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POEMAS DE JOSE ANTONIO GUAJARDO
A modo de presentación

Rafael Rubio

 

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No todos los días se tiene el privilegio de asistir al crecimiento de un poeta con el talento de José Antonio Guajardo.  Poco común es la seriedad con que, a los veintidós años,  practica su oficio, su lucidez al momento de reflexionar sobre la escritura propia y ajena, entendiendo la poesía como un trabajo, no esencialmente distinto a otras ocupaciones humanas más “materiales”; una labor que exige disciplina, lectura y ejercitación, si es que no se quiere caer en el visceralismo adolescente de los novísimos y novisísimos,  para quienes vale más la “actitud” de poeta –entendido como un “artista” en el sentido más burgués del término-  que la habilidad para trabajar sobre la materialidad de las palabras.  Antonio sorprende por su versatilidad en el manejo de distintos formatos métricos, todos ellos practicados con excelentes resultados. En particular, su dominio de la sextina, forma estrófica de origen provenzal que exige sortear enormes dificultades formales y técnicas, para su realización más eficaz.  José Antonio suele trabajar a partir de determinados “retos estilísticos” –como los llama el poeta Carlos Germán Belli- los cuales siempre logra resolver, produciendo textos cuyo valor excede, por cierto, el mero cumplimiento de dichos retos. Y excede el puro logro del desafío formal, en tanto en sus poemas hay pasión, fuerza, vitalidad, contenidas siempre por una mirada crítica que da cuenta de un poeta lúcido que observa siempre con distancia hasta los sentimientos más desoladores, aquellos que parecería que exigieran de parte del sujeto el desborde y el descontrol.  Cuando practica el verso libre los resultados son igualmente notables. Su sentido del ritmo es muy fino. El ritmo –que es la resistencia de la palabra a ser olvidada- sostiene sus textos como un fundamento sólido y robusto.
 
Admiro en José Antonio su dedicación al oficio, la vitalidad que zumba en sus poemas, su inagotable  capacidad de trabajo, como el buen proletario de la palabra que es.  Tengo el honor –¡y la alegría!- de conocerlo y puedo decir que es un poeta, en el más rotundo sentido de la palabra.

A continuación transcribo cuatro de sus textos, que forman parte de un proyecto de libro, tentativamente titulado “Donde las luciérnagas mueren”, que sin duda será un aporte valioso a la poesía chilena actual.

 

 

ELEMENTAL

Mi sed de aire llevaría al cielo 
mas tus ojos se parecen al aire.
Ellos encienden en mí sed, el fuego
que nuevamente me atan  a la tierra
Yo como siempre debo ser la piedra
que no puede besar tan sólo el agua.

No te puedo pedir  que me des agua
cuando no puedes ni mirar al cielo.
No por  azar me considero  piedra
sin brazos por poder palpar su aire.
Al final estar por ti en la propia tierra
es tan o más doloroso que el fuego.

Gracioso es que en tu cuerpo duerma el fuego
que mi alma necesita como el agua.
Sin tan sólo pudiera ser la tierra
en la que debe sostenerse el cielo
que buscas tú como yo busco el aire
podré por fin dejar de ser la piedra.

Demás está decir que al ser la piedra
por lo menos aguanto un poco el fuego
que me hace ver distantes esas aguas.
El humo ahoga, y casi ya no hay aire
en este juego que no tiene tierras,
sin ley, sin Dios, sin ángeles ni cielo.

Contigo yo podría tocar cielos
aunque no suelan hacerlo las piedras,
pues no tenemos nada más que tierra
y la tierra es la luz que pisa el fuego
ansiando sin saber un poco de aire
en este mar que tiene inquieta el agua.

Después de la tormenta queda el agua
que, al ser igual que yo, no toca el cielo.
Si nadie en esta historia toma aire
seríamos al fin un mar de piedras
que sin querer se bañan en el fuego.
pues siempre todos vuelven a la tierra.

Si siendo yo tu  tierra y tú mi cielo
¿Cómo apagar mi fuego sin tu agua                        
sin que mis piedras bailen junto al aire?

 

 

HONG KONG

Dios:
Entremedio de los barcos dormidos
las luces iluminan mis sueños.
De rodillas -entre las rejas eléctricas-
no soy  más que una hoja de cerezo que cae. 
Las personas ponen sus sueños en barcos de papel
que surcan los cielos, llevados
por sus propias lágrimas.
Miro entre mis dedos
el rayo que partió el árbol de mi cabeza:
la luz nace donde el fuego duerme.
Aquel que me enseñó ya olvidó como vivir
Y la misma belleza se siente sola porque nadie le hace mimos.
He aprendido a amar entre la ciudad y la luna
Y entre la ciudad y la luna me he desangrado mil veces.
En noches como esta ya no nos queda nada:
las luciérnagas ya se van a dormir para siempre
y los ojos se cierran
de tanta flor que la tierra le llueve a la luna.
Aquí estoy otra vez
como un montón de huesos rotos
y un pedazo de espíritu
para preguntarte otra vez Dios mío:
¿Quién soy yo?

 

 

EL HOMBRE SIN NOMBRE

El hombre sin nombre nada significa
mirando al suelo sólo permanece.
Su rostro se parece a la lluvia y su voz
mira más que habla.
Vive esperando a que un sueño lo tome
del árbol que sostiene las estrellas.
El hombre sin nombre ni su hambre significa.
Se desliza por la tierra como un susurro, oyendo
las canciones que los niños cantan, esperando
el día en que no sea un forastero.

 

 

QUEBRADOS

Yo los he visto a ellos,
caer entre la noche y la tarde
como un susurro en la oscuridad.
Están rotos y nacieron sin corazón
Con la luz dolorosa frente a sus ojos,
lejos como un recuerdo impreciso.
Ellos están rotos como nosotros.
Y nuestro aliento los ahoga.
No hay nada que les puedas decir
ni consuelo que valga
cuando sus ojos lloran su ceguera.



 


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