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EXHUMACIONES DE YENY DIAZ: EL RITO DEL DUELO
Camino del Ciego Ediciones

Colección de poesía Anversa. 75 pags. Diciembre, 2010.

Por Rafael Rubio Barrientos

Todos los anónimos mueren fusilados
(Yeny Díaz Wentén)

Este verso –todos los anónimos mueren fusilados- es la antesala del extenso e intenso poema “Manuel Cruces”, de la segunda sección del poemario: Los callados. El verso mismo es un disparo, un escopetazo que apunta finamente al corazón del lector, no para fulminarlo, sino para despertarlo, para abrirnos los ojos. La anonimia o anonimato –la ausencia de “nombre”- se presenta como una culpa, como una infracción que debe ser castigada con el fusilamiento, con la pena de muerte. Esta falta de nombre, contrasta con el renombre, atributo de los individuos públicamente reconocidos como “personas” y, por tanto, dignas de todos los respetos, privilegios y garantías. Quien no tiene nombre ni menos aún renombre es un sujeto descastado, un paria, un desaparecido, un don nadie. Nombrarlos, es decir, restituirles el nombre que les corresponde, es de alguna manera, darles el derecho a vivir, restituirle su derecho a ser tratadas como “personas”. Exhumar sus nombres es, a la vez, rescatarlos del olvido, reintegrarlos a la historia, que no es patrimonio de los héroes armados hasta los dientes, sino de los anónimos, los “sin apellido”, los armados de santa paciencia.  

Exhumar significa “desenterrar” o sacar de la sepultura un cadáver. En términos etimológicos, literalmente: “fuera de la tierra”. Esta idea de sacar un cuerpo fuera de la tierra, tiene, sin duda alguna, una connotación ritual, por una parte y genésica, por otra. Ritual, en el contexto de algunas tradiciones aun vigentes hoy, donde la exhumación es una práctica ceremonial, en la que uno de los deudos -una mujer-  extrae los huesos de su muerto, para limpiarlos, purificarlos y luego dejarlos en su aposento definitivo. Este segundo funeral, practicado por la etnia de los Wayuu en la región colombiana de Guajira, se realiza pasados 5 años del fallecimiento: momento en que ya se ha producido la verdadera muerte, que es la separación entre la carne y los huesos; instante en que el difunto se aleja definitivamente de la tierra. Genésica, pues el cuerpo es sacado de la tierra. La mujer –encargada de la exhumación- oficia de partera, de madrecita dulce que da a luz nuevamente el cuerpo amado.   La palabra “exhumación” tiene además muchas implicancias políticas, gracias a nuestra historia reciente, en que esa ritualidad potencial es reducida al plano de la pesquisa forense, que legaliza la “profanación” del cuerpo. “Exhumar” es recordar: volver a hacer pasar por el corazón; volver a corazonar, recorazonar.  Por eso, es que tanto exhumar como recordar son actos de resistencia contra el actual imperativo de progreso, innovación, desarrollo y mercado. La reducción de las horas destinadas al estudio de historia en los establecimientos educacionales –así como también el axioma de la “superación de los rencores del pasado” en aras de la unidad desarrollista- son signos de una ideología sospechosa, donde el individualismo institucionalizado implica el olvido de los vínculos humanos, familiares y maternos que nos constituyen. Promover el olvido de la historia, para separar al individuo de su tradición y su cultura - pertenencia común, no privada- es una triste estrategia mezquina. Sin ambagues, la historia es un hecho de sangre. Sangre como filiación y herida. Exhumar es, entonces, curar una herida, recordar y religar: ejecutar un rito que, por razones más que conocidas, los familiares de los ausentados no pudieron oficiar. 

Libro de duelo, dolor de cielo y luto, con el que Yeny Díaz Wentén entra con pie derecho en la poesía chilena actual. Una propuesta literaria y, por tanto social, cultural, política y ética, de gran calidad y coherencia, que contrasta con la frivolidad novísima de la producción poética más reciente, tan llena de perlas, plumas y chicos superestrellas.  

La primera sección del poemario, Animitas, inquieta y desasosiega desde la primera lectura. Aquí hablan los muertos, los habitantes de esas moradas humildes que la devoción popular bautizó como “animitas”. En nuestra tradición  las animitas señalan el lugar exacto donde murió alguien, por lo general,  en forma trágica. Es decir, indican el sitio exacto en que se produce la verdadera muerte: la separación entre el cuerpo y el alma (el ánima, el “animita”). Abundan en los caminos y, con menor o mayor frecuencia, en las calles de la ciudad.  Son, a menudo, objeto de devoción  y es habitual, por tanto, que cobijen velitas que anónimos devotos encienden por las noches. Esas luces que iluminan esporádicamente esas casitas de las almas, son los bastiones de resistencia religiosa de nuestro pueblo, frente al paganismo mercantil del capital foráneo.

Yeny Díaz Wentén  les cede la palabra a los muertos, como Juan Rulfo en Pedro Páramo, o como Edgar Lee Master en  su Antología de Spoon River.

“A la orilla de la carretera hago de`o pa que me lleven al cielo” es la primera línea de ese parlamento de sombras. Creo que este verso habla por sí solo. Es literal,  descarnadamente literal y, por tanto, no requiere explicarse, sino oirse. El habla de estos muertos es cantada, cantadita y susurrada apenas, para que no vayan a escucharlos los vivos que nada oyen ni ven: “Todos los días agarraba el aire/ de las cosas lindas que yo vía/ y lo esperaba, nunca tuvimos hijo/ yo era su niña, el cristal del huerto/ el vientecito me dicía”. Yeny Diáz  Wentén se resiste al anonimato de esas almas y, en consecuencia, registra sus nombres, como en un obituario cariñoso o  una lista de tristes desaparecidos: Clarisa Delfa Lancamil Llancamil, Clorinda Caridad Sepúlveda Painemilla, Juan Inocencio Moreno ramos, Diógenes Teófilo Castillo Cea, Sinforosa Pastora Montero, Jovita Libertad Huinao Pino. Estos son los nombres dignos de  renombre. No Derrida, Kristeva, ni Foucault: animitas –o palacios- de la elite (o la eltit) intelectual. Clarisa (clara risa), Clorinda Caridad (claridad linda), Inocencio Moreno Ramos (Inocencia de las ramas), Diógenes Teófilo (amigo de dios), Sinforosa pastora (rosa de los pastos, son nombres campesinos, ya olvidados por el habitante de las ciudades. Sorprende la musicalidad de estos nombres;  más que nombres de personas, parecieran ser nombres de pájaros.  Varios de los apellidos de estas ánimas son de origen mapuche y,  mayoritariamente, apellidos maternos, precedidos por el apellido español de rigor.  Mestizaje de sangre que se corresponde con el mestizaje entre vida y muerte, presencia y ausencia, alma y cuerpo, recuerdo y olvido.  Aparecen, además, entre estos nombres,  algunas palabras muy significativas: Caridad, Inocencia, Dios, Libertad. Esas palabras -¿qué significan hoy?- residen en casa de las animitas. Están muertas, son ánimas en pena. Nadie las ve ni las oye, pero algunos les tributan la luz de una vela. Sólo para ellos viven. Sólo ellos, los humildes,  las oyen y las ven. Sólo ellos las velan.

En la segunda sección del libro, Los callados, Yeny Diaz Wentén exhibe una potencia verbal sobrecogedora. Es, a su manera,  un extenso réquiem, dirigido a la familia.  Esta potencia verbal, desplegada en versos largos  y amplios desarrollos discursivos,  me recuerda sin duda el Réquiem de Humberto Díaz Casanueva,  Pedro Páramo de Juan Rufo,  por ese aire inquietante de fantasmagoría, de apariciones espectrales: la  permanente confusión entre muertos y vivos (¿quién está vivo, quién está muerto?).  La poeta, en éste su primer libro,  ha logrado hallar un tono personal, un “acento” de fina singularidad.  De las poetas mujeres que he leído,  creo que Yeny Díaz es la única poeta en cuya obra se puede apreciar una autenticidad análoga a la de Gabriela Mistral en sus dos obras fundamentales: Tala y Lagar. Nadie hasta ahora había podido entender  y aprehender  tan cercanamente el lenguaje mistraliano. La sobrepoblación de parrianos, lihneanos y nerudianos raya en el hacinamiento. La Mistral, en cambio, no ha tenido –hasta ahora- herederas dignas y cuando digo herederas, no quiero decir imitadoras, sino creadoras que asimilen los logros de su lenguaje, para construir uno propio, único e intransferible. Lenguaje hablado, cantado, cantadito. Genuina como la oralidad de la poesía de César Vallejo, Carlos Germán, Juan Rulfo, Floridor Pérez,  Violeta Parra, Jaime Quezada, con sus Huerfanías. Yenny Díaz exhuma el lenguaje familiar. No el lenguaje familiar de todos los días, sino ése que se canta cuando hay duelo.  De la Mistral, Yenny incorpora esa sequedad tan propia suya, esa aspereza rítmica, el lenguaje hablado y cantadito, mestizo, cholo y ritual: “Ave María pájara pulcra vela por mis hijas que voy”, “mi palomita, mi palomita mi Dios no me quiere ver”.   

En los poemas I-lesos –la tercera y última sección del libro- el tono descarnado, parece ceder a una ternura dulce y reposada, con la excepción feroz del poema “Restos”, a mi modo de ver, un texto excepcional, del que citaré la primera estrofa:

¿Qué bestia ha roto la constelación justa de las montañas
y tiró tu carne a las ciudades?
¿Qué bestia atacó la atadura de los pájaros
ánimas, río y tierra?
¿Quién cortó la estela de tu órgano más delgado
y voló tus cristalinos de un golpe cangroso?

 Y la estrofa final:

¿qué rumor de púas estranguló tu paso
y marcó tus ojos tan morenos de vergüenza?
¿qué Cristo te arrancó el espíritu de las aguas
y piedras y pumas de la sangre hirviente?

¿Qué Cristo, qué virgen te arrancó el espíritu?

Los poemas que le siguen son los poemas “no heridos” “ilesos”, a salvo del duelo doloroso de Los callados.  Aquí el lenguaje cantado, cantadito, tan de sur y tan de tierra, se oye con más nitidez que en las primeras dos secciones. Decir que son poemas celebratorios, sería inexacto. El dolor (el lamento) y la celebración (el canto) no son antinomios.  Suele suceder, sobre todo en la cultura popular rural de Hispanoamérica celebrar llorando.  Basta pensar en los ritos funerarios, verdaderos festejos en que se come y se bebe en abundancia, para que no se note la pobreza, para espantar la escasez de los días sin duelo. La prohibición de llorar ante el angelito, para que sus alas no se empapen y se vean imposibilitadas de elevar el vuelo, es una muestra categórica de esta síntesis dialéctica entre lamento y júbilo, celebración y duelo, privación y abundancia. El último poema de esta tercera y última sección Exhumaciones merece una atenciónmás detenida.Se trata del poema final “Arrullo del canelo” compuesto de versos heptasílabos, cuya sucesión se fundamenta en la repetición de un estribillo “cae, canelo cae”; recurso de reiteración que la otorga al poema un ritmo de letanía, de conjuro ritual, con el que se cierra el libro. Este conjuro contra la muerte de un niño (“Niño pequeño cae/ duerme la noche niña”) le transfiere al “arrullo” un aire de canción de cuna. El arrullo además tiene como correlato un hecho de la contingencia: el cobarde disparo por la espalda que acabó con la vida del joven Mapuche Matías Catrileo. Ese acto de agresión institucional al joven Catrileo –metonimia del pueblo mapuche en su totalidad- es simbólicamente dirigido al canelo, árbol sagrado de nuestros hermanos peñi (cae canelo cae)

No caben eufemismos ni guantes de seda –ni rímel ni maquillajes perlas y oropeles-  al momento de dar cuenta de la muerte, que no es, como se nos ha hecho creer, una experiencia democrática. Exhumaciones es un libro, sin duda alguna, importante, cuyo tratamiento del duelo no incurre en el dramatismo solipsista de las elegías ni de la autovictimización solemne y grave de la lamentación personal. Yeny Díaz Wentén se atreve a transitar por un camino pedregoso, a contrapelo de las tendencias poéticas dominantes. No hablaré de vanguardia ni retaguardia (términos militares ofensivos y abyectos, que la academia transfiere a la historia de la literatura que es, se supone, el único lugarcito de  libertad que nos va quedando). Bastará decir que Yeny Díaz Wentén es absolutamente contemporánea, sin pretender serlo. Si parece que huye, será útil recordar el verso de Eliot: en un mundo de fugitivos, el que toma la dirección contraria, parece que huyera. Y aquí no hay huida, sino resistencia.

Es justo y necesario celebrar la cuidadosa edición realizada por Cristian Fuica, editor de la colección Anversa de Camino del ciego ediciones, quien puso corazón y rigor en la elaboración artística del libro.  Notable, por muchas razones, resulta el trabajo visual de la portada. Con reminiscencias de Eduard Munch, Fuica logra elaborar una imagen cabal a partir de las animitas de Exhumaciones: una doble hilera de sombras, a lo largo de un camino –o huella- dispuestas como postes de un tendido eléctrico rural,  que en lugar de luz, proyectaran sombras cabizbajas, detenidas en la observación de la tierra: su origen y su destino.


 

 

 

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