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Liras de la pérdida

Revisión a Luz Rabiosa de Rafael Rubio
Camino del ciego ediciones, Los Ángeles, 2007.

Por Diego Alfaro Palma
Revista Antítesis, número 4, Valparaíso, 2008.

 


"En mis manos levanto una tormenta/ de piedras, rayos y hachas estridentes/ sedienta de catástrofe y hambrienta" es la trascripción perfecta, en palabras del poeta Miguel Hernández, de la sensación de sostener el libro "Luz Rabiosa" de Rafael Rubio. La alusión es a la Elegía a Ramón Sijé que el poeta español escribiera en los años '30, y que Rubio cita como una de sus influencias profundas, pero que siendo sincero con el lector de esta reseña, me es justo agregar que aquí, en esta obra, es ampliamente superada. Anticipo que el texto que a continuación desgloso no es una crítica para lavarse las manos, sino al contrario: para ponerlas al fuego.

“Todo consiste en llegar al justo término/ y después, dar a luz la voz: dejar/ que se complete la muerte” nos dice Rubio al comienzo de “El arte de la Elegía”, uno de los poemas más logrados de este arte mortuorio, y que sella la primera parte de “Luz Rabiosa” titulada “Descendimiento”, y que junto con “Levantamiento”, congregan una mixtura de poemas que parecieran romper con la célebre teoría newtoniana de la gravitación universal. La apuesta del poeta es la de adentrarse en las fauces de la muerte, del duelo personal, siempre personal, como eje de su composición, ahondando con maestría en ella, para quitarle palabras, luchando codo a codo en una titánica labor –no sólo estética sino complejamente existencial- donde las oraciones de las Glosas Emilianenses (la primera y casual aparición del castellano) y los últimos y oceánicos versos de Huidobro, sin jerarquías, se alzan en este Requiem, fantasma persistente en la poesía castellana, de la que sin duda la muerte se sentiría honrada contendora.

Las Elegías son el comienzo de una sinfonía violenta, rasgada, ajada por el dolor. La entrada de la muerte en la vida, la insuficiencia que motiva el duelo, la rebelión contra un orden mayor, la herida, las terribles noches y la definición exclamada de la ira, son en parte, los epitafios que observamos grabados en la áspera roca de esta despedida. Cada una de estas seis elegías edifican la respuesta iracunda de ese hombre, aferrado apenas a la vida, que suplica un sentido en “Oración de gracias”:

Señálame el lugar donde la noche
Urdió el terrible nido
En qué lugar del cuerpo
Urdió el terrible nido
En qué hueco del mundo
Urdió el terrible nido

La música de las Elegías, martillada por este artesano, se compone de endecasílabos agrupados en tercetos pareados, plagados de aliteraciones “de grueso calibre”, encabalgamientos, para, como nos revela en su “Arte de la Elegía”, “reproducir la onomatopeya del desamparo”, en rima consonante y ritmo yámbico, en los que resplandece en medio de la oscuridad, la verdad “como requisito indispensable”. Es indudable, a pesar de la ironía del autor consigo mismo en sus artes poéticas, no contemplar un desgarro real, indispensable para inflectar la voz dentro de una tradición antiquísima que desde el lamento de Gilgamesh, ha encontrado en esta ceremonia un cause para volver a leer aquellas Coplas de Jorge Manrique.

Si se nos permite una imagen que aúne esta composición, propondré la de la hiedra, “la más profunda hiedra”, que se encarama y tupe la compleja arquitectura de los acabados versos de Rubio. Me refiero con esto, que Luz Rabiosa es en sí un solo poema, enraizado en sus primeras Elegías, la cuales brindan palabras, constantemente repetidas, que van hilando el ritmo desgarrado de esta Lacrimosa. Marcadas por la repetición del fonema r, las palabras “sangre”, “padre”, “madre”, “rabia” y la misma “hiedra”, conforman un primer acorde que inmediatamente hace alusión a la pérdida, y más claramente a aquella siempre y dura palabra de nuestro idioma que es “dejar”, en la cual reverbera, luego del rasguño de la j, esa r que no es sino la prolongación de la muerte, imitando esas olas eternas que revientan en la costa, como también dando cuenta de esa rabia que se cuela por debajo de los días. Por otra parte, “mesa”, “sopa” y “misa” dan cuenta con su fonema s de la continuación de la vida, de sucesos rutinarios y rituales, puestos en crisis en Cenatorio, al cual podríamos engarzar directamente aquella frase del escritor italiano Claudio Magris: “Nada muestra tan patente una ausencia como el hecho de que indeleblemente la vida continúa”.

Poemas como Escena familiar II nos recuerdan en su suma de voces al Juego de Ajedrez de La Tierra Baldía de T.S. Eliot. El almuerzo se acopla entre puteadas y exclamaciones, entre frases ajenas a la pérdida, pues un puente se cierra entre la familia, el irremediable puente de nombrar el dolor, y es allí donde el poeta, sentado en su silla de costumbre, urde la rabia, las miradas, en “el abismo cruel del comedor”: él y su arte son testigos de la muerte. Aunque la labor vaya más allá de sus posibilidades y de las del lenguaje, pues como decía Foucault en Las palabras y las cosas, es la muerte –palabra tan común y tan “perra” cuando nos acecha- el límite de todas las posibilidades, en donde la literatura es la única forma de rozar su experiencia, aunque esto nos parezca un contrasentido.

Como bien sabe el lector, en literatura no existe una medida específica que sirva para calcular el peso estético de una obra frente otra; el lamento de Dido por la huida de Eneas o el llanto de Job contra el Dios terrible que todo le arrebató, son pasajes que finalmente perduran por lo inquietante y lo revelador del mensaje que entregan a la humanidad en todos sus tiempos. Rafael Rubio no nos entrega nada nuevo, ni pedazos de papel en una pecera ni tampoco una performance extravagante, y es ahí donde reside el interés de Luz Rabiosa, una obra condenada a perdurar y madurar en el tiempo, como una de las más portentosas de la poesía chilena en al menos 30 años. Su verdad y su desgarro nos enfrentan nuevamente, en la época de lo evanescente, ante una muerte concreta y salvaje, de la que podemos vitorear que un poeta ha vuelto desde ella para ascender, no simplemente para torcer un canon literario, sino más bien para recordarnos, como Shakespeare en la voz de Hamlet, la certeza de que hay un “morir: dormir; nada más”, y a pesar de aquello, continuamos.

(Limache, 12 de abril de 2008)


 

 

 

 

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