrativos. La narración supone una sucesión temporal que casi siempre será anulada a favor de una descripción fundada en la simultaneidad. Piénsese, por ejemplo, en la ékfrasis, en donde se describe un paisaje o se plantea un retrato. El diario se aproxima, pues, a este tipo de representación de escritura visual. Ahora bien, ambos tipos de descripción se valdrán de la categoría temporal de modo diferente. Si la autobiografía es retrospectiva, el diario es inmediatista. Pese a que se pueden producir cruces entre ambos formatos, en la medida que van estrechamente vinculados −es decir, que la autobiografía puede incorporar fragmentos de diario, o bien, hay momentos del diario en que repentinamente el autor decide hacer una revisión de su pasado−; el diario se aproxima con mayor frecuencia a un presente inmediato y absoluto que cualquiera de los otros géneros del yo. Más allá de las distinciones genéricas que nos son metodológicamente útiles, aquí se está aludiendo a un aspecto metafísico del ejercicio escritural: la paradójica forma informe y la negación a la retrospección o revisión que supone el ejercicio de escribir. Quien escribe solo puede avanzar indefectiblemente, sin dar vuelta la vista atrás, como si se tratara de la vida misma. Es por eso que el diario, en tanto soporte de una inmediatez vital, no implica aquel ordenamiento consciente y sancionador que pudiera suponer la autobiografía.
2. Sujetos mutantes: del escéptico nihilista al esclavo estoico
Aquella aparente renuncia al pasado nos hace creer que la actitud que hay de fondo en los cuadernos de Olavarría sea la del escéptico.A partir de sensibilidades recogidas del mundo helenístico y de la relación epistemológica que los sujetos establecen con el mundo material, Ignacio Álvarez cataloga tres tipos de intenciones en la narrativa chilena del noventa y el dos mil: “Los textos estoicos anhelan melancólicamente un contacto con las cosas que han perdido; los escépticos dudan de que ello sea posible; los epicúreos, que no distinguen entre percepción e imaginación, exasperan la propia producción simbólica como contacto con la producción material” (Álvarez). En tal sentido, las narraciones escépticas tienden a concentrarse en el presente −y a un análisis crítico de este− en cuanto descreen tanto de la posibilidad de asir el pasado como de proyectarlo en el futuro. Instalada la duda radical, son narraciones que tenderían a evadirse, fugarse, iniciar la retirada o la deserción. Olavarría posee elementos de escepticismo cuando nos presenta un narrador apegado al presente y dejando escapar el pasado. Ello ocurre cuando se niega a revisar sus diarios hacia atrás: “Hice un pacto conmigo mismo, no cambiar ni una sola línea de lo que estoy escribiendo. No me interesa perfeccionar esto ni mis acciones, me gustaría creer que no siento nostalgia, que no intentaría cambiar nada en el pasado aunque pudiera” (Alameda 34).
El protagonista de Alameda no confía en la historia de lo ocurrido ni en el trabajo que pudiera realizar la memoria. Queda, por tanto, expuesto a un vacío donde el duelo amoroso no acaba de procesarse y ni siquiera la escritura es capaz de ofrecerle un antídoto o un refugio. A ratos, deja escapar nihilistas aforismos que lo dejan apostado en ese presente donde básicamente no hay nada, porque cualquier cosa que devenga aún no acaba de suceder: “Hoy no sirve de nada nivelar la metafísica con cerveza. Hay vacío pronominal” (18). Y es que, en efecto, la sensibilidad escéptica también niega el futuro. He ahí que una de las frases que programan Alameda, y con la cual nos abre la primera entrada de su blog público en la web, refiera a su falta de confianza en el progreso y en el horizonte temporal donde se da la modernidad, a saber, el futuro: “Los cefalópodos tienen más razones que los cuadrúpedos para odiar el progreso” (13). La actitud nihilista reaparece a través de su vagancia por las ciudades de Puerto Montt y Santiago: “es común que salga y me pierda entre calles o camas deformadas por el uso donde busco algo para lo que todavía no hay nombre o que simplemente puede designarse como nada” (41).
Con todo, a medida que avanza la lectura, y especialmente cuando ya nos adentramos en su segundo diario, esta aparente indiferencia y desprendimiento con el pasado irá mutando. Si vamos más allá del duelo amoroso y comprendemos que su relación con la mujer perdida −o su vínculo afectivo− deja de ser lo central del relato; podremos detenernos en el lente que lo devuelve a sí mismo y a la visión de mundo de la que subrepticiamente está dando cuenta: “Un sangramiento copioso que no basta para desangrarme / Que me entristece un poco pero no me molesta mayormente / No como mis nuevos y recién arruinados lentes ópticos” (Alameda 10). El dolor de la ruptura no es tan devastador como perder su visión, su perspectiva frente a la realidad, su ideología. Y esta, pese a sus desvaríos escépticos, será más bien de un profundo estoicismo. Afirma una fe resistiendo y reteniendo el pasado o el objeto perdido: “el estoico lo conserva melancólicamente en calidad de bien transmundano y objeto de fe, o bien lo atesora como una verdad que es, al mismo tiempo, verdadera e imposible de verificar en la percepción” (Álvarez 19).
En definitiva, tanto su estoicismo como su necesidad de retención no surge con su ex relación de pareja, sino que con la historia, con lo pasado, lo ido. A nivel amoroso, más bien opera desde un reemplazo de significante que denuncia su descreimiento en el significado; el supuesto profundo sentido que debiese tener aquel sentimiento: “Cuando logro superar el dolor de perder a una, tengo que empezar de cero con otra y luego con otra, y así sucesivamente con cien más” (Olavarría, Alameda 11). Su actitud estoica, en síntesis, poco tiene que ver con el amor. Más bien se vincula con dejar siempre latente la importancia de lo pasado, lo perdido, lo desaparecido, lo que fue. Ubicado en tal lugar, se autoproclama distinto a sus amigos, a sus congéneres: “Yo le saco punta a la memoria mientras ellos escupen pendejadas y besos de papel” (14). Esconde aquí una cita al poeta mexicano Manuel Maples Arce, fundador del movimiento estridentista, y su poemario Andamios interiores. Poemas radiográficos (1922). En el poema “Nocturno futurista” habría escritos los siguientes casi exactos versos: “Y 200 estrellas de vicio a flor de noche / escupen pendejadas y besos de papel” (43). Su fin es asumir una posición de mártir de la memoria, en tanto lleva consigo una misión que sus pares son incapaces de cargar.
Es, por lo demás, también estoico en su autodenominación como esclavo, lo cual se completa con el título de su segunda obra. El mismo autor, quien posee una gran autoconciencia sobre su ejercicio, establece la relación entre esclavitud y estoicismo:
Las páginas de los esclavos son como las páginas de los estoicos. El estoico que escribe a nombre de lo que siente con su imaginación es a su vez un esclavo que opta por el suicidio lento pero seguro del aguardiente. Este esclavo estoico escribe cartas en el trabajo y fragmentos sin sosiego donde constan afirmaciones como “La vida perjudica a la expresión de la vida. Si yo viviese un gran amor, no lo podría contar” o “yo mismo no sé si este yo, que os expongo en estas páginas, realmente existe o tan solo es un concepto estético y falso que he formado de mí mismo” / Las páginas de los estoicos son como las páginas de los esclavos (Alameda 46).
El diario obedece a un trabajo disciplinado y minucioso. Los estudiosos actuales de esta práctica decimonónica suelen verlo ante todo como una tarea. Es una actividad cotidiana, autoimpuesta y puntualmente cultivada. A pesar del relajo y de ese carácter fragmentario e inconstante que se les puede imprimir, hay de fondo una suerte de deber escolar realizado metódicamente, sin perjuicio de que ello por añadidura pueda resultar también placentero. Responde a una necesidad vital y su cumplimento requiere una entrega. No por nada la segunda obra inédita de Olavarría tiene por título Cuaderno esclavo. Ya en Alameda tras las rejas había adoptado esta actitud sumisa ante el ejercicio de escritura, el único posible antídoto frente a la mala memoria: “Pero es necesario dejar una huella de este deambular que olvida la memoria. Es preciso, cuando es imposible escribir, responder a los envites del dolor, por novelescos que parezcan. Hay que sacar tanto provecho del sufrimiento como de la música y hacerse atar la pluma al pie si es necesario” (14). Más aún, aquí ya se autodenomina a sí mismo en dichos serviles términos: “tu corazón de esclavo y combatiente” (73). Abre con ello una hondura política donde el esclavo puede pasar de la sumisión a la insubordinación si sigue un disciplinado trabajo de recuperar la memoria.
3. Del encierro de escritura a la intemperie.
El protagonista de los dos diarios de Olavarría se nos aparece como una suerte de héroe de lo íntimo que se sacrifica por la escritura −ya sea desde una actitud estoica o a ratos escéptica−, que sin duda da cuenta de la imposibilidad de referir al futuro y a su posible conexión con el pasado. En definitiva, se denuncia la dificultad de recomponer la historia. Y el diario, en su formato, es la expresión de dicho fracaso. Si el diario es un encierro de escritura, según señala Leonor Arfuch,[8] aquel espacio que busca condensar las experiencias de la ciudad, está también dando cuenta de la condición de prisionero del protagonista: tipificado como un esclavo que recorre la calle principal de Santiago centro, la Avenida Libertador Bernardo O’ Higgins, más conocida como la Alameda, tras las rejas. Se pone de manifiesto una frustración existencial que es, en última instancia, también política: una queja frente a la falta de libertad. De allí la necesidad de exceder ese contenido espacio escritural, encerrado en el cotidiano de lo íntimo, a zonas abiertas y expuestas. Hay un movimiento que arrastra al protagonista por diversas trayectorias a través de Santiago y su natal Puerto Montt, en el caso de Alameda; o del viaje a Brasil en Cuaderno Esclavo.
La posibilidad de abandonar la condición de esclavitud queda flotando en ambas obras, pero no se concreta nunca, porque el autor opta por dejarnos en esa latencia. Ser esclavo es también una condición de posibilidad necesaria para continuar con la escritura. Ahora bien, más allá de la búsqueda de espacios abiertos que Olavarría nos está sugiriendo, el diario en tanto género ya supone una apertura al otro que trasciende cualquier tipo de solipsismo del que podría acusársele. La latencia del otro será constante en las escrituras de los diarios. El tú se encuentra contenido incluso en sus formas más tradicionales, aquellas donde sus dueños comenzaban una confesión bajo la rutinaria fórmula del “querido diario”. En Alameda, el yo asume, de hecho, a momentos la forma de la tercera o la segunda persona. El autor/ narrador comienza el cuaderno diciéndonos que a él no le interesa la literatura sino solo escribir un libro, el proceso de su realización. Con el fin de subrayar ese carácter metatextual, se hace pasar por un narrador omnisciente indicándonos: “Este libro se abre con la imagen de alguien que escribe. ¿Qué escribe? ¿Qué dice? Veamos por encima de su hombro, con letra imprenta en su cuaderno ha escrito: ‘El escribir ha perdido interés para mí’” (7). No obstante el apego que existe con la experiencia vital y con que tan solo eso pretende ser convertido en materia novelable, hay una obsesión por separar lo que pueda significar la vida de la literatura. Más adelante se adopta una segunda persona que es a ratos él mismo puesto en otro tiempo −un tú homónimo− o esa exmujer que lo tiene sumido en el más profundo desasosiego. Por su parte, Cuaderno esclavo, pese a abandonar la voz apostrófica anterior y optar unitariamente por la primera persona, plantea una mayor desconfianza frente al yo del enunciado. Desde la cita encargada de programar la obra −donde se proclama la necesidad de escribir contra uno mismo y vivir en tercera persona−, se desprende el deseo de instalarse de lleno en “los otros”, en el “ellos”. En definitiva, las literaturas del yo siempre están incluyendo una alteridad.[9]
Olavarría, en su segundo libro, cede desde lo íntimo hacia lo más éxtimo. Por una parte, desde el origen, ubicado en Puerto Montt, hacia lo que parece más bien ajeno, Río de Janeiro, donde no logra ninguna conquista amorosa pese a proponérselo seriamente. Su viaje viene dado no solo por la vivencia concreta con su expareja, sino también por una necesidad imperiosa de salir del lugar propio, puesto que se considera que Chile es en sí mismo un país marginal: “Vivía en un país lejano como el punk y la salud” (Cuaderno 24). Como ya indicamos, se sigue la misma línea argumental que Alameda tras las rejas: una ruptura amorosa, un viaje, un cuaderno de notas, miles de referencias literarias y artísticas. El viaje esta vez no es al origen (Puerto Montt), sino hacia fuera de las rejas, de la cordillera, de las fronteras nacionales. El cambio, más allá del destino que lleva implícito una trayectoria diferente (más a la intemperie aún), se produce aquí porque junto con la ruptura amorosa se le pierde también su cuaderno. De ahí que, iniciado uno nuevo, capaz o incapaz de reemplazar el diario perdido, sea imposible dejar de referirse a él: “Todo lo que escriba aquí va a cargar con las ideas que creí fijar en ese cuaderno perdido” (17), como si este fuera el esclavo del otro cuaderno. A través de los diálogos con su amigo Rô, a quien visita en Brasil, nos expone la importancia que tenía aquel diario para él: “Rô me preguntó por qué estaba tan obsesionado con el cuaderno perdido, le dije que creía que en él había logrado sistematizar o atrapar ideas que me ayudaban a poner en orden mi sistema y mis gustos, a congeniar lo que sentía con lo que pensaba” (36). Tal como lo hace en su oficio que le conocemos como traductor, el autor/narrador /personaje tendrá que traducir otro texto: el suyo. Evocarlo, traspasarlo, resituarlo. Sin embargo, como en Alameda, se permanece en esa tensión entre la ausencia y lo presente, entre la escritura y su negación, entre la memoria y el olvido.
Su salida del propio país, aunque sea por una corta estancia, le supone volverse extranjero. Sin embargo, ese recorrido tiene como dirección obligada el retorno: volver a Chile, volver a la inquietud de la casa paterna, volver al compromiso. Esto demuestra que aquella idea del escritor global no puede concebirse sin el arraigo nacional que lo tensiona todo el tiempo. De ahí que pueda considerarse aquel binomio entre literatura nacional y sistema mundo como un falso problema –o una falsa contradicción– que, por lo demás, no tiene solución alguna. El narrador cita a la joven fallecida poeta Emma Villazón para referirse a su salida del hogar: “Aprender a nadar es olvidar, es abandonar el lugar de origen, esa torre ambigua y amenazadora, siempre hambrienta de sueños idénticos, diría Emma Villazón. Es irse del hogar paterno. Es dejar ir esos lastres que como un alfiler intentan clavarnos al fondo marino” (38). También intenta interpretar a su amigo poeta chilote César, quien se suicida en el periodo de escritura del cuaderno, y decía que todo viaje fuera del hogar era como un viaje a Egipto: “Todo viaje fuera del hogar paterno es huir de la matanza de los inocentes, de Herodes, de la patria, de la ley y la asfixia de la individualidad” (Cuaderno 58).
Ahora bien, y como ya indicamos, por mucho que se huya del país, se está siempre volviendo a Chile y al origen: “Me dijo que nunca se había sentido tan aislado en la vida, que se sentía de vuelta en Chiloé y que en su cabeza Barcelona empezó a ocupar el lugar que antes ocupaba Puerto Montt, Italia se convirtió en la isla grande, Nápoles en Castro, Sicilia en Lemuy, Catania en Puqueldón y Malta en Apiao. Estaba en el lugar más remoto del mediterráneo y no paraba de preguntarse de qué se estaba escondiendo” (95). Olavarría es un autor que parece tener claro el movimiento de ida y vuelta que sigue cualquier impulso de desterritorialización. Se detiene en la importancia de la frontera y de la contradicción irresuelta entre lo propio y lo ajeno. No se aventura en un desprendimiento o desarraigo total de lo nacional como tal vez lo insinúan algunos otros autores del periodo.[10]
Así como no se resuelve aquella disyunción entre lo propio y lo ajeno, tampoco logra conectarse el pasado con el futuro. Si bien la sensibilidad que sobresale en ambos diarios es la estoica y se persiste en retener lo pasado y lo perdido, ello no se proyecta hacia el futuro. Nuestro protagonista carga con la frustración de no poder establecer una continuidad temporal entre lo que fue y lo que está por venir: nos expone, así, el fracaso de la memoria. Dicha frustración se enmarca dentro de un plano de intimidad; sin embargo, es experimentada, desde el compromiso que al protagonista le viene dado por sus padres, en tanto una derrota política.[11] Como sugiere Maurice Blanchot, citado en Alameda y claro referente en la poética de Olavarría, la escritura en sí misma arrastra el olvido pese a que supuestamente suponía un esfuerzo de memoria. El diario pretende ser un memorial. Más allá de la confesión, es el relato que su dueño hace de sí mismo:
¿Qué debe recordarse el escritor? Debe recordarse a sí mismo el que es cuando no escribe, cuando vive la vida cotidiana, cuando está vivo y verdadero y no moribundo y sin verdad. Pero el medio que utiliza para recordarse a sí mismo es, cosa extraña, el elemento mismo del olvido: escribir. De allí, no obstante, que la verdad del Diario no esté en las notas interesantes, literarias, sino en los detalles insignificantes que lo atan a la realidad cotidiana (Blanchot, El espacio literario 22).
Blanchot conceptualiza al diario como el angustioso modo de retardar la fatal soledad de la escritura. Es por eso también un modo de engañar al lenguaje en su precariedad y de intentar olvidar por un momento la frustración amorosa, y ante todo política, que experimenta el personaje en sus dos diarios.
En El espacio literario, Blanchot nos advierte que la obra no predica nada. Quien quiera hacerle expresar algo más, no encuentra nada. De ahí su soledad, su ausencia de exigencia. Lo que un escritor escribe está, por tanto, privado de sí y de su yo, a pesar de enunciarse autoficcionalmente: “Escribir es lo interminable, lo incesante. Se dice que el escritor renuncia a decir ‘yo’ [...] El escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se dirige a nadie, que no tiene centro, que no revela nada. Puede creer que se afirma en este lenguaje, pero lo que afirma está completamente privado de sí” (20). De aquí se desprende aquella sensación de fracaso que abraza a los personajes escritores: masculinidades vulnerables y susceptibles a su oficio. Escribir es un acto de arrojo, un salto al vacío. Sin embargo, la gran paradoja es que para poder escribir es necesario estar escribiendo, aunque ello implique su negación. Aquí dicha condición inherente a la escritura, ligada a la precariedad del lenguaje, no es asimilada desde una actitud escéptica sino más bien estoica. En ese sentido, no resuelve el dilema desde la nada sino que persiste en la lucha y en la tensión con el pasado sin un afán de reducirlo o sintetizarlo.
Olavarría nos presenta a sus personajes puestos en un abismo donde se sufre el arte y cierta condición de desadaptación, pero sin caer en lugares comunes. Delinear masculinidades que escapen a construcciones ya fosilizadas por el poder patriarcal, que tienden a asociar los valores de lo masculino con un paradigma de “normalidad” −de salud mental, madurez y autonomía−, no es tarea fácil. La mayor dificultad radica, según nos advierte Àngel Carabí en el texto coordinado junto con Marta Segarra, Nuevas masculinidades, es que lo masculino siempre ha estado definido en negativo: como aquello que no es femenino, ni étnico ni homosexual. Lynne Segal nos aclara:
Lo hombres no han escrito sobre ellos mismos. Han determinado en pinturas, esculturas, libros, etc. cómo tenían que ser las mujeres, qué aspecto debían tener y cómo debían comportarse [...] Los hombres no se han definido partiendo de sí mismos sino perfilándose a través de las alteridades que han creado (cit. en Carabí 19).
Es un término tan normalizado que en su representación aparece como una categoría no marcada. Sin embargo, tal como sucede con la feminidad, la masculinidad también es un constructo social que convendría revisar. Ahora bien, en Olavarría la temática en torno a las mujeres prefigura solo superficialmente el relato. El amor y sus musas resultan más bien una excusa o un estrategia para poder exponernos una compleja masculinidad. Con todo, no se queda meramente acomodado en esa autoconmiseración.
El personaje poeta decepcionado del amor, quien solo lee y consume alcohol con voracidad, podría resultar un lugar común algo cansino. No obstante, el gesto político que late tras dicha intimidad es uno de los elementos que salvan al autor del estereotipo. Para Pablo Torche, Alameda tras las rejas construye el personaje del loco-lúcido que contrapone su derrota y desvarío a un mundo marcado por la instrumentalización de los sentidos de vida y de las relaciones humanas. Es la prolongación postmoderna del Quijote de las causas perdidas:
Al igual que el Quijote, su locura no le impide hacer filosofía de los grandes temas existenciales, la cual, a pesar de lo disparatado del contexto en que surge, parece mucho más acertada que la pléyade de lugares comunes que copan nuestro horizonte. El resultado es una curiosa inversión de los sentidos, donde las ideas o escenas más ridículas parecen cobrar de pronto un sentido íntimo, casi revelador, precisamente a causa de su quijotesco absurdo, como ocurre cuando el protagonista decide saltar por la ventana de una micro para sorprender a un amigo, intento que casi termina en un malhadado accidente (Torche).
En tal sentido, para Patricia Espinosa, este es un libro que acaba superándose a sí mismo. Si bien tiene como punto de partida ese arquetipo del poeta maldito que encierra cierto narcicismo bloqueado en su incapacidad de salir al mundo con soltura, finalmente alude con delicadeza a la dificultad de sobrevivir a una sociedad aplastante. En definitiva, logra captar la vaciedad existencial con precisión: “[Es] a partir del tratamiento del lugar común que el libro se levanta [...] Es allí donde entra este autor, quien logra con una fineza entrañable captar los matices de la vaciedad existencial y de aquello que de algún modo compensa o logra borronear el desencanto o la náusea ante lo cotidiano” (Espinosa).
4. Políticas de un cuaderno: entre la esclavitud y el combate.
Alameda tras las rejas había programado su lectura con un epígrafe de Karl Marx que acompaña al ya mencionado de Edgar Allan Poe: “Es preciso que la búsqueda de la verdad sea a su vez verdadera”. De este modo, se ubica en una posición antiescéptica que, si bien no da garantía del éxito de una búsqueda, al menos sí confía en el valor de su periplo. El narrador juega irónicamente con el nivel de compromiso que podría tener la escritura íntima de sus diarios. En un primer momento, nos plantea la política como una excusa, que luego descubriremos es en realidad primordial. Se dice algo que verdaderamente no se cree. El significante es, en un principio, engañoso: el amor es puesto en el sintagma de la narración, pero verdaderamente se está reclamando otra cosa. Ese es el juego de Olavarría: “Pero está claro, es el momento de volver a ser valiente, la hora de renovar la charla sobre el amor y sus posibilidades. Y, por un momento, que se vaya al cuerno la política, porque todos sabemos que ella fue solo nuestro entrenamiento. Y que, si pudiéramos, pasaríamos la vida en un café o un bar donde pudiéramos tranquilamente reventar nuestros corazones” (42). La valentía no puede sortearse meramente en la intimidad de la relación de pareja. La política los entrena para hablar, escribir, enunciarse. Y en algún momento habrá que volver a ella.
Olavarría no está haciendo un simple desplazamiento metonímico donde el amor pueda ser entendido como un campo de batalla. Como dijera Lucrecio, citado por Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, devolvámosle esa metáfora a quienes hacen la guerra. Aquí más bien se ironiza tal homologación, y lo que aparenta estar en un primer plano verdaderamente no tiene la importancia que se le consigna. El autor parece estar riéndose tras sus palabras cuando nos dice cosas como: “[La mirada y el silencio de la mujer amada o deseada, aunque sea ocasionalmente, es] Lo único que debiera existir en los cuadernos de un esclavo y en la memoria de un combatiente, porque recordémoslo, esto es la guerra” (Alameda 44).
El combate es llevado a otros terrenos. Uno de ellos es la lucha política que Olavarría celebra en sus padres −sin impugnarla ni cuestionarla como puede suceder en otras narrativas de postdictadura publicadas en el periodo− y que, veremos a continuación, promulga en Cuaderno esclavo. Otro terreno aparece también tímidamente en Alameda a través de andariegos personajes que se cruzan por su ciudad natal. Un ejemplo de ello es Cuchivilo, cuya reaparición no sería extraña en una futura entrega editorial dentro de esta progresión política que parecen ir tomando los diarios de nuestro autor: “Te encuentras con Víctor, uno de los hijos del Cuchivilo, famoso combatiente intoxicado que escribió el nombre de su droga preferida en todos los muros del centro de Puerto Montt en 1992” (23).
Ese afán por superarse a sí mismo, y salirse de lugar común del poeta maldito que nos hace deambular a través de sus atormentados pensamientos, parece concretarse con más fuerza en Cuaderno esclavo. Si bien posee la misma estructura del libro anterior y abunda en aquellas citas literarias encargadas de exponer las posturas literarias de su autor, su tono es menos afectado y aporta un sentido del humor particular que se cuela entre las inverosímiles anécdotas narradas por el protagonista a partir de su viaje a Brasil. Por lo demás, el narrador plantea el conflicto casi moral que le supone gastar un cuaderno en los devaneos de sus dudas existenciales. El hecho de que exista un cuaderno perdido, y cuya pérdida lamenta profundamente mientras escribe el nuevo, lo abre a una dialéctica con la memoria y con lo que pudo haber sido de otra forma. Entonces, un sentido ético y político comienza a ser problematizado en el curso mismo de la escritura. Nuestro personaje quiere formar parte de una lucha colectiva que salga a la calle y exceda las limitaciones del yo, pero, al mismo tiempo, se sabe encerrado en sí mismo. Carga dicha contradicción entre la intemperie y el encierro: “Quisiera encontrar un lema para inscribir sobre el dintel de mi puerta, una especie de timón moral. Voy a pedirle a algún filo-heleno la traducción de una cita apócrifa, algo que se refiera al corazón de un mercenario y afirme que una vida de campañas y maniobras es preferible a una de encierro y lamentos” (93).
Él reconoce que hace el camino inverso a sus padres, comunistas comprometidos que lucharon en la dictadura: “Ante esta imagen materna y paterna, solo cabía oponer la indolencia de los inspirados, como diría Baudelaire. O superarlos y convertirme en un guerrillero internacionalista que secuestrara diplomáticos y aviones. Yo opté por llevar una vida literaria, tomando como modelo no al Che Guevara, sino a Baudelaire” (Cuaderno 41). En Alameda aparece sugerido ese afán algo frustrado, dado el corte que existe con el futuro, de ser mesiánico. El protagonista desea inscribirse dentro de un relato que pueda tal vez asemejarse al marxismo de sus padres y trascender el individualismo del sentimiento amoroso. Dicho afán es desplazado de modo vicario, y no sin cierta ironía, a las consignas de los panfletos mormones: un relato religioso que profetiza un cambio futuro, tal como lo hiciera la lucha de clases promovida por el marxismo:[12]
Quería hacer como los poetas, escribir algo que pudiera hacer pasar por poesía, pequeños textos amorosos escritos a la manera de los panfletos mormones cuyos títulos suelen ser preguntas del tipo: ¿Cómo era mi vida antes de conocer al señor? Estaba sentado junto al cadáver de un amigo, un solado boliviano que minutos antes me había prestado fuego, cuando vi aparecer en el cielo un avión, un biplano desde el cual vi caer papeles que decían: “Para que todos sean uno; como tú, oh Señor, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros. Yo en ellos, y tú en mí” (Alameda 31).
Su amigo combatiente y aquel biplano que cruza el aire parecen sugerirnos que incluso la escritura de este diario tremendamente íntimo posee asimismo resonancias políticas, colectivas, compartidas. O, al menos, se aspira a ello.
En este mismo texto comienza a esbozar aquella idea que desarrollará en su posterior cuaderno y que guarda relación con cierto conflicto ético frente al amor. Entregarse y dedicarse a él le resulta un reduccionismo burgués contra el que lucha constantemente sin que haya vencedores ni vencidos, es decir, sin que se resuelva el rechazo ideológico que le suponen los preceptos del amor en una época tardocapitalista:
El amor visto como una mercancía de la cual la gente quiere hacerse, tener el poder de cambio, manejarlo, ahorrarlo, dosificarlo, vender, comprar, permutar…. pedir préstamos, lo que sea. Celos, infidelidad y todas las variantes posibles entre dos seres humanos bípedos implumes semovientes serían manifestación de la alucinación marxista que me mueve a escribir esto. Y uno que es un tipo de setenta y siete kilos, metro ochenta y cuatro de altura, ¿qué hace solo? O sea, hace lo que hace la gente que gusta de la música triste. En las condiciones sociales viperinas en que vivo no puede haber espacio para el amor […] Siento que el amor en las condiciones de mercado actuales es impracticable. Ya no somos artesanos, ni maestros talabarteros, escultores, zapateros ni poetas, somos empleados fiscales siempre esperando un ascenso o que nos den una oficina más grande (Alameda 84-5).
Más abajo, se lamenta: “el capital me jode la vida, el amor y todas las limitantes contemporáneas me joden la vida” (91). La soltería es experimentada espacialmente como una sensación de intemperie: “de vuelta a la intemperie que es la soltería no he podido retomar mis actividades vertiginosas” (90). El amor es la comodidad del hogar, del encierro, de la contención que limita una posible vagancia liberadora.
Pese a todo, en Cuaderno esclavo se pretende avanzar hacia la búsqueda de la verdad y ello se liga, por consecuencia, a cierto deber moral: “Ahora quisiera escribir poemas cuya veracidad pudiera ser comprobada mediante la contratación de un detective privado” (130). Ya no solo se trata de la belleza pura o el simple placer estético ligado al vitalismo de los malditos: aquellos poetas beat que Olavarría se ha encargado de traducir con tanto ahínco. La persecución de cierta trascendencia parece completarse en esta triada, algo platónica, de verdad, bien y belleza. Se quiere escapar a lo mundano y dar con un compromiso atado a una causa mayor: “estoy a la espera de una iluminación y la escritura de algo valioso” (65). Ello conecta además, desde el vínculo entre vida y escritura, con sus propias decisiones vitales. Nos dice que por eso posterga el matrimonio, por ejemplo: “No soy ningún adalid en lucha con la vida burguesa, de hecho, no necesito hacer ningún esfuerzo para comprender el deseo de formar una familia, de tener hijos, de comprar una casa, pero no deseo eso. Al menos ahora, no es lo que quiero para mí” (23). El amor, como ya adelantamos, le resulta un sentimiento poco heroico, individual y burgués: “No existe el amor heroico porque en el amor no puede haber hazañas. El heroísmo solo existe en la esfera social, nunca en la esfera personal” (26). Y ello lo dice contra sí mismo, como ya habría anunciado, o al menos situado en el medio de la contradicción, porque está como atado a esa esfera de lo íntimo en la medida que siga obsesionado con el cuaderno perdido. Ahora bien, eso que se pierde, o eso que desaparece, es también la historia (el pasado). De allí que, en última instancia, lo íntimo acabe dando cuenta de lo más éxtimo y posea alcances sociales insospechados.
Conclusiones
El binomio encierro/intemperie parece anclado casi exclusivamente al espacio, aquella categoría que la postmodernidad hiperboliza.[13] El diario también parece un ámbito donde el tiempo queda anulado, en tanto la prevalencia del presente tiende a espacializar lo temporal y fijarlo a una imagen inmóvil. Sin embargo, cuando se sale a la intemperie se abre una dialéctica con lo otro −con los padres, con la historia y con el pasado− que produce un movimiento y donde el tiempo emerge “en estado puro”. Walter Cassara, ganador del premio de crítica literaria Amado Alonso con su reciente libro Conversaciones a la intemperie (2016), nos entrega una poética definición del concepto donde queda más que insinuada la itinerancia que estamos acusando:
[E]s una palabra que pide que nos frotemos, que nos cobijemos en ella, nos desnudemos en lo misterioso, lo casi monstruoso de su sonido […] Es la distancia tónica que irrumpe en la cueva de la propia subjetividad, el espacio abierto que ventila la menta deshollinada del yo, lo apacigua y ensancha en la conciencia de su infinita pequeñez. Palabra que invoca al galgo mítico que cada hombre lleva dentro. Es un estado del lenguaje, un modo de interlocución, una manera de ir hablando, de dormir o despertar en el camino. Y como decía Deleuze refiriéndose al cine: “Es el tiempo, el tiempo en persona, un pedazo de tiempo en estado puro” (Cassara 216, las cursivas son mías).
De este modo, un género aparentemente estático como puede ser el cuaderno de notas o el diario de escritor se vuelve dinámico. ¿A qué nos referimos con estático? A ese emplazamiento de escritura que, al ser puro presente inmediato, parece que borrara cualquier conexión con el tiempo. No obstante, el recorrido que sigue la obra de Olavarría abre ese encierro hacia una intemperie que, como dice Cassara, deshollina al yo exponiéndolo a un pedazo de tiempo en estado puro. La interlocución se producirá en esos movimientos dialécticos que Olavarría propone.
La casi obsesión con el escrito perdido abre, en efecto, aquella dialéctica. Ya en Alameda nos dice: “Contar una historia es perderla, como Proust. El narrador pierde tanto la historia como la oportunidad de contarla o de hacer algo con ella” (61). Y es en ese descuido o extravío que se levanta precisamente un relato estoico que hará lo imposible por recuperar algo, sin importarle una garantía de éxito sobre tal empresa. Por otro parte, nuestro autor escapa a la inmediatez del ejercicio en activo, en presente puro, que supone el cuaderno. Intentará relacionar, aunque sea dentro de dicho condensado espacio, distintas temporalidades que se corresponderán a diarios de diferentes periodos vitales. La dimensión temporal es puesta así de relevancia: “En un cuaderno del año pasado encuentras una anotación que cita un poema de Verlaine, era la primera lluvia del año pasado” (72).
Finalmente, el autor nos invita a situarnos en el límite, el borde, el conflicto no resuelto. Incluso el sujeto amado se ubica allí: “Pero ELLA no estaba ahí ni allá ni entremedio” (Alameda 10). En resumen, observamos que existe un movimiento progresivo hacia lo político desde el primero hacia el segundo texto. Cuaderno esclavo añade un eje dramático −que es también metatextual− al viaje, a saber: el extravío de un cuaderno, cuyo dueño supone podría haber quedado en la casa de su exnovia. Es por ello que debe iniciar la escritura de uno nuevo. Hay un intento por volver a fijar la pérdida, por detener el proceso del olvido que esta supone –o de las desapariciones, lo cual posee poderosas resonancias en el contexto de las dictaduras del Cono Sur– y anclarlo a una escritura que conecte con la memoria de lo ya escrito. Sin embargo, como en Alameda, se permanece en esa tensión entre la ausencia y lo presente, entre la escritura y su negación, entre la memoria y el olvido. La tensión tiene que ver con permanecer en la frontera: entre los barrios de Santiago, entre esta ciudad y Río, entre el yo y los otros, entre el cuaderno nuevo y el cuaderno perdido: “Ayer estuve de pie en una frontera, un lugar donde de noche se hace evidente la separación entre un nosotros y un ellos, un límite que casi coincide con la separación entre Santiago Centro y San Joaquín” (Cuaderno 109). Olavarría insiste en la derrota y en ese intermezzo: he ahí su sutil gesto político. Las respuestas habrán de estar en los lectores o en los posibles futuros diarios que el autor nos quiera compartir o, tal vez lo mismo, seguir perdiendo entre nosotros.
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Notas
[1] Trabajamos aquí con una primera maqueta del texto, ejemplar con el que contamos al cierre de este número 61 de la Revista Aisthesis. Entendemos que el texto seguirá siendo modificado en algunos aspectos meramente suprasegmentales y su versión definitiva será publicada por la editorial Hueders en junio de 2017.
[2] Jerome Meizoz, en La Fabrique des singularités, se hace cargo del lugar que el autor ocupa en nuestra sociedad, organizada según los cánones del capitalismo y la mundialización. La pregunta por la identidad del autor dentro del campo se vuelve fundamental y no solo responde a consideraciones que trascienden lo textual, sino que también se proyecta en los textos. Pensar en términos de posturas literarias implica la capacidad del individuo de renegociar el estatus y los roles que le son asignados. En definitiva, y de manera simple, la postura significa una estrategia formal de presentarse a sí mismo ante el público. Y ello puede ser desplazado al interior de los textos por medio de lo autoficcional. Olavarría, desde la sutileza de incorporar la cita casi en continuidad con su propio discurso, no deja dudas sobre su avidez lectora. No cede al vacío, ni tampoco opta por el camuflaje, sino que nos plaga de referencias ineludibles para poder completar su poética. Y es precisamente ese desborde lo que fundamenta su escritura. Sus textos se convierten a ratos en un pastiche que vomita todas aquellas citas con las que, en efecto, suelen llenarse los cuadernos (de lectura y escritura, en tanto ejercicios complementarios). Milan Kundera, Jorge Riechmann, Samuel Beckett, Marcel Proust, Néstor Perlongher, Leonard Cohen, Martín Adán, Maurice Blanchot delinearán Alameda tras las rejas. Luego, en Cuaderno esclavo será fundamental seguir a: Stephen Spender, Ezra Pound, Alceo, W.H. Auden, Wallace Stevens, Gombrowicz, Kafka traducido al portugués de Brasil, Paul Valéry, Kurt Vonnegut, Gonzalo Millán y Emma Villazón. Como también lo indicara Bourdieu, responde a una necesidad de hacerse un nombre dentro del campo y de formarse un carácter dentro del mercado o la institución literaria. Y el carácter híbrido del diario o el cuaderno de notas, donde todo parece tener cabida, se perfila como un terreno cómodo para, por ejemplo, postular un canon de lecturas propio. La condición de autor va determinada también por la de lector, por tanto, en la escritura autoficcional será de radical importancia la exposición de un saber literario, la condición del sujeto como lector y la exhibición de sus lecturas.
[3] El concepto de autoficción comienza a ser sistematizado como tal hacia fines del siglo XX cuando Serge Doubrovsky publica su novela Fils (1977) y la define como una “ficción de acontecimientos estrictamente reales”. Habría dos elementos básicos congeniando en esta fórmula: la hibridez, porque admite todas las gradaciones posibles, desde la autobiografía hasta la novela en sus manifestaciones más realistas, vale decir, suele combinar enunciados de realidad y de ficción al mismo tiempo; y la ambigüedad, porque son aceptados dos pactos de lectura simultáneos (el de la autobiografía y el de la ficción). Se trata de experimentar literariamente a través de la propia vida e, incluso, desde la perspectiva psicoanalítica bajo la cual escribe Doubrovsky, puede ser entendida como una autobiografía del inconsciente.
[4] Para el filósofo José Luis Pardo, la intimidad está ligada al arte de contar la propia vida, por lo tanto, remite de modo inmediato a aquel espacio autobiográfico que ocupan los diarios. No debe ser confundida con la privacidad, que correspondería a aquello que los ciudadanos hacen o sueñan con hacer en privado. La privacidad es como la parte verde del aguacate, aquella zona de madurez salvaguardada por los individuos; mientras que la intimidad es el hueso opaco, impenetrable, sin sabor ni brillo.
[5] El pacto autobiográfico implica, para Philliph Lejeune, un pacto de confianza, donde el autor parece decirle al lector “crea usted que…”; y un pacto novelesco, donde se le indica “imagine usted que…”. La identidad entre narrador, autor y personaje no pasa por la persona gramatical. Se puede, de hecho, escribir en tercera persona (en un gesto de falsa modestia, por ejemplo) o en segunda (cuando el narrador se dirige a un personaje que él ha sido en otro momento de su vida), opción que toma Olavarría en Alameda. En cambio, sí le atribuye gran importancia al nombre propio y a quien firma la obra. Hay tras lo escrito un estado civil verificable y susceptible de ser constatado legalmente.
[6] Esta mención nos remite obligadamente a El libro vacío de Josefina Vicens. Son borradores que resultan ser preámbulos de una actividad que no llega nunca a concretarse: la escritura. El hueco vacío que deja su ausencia pone a estos ejercicios en movimiento, siempre tensionadas a la posibilidad de algo que llegará a ser y frente a lo cual sus autores se entregan, más que por un puro escepticismo, desde una actitud estoica que supera la mera incredulidad. En ese tránsito; el humor, la desesperanza, la ansiedad, las maravillas o las epifanías del ocio irán dándole su hondura y su gracia a este interesante tipo de narrativas.
[7] Fredric Jameson, en tanto pensador neomarxista, tiene una postura crítica frente a lo que pueda resultar de la hipertrofia espacial y la crisis de la historicidad: “el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’ y una práctica azarosa de lo heterogéneo, fragmentario y aleatorio” (47). La sociedad estaría, en consecuencia, despojada de su historicidad, porque el supuesto pasado no sería más que un conjunto de espectáculos en ruinas −un cúmulo de simulacros−. El pasado, por tanto, ya no tiene un valor como referente y no nos deja otra cosa que textos: invenciones reactualizadas en un presente perpetuo, en dicho espacio hiperbolizado. El estadio del tardocapitalismo obedece a una etapa post-modernista que excede aquel capitalismo iniciado con la Revolución Industrial, pues se basa más bien en el desarrollo de una lógica empresarial de la economía.
[8] En su texto, El espacio autobiográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea, Leonor Arfuch se refiere al diario como aquel encierro de escritura donde el autor se permite estar a solas con la fantasía sin dejar pasar ni el exceso ni la pérdida: “El diario cobija sin duda un excedente, aquello que no termina de ser dicho en ningún otro lugar, o que, apenas dicho, solicita una forma de salvación. De alguna manera, contiene el sobrepeso de la cualidad reflexiva del vivir. Pero también realiza, vicariamente, aquello que no ha tenido ni tendrá lugar, ocupa un espacio intersticial, señala la falta. Más que un género es una situación (un encierro) de escritura” (112). Lo particular del diario íntimo es que cualquier puede escribirlo y tiene el derecho de conservarlo en un terreno de lo privado. No hace falta ser un escritor para llevar uno. Ahora bien, el cuaderno de Olavarría se corresponde con el de un escritor y, en tal sentido, se sabe escrito para ser leído por otros. Preconcibe su circulación dentro del campo y desde ahí construye sus imposturas, las cuales no pueden dejar de estar validadas dentro de este marco genérico. En Cuaderno esclavo, Olavarría parte señalando que en este espacio no debiera existir la impostación. Sin embargo, luego cita a Gombrowicz para justificar una operación inevitable: “Cuanto más artificiales somos más cerca estamos de acercarnos a la franqueza” (18).
[9] En ese sentido, nos recuerda Lorena Amaro, toda autobiografía es también heterobiografía: “Los rostros de los familiares no cesan de acompañarnos en el trayecto. Por eso toda autobiografía es también heterobiografía, escritura de los otros” (77). Derrida le llama otobiografía o la idea del otro, y nos recuerda que el pudor frente a una mirada ajena es el punto de partida del relato autobiográfico. Es por ello que los diarios siempre se juegan en ese límite entre la verdad y el enmascaramiento: es un género artificioso, ficcional, que implica determinadas posturas e imposturas, y donde importará más la relación epistemológica entre el sujeto y el texto que la perspectiva referencialista de este último con la historia.
[10] Algunos de los autores que forman parte de esta generación –nacidos desde fines de los setenta en adelante y casi siempre inscritos dentro del campo desde editoriales independientes– realizan su carrera formativa fuera del país: Barcelona, Nueva York o Iowa. Son quienes se regocijan de su condición de extranjería y parecen querer desprenderse de etiquetas nacionales para convertirse en escritores del mundo. Viven su exilio como un proceso natural y no siempre problemático. Aquí podríamos ubicar, por ejemplo, a Claudia Apablaza (1978), Francisco Díaz Klassen (1984) y Antonio Díaz Oliva (1985).
[11] El protagonista persiste y lucha por intentar recomponer el pasado, por dar con el cuaderno perdido. Esto nos remite a la distinción que Ana María Amar Sánchez establece entre los llamados “fracasados” y los “perdedores”. En su artículo sobre políticas de la memoria en narradores rioplantenses de post-dictadura, “Perdedores en años de derrota”, nos dice que los primeros viven en la melancolía y en la nostalgia de lo perdido. Están, por tanto, sumidos en una derrota personal, ligada al individuo solitario y desadaptado propio de la literatura anglosajona. En cambio, ser un perdedor se liga a una derrota que es también política. Como ejemplo de los primeros, Amar Sánchez pone el lamento del tango: “tenemos una clara diferencia, una irreconciliable distancia entre la resignación, la aceptación o, incluso, la traición y, por otro lado, la resistencia: la capacidad de memoria frente a la derrota. Los perdedores que no se dan por vencidos han tomado la decisión de persistir y, tercos, se obstinan en sus convicciones” (67). Olavarría se debate entre el primer y el segundo tipo propuesto por la autora, no obstante, parece querer avanzar y mostrar su compromiso con el segundo.
[12] De la mano de la supuesta trilogía de Roberto Brodsky (Bosque quemado, 2007; Veneno, 2012; Casa chilena, 2015), Cánovas establece una relación entre el marxismo y algunas religiones como es el mesianismo judaico. Tal vínculo es establecido en el marco del Congreso ILLI 2016, realizado en la ciudad de Jena, y pronto será publicado en una revista académica nacional. En Bosque quemado (2008), por ejemplo, el comunismo es experimentado como un mandato mesiánico. En la novela, en efecto, también aparecería el amor y el comunismo en cuanto ilusiones perdidas; tal como ocurre en las obras de Olavarría, quien decide materializar dicho proceso a través de la figura del cuaderno. Esta actitud mesiánica aparece delineada en Cuaderno esclavo cuando el narrador nos cuenta, a propósito de su cumpleaños, que nació exactamente 100 años después de que Chile le declarara la guerra a Perú en la Batalla del Pacífico. Ello lo acaba aferrando al sueño mesiánico de reconciliar ambos pueblos.
[13] Como señala Fredric Jameson en su Teoría de la postmodernidad, hoy asistimos a una supremacía de las categorías espaciales por sobre las temporales. La hipertrofia del espacio en las propuestas modernas tiene que ver, en última instancia, con una reacción generacional contra la retórica de la temporalidad oficial. Vivimos una época en la cual el espacio y la lógica espacial acaba por dominar cualquier tentativa orientada a organizar los aspectos de la cultura. Esta situación ya habría sido adelantada por Foucault en su “Conferencia sobre los espacios otros” dictada en 1967 en el Cercle des études architecturals de París: “La época actual quizá sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de lo simultáneo, estamos en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y lo lejano, de lo uno al lado de lo otro, de lo disperso. Estamos en un momento en que el mundo se experimenta, creo, menos como una gran vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que une puntos y se entreteje”.
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Referencias
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