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"Escorial". Poesía de Manuel Silva Acevedo
México DF: Andrógino, 2007. 36 págs.

Escorial de Manuel Silva Acevedo: el dedo en la llaga

Por Rafael Rubio
rirubio@uc.cl
Taller de Letras Nº43, segundo semestre 2008


Escorial es el título del libro más reciente publicado por el poeta chileno Manuel Silva Acevedo (1942): una voz fundamental dentro de la geografía poética de esta larga y angosta franja de dolor que es Chile. Miembro destacado de la llamada “generación de los sesenta”, es autor de una obra extensa y consistente que comprende entre sus títulos: Perturbaciones (1967), Lobos y ovejas (1976), Mester de bastardía (1977), Monte de Venus (1979), Terrores diurnos (1982), Palos de ciego (1986), Desandar lo andado (1988), Canto rodado (1995), Houdini (1996), Suma alzada (1998), Cara de hereje (2000), Día quinto (2002) y Campo de amarte (2006).

El libro consta de 27 poemas, agrupados en dos secciones no tituladas, señaladas con un número romano. Los títulos de los poemas, en su mayor parte, aluden –explícita o implícitamente– al código religioso judeo-cristiano: “Su voluntad”, “Lunes de ceniza”, “Lenguas de fuego”, “Padrenuestro”, “Oración”, “Mi nombre es legión”, “Acto de fe”, “Hijo pródigo”, “Si alguno tiene sed”, “Peregrino”, “Paso del desierto”, “El dedo en la llaga”. Algunos de ellos se refieren explícitamente a algunos episodios del texto bíblico.

Desde una primera lectura –visual y auditiva– de los textos, impacta el vigor formal, la artesanía robusta que los constituye; rigurosidad que identifica con rasgos inconfundibles todo el trabajo poético de Manuel Silva Acevedo. Aunque el poeta no adscriba por entero al cultivo del viejo –y cada vez más desprestigiado– oficio de las sílabas contadas, destaca en la construcción de algunos endecasílabos memorables: “de lobo y de cordero soy un híbrido”, “La dulce tierra que me prometiste/ se me hizo polvo, llampo desolado”. Los alejandrinos, cuando los hay, restallan: “Con mano sigilosa me buscó en las tinieblas/ con mano redentora me indicó la salida”. Fuera de la visita cordial a estas ilustres medidas silábicas, nuestro autor no se ciñe a ninguna estructura métrica definida, salvo en el texto “Dónde”, en el cual el poeta se acerca –con distancia y libertad– a la décima española. Las cuartetas alejandrinas, por su parte, se alzan victoriosas en el poema final “Paso del desierto” que cierra –con vigor– el libro. Asoma en Escorial la rima asonante y, en menor número, la consonante. Escorial evoca y revive la mejor tradición poética española: Gonzalo de Berceo, Juan Ruiz, Jorge Manrique. Pero por sobre todos, Don Francisco de Quevedo (“el abuelo instantáneo de los dinamiteros”, dice César Vallejo). No solo por la robustez furiosa de su lenguaje, el uso desparpajado de la coloquialidad (tan descollante en sus sonetos satíricos) y la presencia de un humor negro de noble estirpe, sino también por ese espíritu estoico que abraza y abrasa a estos dos poetas remotos y cercanos. Su trabajo con la oralidad y el habla coloquial –que entre los nuestros, echa raíces en Carlos Pezoa Véliz y Nicanor Parra– convoca generosamente a un lector no necesariamente versado en los misterios de la poesía. Poesía castiza –en el mejor de los sentidos– enriquecida por los hallazgos de la antipoesía. Poesía castiza, pero no puritana. Manuel Silva Acevedo incorpora elementos del habla popular chilena, frases hechas que adquieren en sus textos vigor y fuerza y que aproximan (y aprojiman) cariñosamente al lector: “Me pasé de la raya/ me pasé de avivado/ me acostumbré a hacer mi antojo/ se me pegó el resabio/ hasta que vine a hacer de panza/ en el barro”. Siguiendo con las filiaciones, puede apreciarse en estos poemas un sustrato entrañablemente mistraliano, en lo que respecta a ese tono arcaizante (en el mejor de los sentidos), pétreo, hosco y seco de la vieja Castilla del Valle de Elqui o de ese pobre Santiago de Chuco, donde el cholo Vallejo se rasca la cabeza sobre un montón de cenizas (la ceniza de su madre y sus hermanos Aguedita, Nativa y Miguel), a lo Job. Como la poesía de César Vallejo, los poemas de Manuel Silva Acevedo rehúyen el lujo, el adorno, el aspaviento: poesía medular y al hueso.

La dedicatoria inaugural –de tipo exhortativa– se dirige a un tú no identificado con nombre y seña: “A ti/ que sobre mi hombro/ esto que escribo atisbas:/ si estos versos que apunto/ fueran tuyos/ si tú me los soplaras al oído/ un cántico serían/ de júbilo serían/ pero apenas son míos/ píos de pollo desde la caída”. No entendemos la identidad de ese destinatario sino cuando ya hemos leído el poemario completo. Eseno es otro que el Dios castigador de los judíos, el cual en el poema final se presenta como el Dios perdonador y paternal del Nuevo Testamento. Este Dios observa lo que el poeta escribe, “por sobre su hombro” (¿censor?, ¿ojo tutelar? ¿testigo mudo de su escritura?). El poeta declara –con pena, con resignación– que sus versos no han sido inspirados por él. Son poemas de inspiración
humana, no divina. Ni jubilosos ni místicos. Ni Santa Teresa ni San Juan.

Los poemas –anuncia Silva Acevedo– serán “píos de pollo desde la caída”. “Píos” en su doble sentido: lo “piadoso” y el sonido que emiten los pollos. Avecitas a medio camino entre el huevo y el gallo (o la gallina). El pollo, no el gallo ilustre que cantó tres veces la mañana del apresamiento de Jesús por los soldados romanos, canto que inspirara la triple negativa de piedra de San Pedro y el poema “Gallo” de la Pieza oscura de Enrique Lihn. Útil será recordar la frase coloquial criolla “echarse el pollo”, es decir, esconderse o huir ante la inminencia de un peligro o una presencia amenazante ¿el dolor? ¿el castigo divino? ¿la muerte?, que es precisamente lo que no hace el autor.

La identificación del hablante con esta ave echa raíces en la obsesión zoológica de Manuel Silva Acevedo, cuyo fruto más notable y memorable es el libro Lobos y ovejas, que ha sido leído como una valiente alegoría política.

Manuel Silva Acevedo utiliza una modestia autodeprecatoria, que no se condice con la real significación de Escorial. No son “píos de pollo” lo que oímos –creo–, sino el canto vigoroso de un gallo herido: gallo rebelde que no da cuenta del amanecer, sino –a la inversa– de la noche oscura del alma. Poesía corajuda, agallada y llagada.

Una pregunta a responder –pero fuera del ámbito limitado de esta reseña– es si esta poesía es o no –y con qué matices– poesía religiosa o lo que se ha dado en llamar poesía piadosa. Las alusiones bíblicas son, por cierto, evidentes. Una lectura responsable de estos textos tendría que hacerse cargo, necesariamente, de esa remisión intertextual, aunque estos poemas sean fundamentalmente poemas que deben ser estudiados como tal y no solo en función de su religiosidad, pues trascienden –por fortuna– esa lectura. Escorial no es precisamente una alabanza a la generosidad infinita de Dios. Excede el ámbito de la poesía pía o devota, al menos en los términos en que se suele catalogar –limitadamente– la poesía de inspiración religiosa. Hay en Escorial una religiosidad más judaica que católica, en lo que se refiere a la oración entendida como un pleito con Dios: una oración rebelde, a lo Job. La blasfemia –como expresión humana del sentimiento de rabia contra un dolor que se considera inmerecido– es sin duda un componente dialéctico de la devoción. Una fe que no se escarnece a sí misma –ni se pone con furia en duda– no es una fe cabalmente humana ni profunda ni real. En el poema “Lenguas de fuego” –título que alude al descenso del espíritu santo a los apóstoles el día de Pentecostés– se menciona explícitamente la blasfemia: “Escupo al cielo/ mis blasfemias se deslizan/ como lenguas de fuego/ sobre fragmentos/ de la última cena”. En el texto “A ver qué queda” se profieren algunas blasfemias memorables: “voy a arrojar el cáliz/ contra el suelo” o “Voy a escupir el pan, aunque me duela”, rabia formidablemente construida desde los primeros versos, mediante la aliteración en rr: arrojar, regar, tierra, escupir. El verso “Aquí en estos versos soy el amo” se lee como una airada y soberbia declaración de desasimiento triunfal del yugo divino. El poeta es un creador (como Dios) y en sus poemas manda él. Las blasfemias ceden, sin embargo, a favor de la reconciliación gozosa y dolorosa con Dios en el hermosísimo poema “Paso del desierto”. Cito algunos versos: “Con mano sigilosa me buscó en las tinieblas/ con mano redentora me indicó la salida” y “Con indulgente mano borró mis rebeldías/ con mano de piedad me concedió el perdón”.

En “Híbrido” se enuncia la imposibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Los primeros dos versos parecen una respuesta airada a Santo Tomás de Kempis, autor de La imitación de Cristo, donde el beato expone la regla del “desprecio del mundo” como condición básica de la santidad. El poeta declara: “No me pidan cosas imposibles/ no me pidan que remede a Cristo”. ¿Qué imposibilita al poeta a emprender la ilustre tarea de emular al hijo de Dios? Por cierto, su condición humana: “de lobo y de cordero soy un híbrido”. No seguir a Cristo no es una decisión; no es que no queramos seguir a Cristo; lo que sucede es que simplemente no podemos (“no nos da el cuero”, como podría haber buenamente dicho el poeta Silva Acevedo). No somos santos ni profetas ni Cristos, aunque llevemos a la espalda una cruz más grande que la que a él le tocó –con mayor éxito de público que nosotros– arrastrar.

Mención especial merece el poema “Padrenuestro”, en el que se expone –con humor negro– una interesante lectura del suicidio. Cito: “Visualizo un revolver/ ahora parece un crucifijo/ me lo pongo en la boca/ ahora parece un padrenuestro”. El símil entre revólver y crucifijo es desafiante (Nicanor Parra, en uno de sus antipoemas, compararía la cruz –algo más livianamente– con una mujer de piernas abiertas). El suicida es, por definición, un abandonado de Dios. Pero Dios aquí está presente en el acto mismo del suicidio y más radicalmente aún, está encarnado en el arma mortal. El suicida no es entonces un abandonado y Dios asiste paternalmente a ese paradójico acto de autoconmiseración. Por otra parte, la cruz representa la condena injusta por antonomasia: el suicida es un condenado, pero un condenado que se condena (o se salva) a sí mismo.

“Un lugar en la tierra” es un poema mayor: “Átenme bien atado/ a la Cordillera de los Males/ la nieve me sabe amarga/ la hiel me sabe a sangre/ Todo lo que pido/ es un lugar en la tierra/ El cielo está vedado/ Todo lo que pido y reclamo/ es mi derecho a la Cruz/ único asidero”. Observemos cómo la Cordillera de Los Andes –icono de nuestro imaginario nacional– se transforma –por obra del dolor– en la “Cordillera de Los Males”. De un espacio nacional paradisíaco (Chile como la copia feliz del edén) nos desplazamos hacia el infierno. Es inevitable no relacionar esta cordillera de Los Males con la “Cordillera del Duce” del Anteparaíso zuritano. Los versos “Todo lo que pido/ es un lugar en la tierra/ el cielo está vedado” resumen el pesimismo que recorre el poemario, además de iluminar la dirección a la que apunta la religiosidad de Escorial. El poeta se dirige a Dios no para pedirle un lugar en el cielo (aspiración a la trascendencia), sino un lugar para su cuerpo (aspiración a la inmanencia). El cielo está cerrado con cadenas de bronce. Parra había escrito “el cielo se está cayendo a pedazos”. Manuel Silva es más cauteloso, pero más radical. El cielo no se está cayendo, sino que se ha vuelto un espacio al que el hombre no puede acceder. De ahí el desgarro y la imposibilidad de revertir el destierro nuestro (o mejor: nuestro “descielo”). Puede esbozarse también una lectura política del texto, a partir de la imagen de la “Cordillera de los Males”. El hablante es un exiliado que pide a Dios el retorno a una tierra en la cual vivir y morir: “Yo sólo pido un lugar en la tierra”. La figura del desterrado se retoma, además, en los dos primeros versos del poema “Memoria latente”: “Me muero de nostalgia/ de un algo y un lugar”.

El sentido de la permanente alusión al relato bíblico inscrita a lo largo de todo el libro, se aclara en el texto “El dedo en la llaga”, donde el poeta se identifica con los siguientes personajes bíblicos: Judas, Pedro, Lázaro, Zaqueo, Mateo el publicano y Santo Tomás. Este último es abordado como el escéptico por antonomasia, el cual exige como condición de fe una comprobación empírica de la divinidad de Cristo. Silva Acevedo no sólo pone el dedo en la llaga de Cristo, como Tomás, sino también, y por sobre todo, en su propia llaga. Tácitamente este Tomás es retomado en la alusión a Enrique Lihn, uno de los escépticos más devotos de nuestra poesía. Me refiero al texto “Acto de fe”. Cito: “hago lo que Lihn y escribo/ que trato de creer en lo que escribo”. La referencia a Enrique Lihn –escéptico hasta de la propia poesía– es muy significativa en el contexto de este libro.

Los poemas que componen Escorial son, pues, una muestra de alta poesía, que confirman –con sólidos argumentos– el lugar relevante que ocupa el poeta Manuel Silva Acevedo en el panorama de la poesía chilena contemporánea. Escorial deslumbra (por su técnica) y conmueve (por su desgarrador contenido humano) o bien, conmueve (por su técnica) y deslumbra (por su profundo desgarro humano).

Se entiende que el título del poemario Escorial (“montón de escorias”) alude a la miseria humana, y más desgarradoramente, al montoncito de huesos rotos (y no el polvo enamorado) en que va a ir a parar la totalidad de nuestros sueños de grandeza. Pero habría que aclarar algo: estos poemas no son un montón de escorias, sino, por el contrario, un tesoro real.

 

 

 

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