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        Poesía de Rafael Rubio 
        Luz Rabiosa: para un padre y el otro
            
            Por Magdalena Infante
          
            minfantek@gmail.com
            Taller de Letras Nº42, 2008 
         
        
        
         Recibir Luz rabiosa es tener entre las 
          manos un libro literalmente oscuro: la 
          cubierta negra repite la rabia del título 
          en letras rojas y un tenedor de tridentes 
          retorcidos refleja una luminosidad indirecta 
          que llega desde el nombre del autor, en 
          blanco. La contratapa, negra también, 
          indica: “Adentro de lo oscuro hay una  luz 
          rabiosa”. Primera invitación a abrir esta 
          negrura y lanzarse a la caza de la luz y 
          su rabioso origen, la muerte.
luz 
          rabiosa”. Primera invitación a abrir esta 
          negrura y lanzarse a la caza de la luz y 
          su rabioso origen, la muerte.
          
          Asombra que Luz rabiosa requiere lectura 
          continua, conocer qué ocurrió después, 
          proseguir hasta encontrar la aparición 
          de la sinestesia que lleva por título. 
          Normalmente los poemas se leen de a 
          uno. No es el caso de este libro, que junto 
          a su lenguaje eminentemente poético 
          y a su sonido deliberadamente musical
          presenta un desarrollo narrativo en esa 
          necesidad de seguir la curva de conflicto- nudo- 
          desenlace.
          
          Siguiendo un movimiento que va desde 
          el descendimiento al levantamiento, 
          los poemas que constituyen este libro 
          están organizados de modo que el 
          lector se sumerja en el ritmo pleno de 
          aliteraciones hasta la profundidad de la 
          tristeza y la rabia, para resurgir luego, 
          subiendo en notas más humorísticas y 
          claras hasta la superficie de la luz que, 
          paradójicamente, proviene de lo oscuro. 
          Sin embargo, existen quiebres en esta
          fluidez, pero actúan como detenciones 
          que aportan distancia y que permiten 
          reflexionar, con suma honestidad, sobre 
          la propia pluma.
          
          Rubio toma prestadas las palabras 
          de Eduardo Anguita para 
          darnos la bienvenida a este 
          mausoleo verbal, con el epígrafe 
          que nos habla tácitamente de la 
          muerte: “habíamos permanecido 
          demasiado / tiempo en la vida 
          / y creíamos que eso era natural”. 
          Esta aparición se prolonga 
          durante toda la lectura: y a ella 
          se superponen los otros temas 
          que Rubio aborda a propósito 
          de la muerte de su padre: la 
          muerte en general, la ausencia 
          en la mesa familiar, el humor 
          negro, las explicaciones de la fe, 
          la posibilidad de una escritura 
          sobre la muerte. Las palabras 
          que elige para representarlas 
          marcan un estilo en el que se 
          reconocen muchas lecturas previas, 
          pero que logra desarrollar 
          una voz personal. Junto con 
          la creación de un vocabulario
          verbal imperativo, –“desmádrese”, 
  “peñásquese”, “enhuésese”, 
  “empérrese”– el poemario se 
          caracteriza por retomar una y 
          otra vez las metáforas “piedra”, 
  “hiedra” y “huesos”. El uso de la 
          métrica regular y la rima –bastante 
          inusual entre los autores 
          actuales– aporta una percepción 
          muy clara de la labor artesanal
          que significa hacer un poema: 
          aquí funcionan como artefactos, 
          como pequeñas máquinas que 
          a partir de trucos literarios se 
          ponen en marcha para deleitar  –o desesperar– al lector.
          
          Tras el epígrafe y un poema brevísimo 
          que actúa como prefacio  –“Más solo que una lágrima / en 
          el párpado / de un muerto”–, 
          comienza el Descendimiento. En 
          este apartado se entra por medio 
          de una Oración de gracias, que 
          más que agradecer, pide el definitivo 
          alejamiento de la presencia 
          de la muerte, la consumación de 
          la partida: “apágale los ojos con 
          furia, Señor, no quiero que me 
          vea / arrancarme la cara blasfemando 
          / el misterio del semen” 
          (10). A Dios se lo interpela como 
          interlocutor responsable, en una 
          pregunta que no es más que una 
          orden y que, como tal, espera  –desesperado– una respuesta.
          
          En la primera elegía se percibe ya 
          la furia en el sonido: la aliteración 
          del sonido r y rr hace resonar el 
          temblor de ira que vive en cada 
          verso: “y entre las piedras que 
          mordimos, presos / escarbamos 
          bajo la sombra fría / una rabia 
          más honda que la tierra / y más 
          ancha que el padre, todavía. / 
          Y en lo más muerto de mi voz 
          entierra / la espina de mi madre, 
          vergonzosa/ de atravesarse en 
          mí. La noche emperra/ una rabia
          de púas, numerosa” (14). Esta 
          indignación se va haciendo más 
          profunda y expresiva a medida 
          que se avanza en la lectura. Ya 
          en la séptima y última elegía 
          funciona como una letanía de 
          la ira, en la que cada verso es 
          una exclamación heptasílaba 
          enérgica y furiosa, que termina 
          con la repetición de la pregunta 
          en forma triple, lo que nos hace 
          pensar en la negativa de una 
          respuesta: “Quién me enroscó 
          la lengua / ¡Dónde estará mi 
          padre! / Moscardón de la ira /  ¡Dónde estará mi padre! / resonante 
          carajo / ¡Dónde estará 
          mi padre!” (28). Hasta aquí, la 
          muerte se presenta como un 
          hecho definitivo, que no ofrece 
          explicación ni consuelo. Es difícil 
          imaginar cómo abordará el 
          hablante el mismo tema de ahí 
          en adelante si ya en el octavo
          poema llegó al abandono ante el 
          vacío. Pero un cambio de tono y 
          de estilo producen a continuación 
          un quiebre que cambia el rumbo 
          del poemario.
          
          Al finalizar las elegías, el autor 
          inserta una declaración que, con 
          honestidad y frescura, se saca la 
          máscara de la construcción literaria 
          y explicita la voz impostada 
          que ha usado para conmover al 
          lector. Es así que, en esta suerte 
          de “versión tras bambalinas”, 
          se nos permite tomar distancia 
          frente a la abundancia de 
          carne, piedras y sangre de los 
          poemas anteriores, justamente 
          revelando la operación que ha 
          llevado las palabras al papel: 
          Rubio se expresa en un tono 
          antipoético que, recordando la 
          ironía de Parra, acepta toda la 
          realidad de la construcción del 
          poema y pone de manifiesto  –como señala Pessoa– que ha 
          fingido que es dolor el dolor que 
          en verdad siente. Porque, para 
          Rubio, el trabajo del escritor no 
          es diferente al del albañil. Este 
          poeta considera la poesía como 
          un oficio más, un trabajo de 
          manufactura en el que la única 
          diferencia con el artesano está 
          en que la materia sobre la que se 
          trabaja es el lenguaje: “el dolor 
          puede ser de utilidad / siempre 
          y cuando no atente contra la / rigurosidad 
          del edificio. / El templo 
          del poema debe estar / sostenido 
          por los números. Sólo eso / será 
          garantía de profundidad / si se 
          quiere atraer la compasión / 
          de un lector habituado al verso 
          libre” (30).
          
          Tras este alto, el libro continúa 
          con Cenatorio, una serie de 
          poemas que enfatizan la ausencia 
          del padre en el momento de la 
          reunión familiar en torno a la 
          mesa. Es uno de los momentos 
          más logrados de Luz rabiosa, en 
          que juntando la tristeza del “Hoy 
          he almorzado solo” de Vallejo, 
          con el desenfado de Quevedo, 
          logra presentar en un lenguaje 
          nuevo la necesidad de burlar la 
          desesperación de la muerte, por 
          medio de una ira exasperada, que 
          entre preguntas y exclamaciones 
          se acerca al humor negro. Las 
          verduras, las sillas, los propios 
          cubiertos se personifican para 
          mostrar la irritación de la familia 
          reunida y rota: “la tarde sobre 
          las verduras ¡Tarde / fue a parar 
          la amargura del almuerzo! / Que 
          ya no habrá –¡carajo!– quien nos
          guarde / el mendrugo infinito de 
          perverso / La hermana –bullanguera 
          de orfanato– / Hace sonar 
          la sopa con inverso / Clarín, ¡del 
          hambre! ¿borbotón? Y al rato / 
          La torcida moral de la cuchara / 
          Toca el abismo funeral del plato” 
          (40).
          
          Tal como la extraña sinestesia 
          que lleva por nombre, Luz rabiosa          presenta una constante 
          tensión entre el respeto ante el 
          misterio y la necesidad de desacralizar 
          la pompa fúnebre. Esta 
          tendencia se observa también
          en la contraposición entre las 
  “Misas” y “Oraciones” y el “Arte 
          poética” que las sigue, que se 
          lee como una confesión que se 
          desdice de todo lo anterior. Otro 
          contraste más se presenta entre 
          la primera parte del poemario y 
          su conclusión, “Levantamiento”. 
          Aparecen aquí unos versos claros, 
          en los que a pesar de encontrarse 
          también la rabia y la sangre, se 
          emerge ya del mundo de ultratumba 
          de los poemas previos. 
          Ciertamente, en comparación 
          con el dramatismo y la tensión 
          entre ficción y honestidad de  “Descendimiento”, los poemas 
          finales no tienen la fuerza expresiva 
          de los primeros. Pero 
          justamente presentan esa incipiente 
          luz de que habla el título. 
          Con una temática rural bastante 
          ajena a la poesía contemporánea
          llena de electrodomésticos se 
          levanta la voz a las alturas, a las 
          cabras que suben la montaña, a 
          las abejas, a los trigos, a la aves, 
          al sol: “Al gallo, fuego y rayo de 
          metales en la fragua / del cuerno 
          y sale al aire en un relámpago de 
          cardos / sangrando y es el mundo 
          el que renace sin embargo / ¡Y 
          el gallo el que lo debe pregonar 
          gritando alto!” (104).
          
          Rubio se inscribe en una tradición 
          difícil y él mismo reconoce a viva 
          voz el desafío que esto significa. 
          Inspiradora de grandes obras, 
          la muerte del padre ha sido, en 
          distintos estilos y por motivos 
          varios, definitoria en la literatura 
          universal: Manrique en las Coplas, 
          Camus con El primer hombre, 
          el contemporáneo colombiano 
          Héctor Abad en su testimonio El 
          olvido que seremos… En Luz rabiosa 
          el tratamiento de la muerte 
          evoluciona, desde el padre de 
          carne y hueso al padre espiritual, 
          infinito. Con todo el repertorio 
          religioso que Rubio pone en duda, 
          finalmente el poemario concluye 
          en este espíritu. Volviendo a su 
          nombre, se muerde la cola. Y, 
          si los poemas previos han descrito 
          el origen de la rabia, en el
  “Epílogo” se atisba el comienzo 
          de la luz.
        
          Luz rabiosa.
Rafael Rubio.
Los Ángeles: Camino
del Ciego Ediciones, 2007.
108 pp.