Esta es una pregunta que todos los escritores han recibido alguna vez, y que los periodistas de cultura repiten con monótona persistencia. Como si a un cura se le preguntara por qué reza o por qué cree en Dios. Se escribe porque sí, porque es una necesidad absurda, porque sirve para desahogar la cabeza o la mente de locuras o pensamientos abominables. Se escribe porque se quiere ser famoso o un miserable toda la vida. Se escribe porque no se ama la vida y escribir es una forma de maldecirla y de encontrar un poco de consuelo a tanta precariedad. A veces se escribe porque se ama y otras porque se odia. Rara vez se escribe por el placer de escribir, a no ser que sea un millonario que no tiene en qué ocupar su ocio. Pero son excepciones. Escribir es sinónimo de carencia. Mientras más necesidades tenga un escritor, mejor escribe.
La verdad es que ningún escritor se hace esa pregunta cuando escribe. Pero yo creo que la respuesta más apropiada anda un poco por el lado de sacarse los demonios de la cabeza. Más que los demonios, los seres ajenos que lo pueblan y terminan por quitarle el oxígeno. Se escribe por necesidad de liberación. Y también para dejar algo cuando pasemos a mejor o peor vida. Se escribe para ir acompañado por la vida, para patear la soledad y compartir con los personajes ficticios.
Esta inefable pregunta ha producido cientos de respuestas improvisadas. Ricardo Piglia, que siempre tiene las palabras adecuadas para cualquier ocasión, expresó lo siguiente: “Un escritor escribe para saber qué es la literatura”. Y lo completó con otra reflexión: “La escritura es el lugar donde los borradores de la vida son posibles, tal vez por eso se hace literatura”. Borrador o no, la literatura, y más propiamente la escritura, es sencillamente la forma de decir las cosas de otra manera, diferente al resto de los mortales. Borges no se hacía tantas preguntas y afirmaba que “el arte de leer es tan creador como el de escribir”. En cambio Truman Capote, más realista, aseguraba que “un día comencé a escribir sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Lo que parecía compartir, en ciertos aspectos, Fernando Pessoa al declarar “para mí escribir es despreciarme, pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo”. Por su parte Barthes, más analítico, aseveraba “escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar”.
En general la reflexión de los escritores sobre el futuro de la literatura es más bien pesimista. En cierta oportunidad, se le consultó a Maurice Blanchot qué dirección estaba tomando la literatura y respondió: “¿Hacia dónde va la literatura? Va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición”. Lo que parecía corroborar Beckett: “La escritura me ha llevado al silencio”.
Henry Miller, que era un pesimista perpetuo y a la vez un hedonista sin remedio, decía que “cuando más se escribe, menos estimulan los libros. Se lee para corroborar, o sea para gozar los propios pensamientos expresados en multiformes maneras por los demás”. No es una mala interpretación. Porque los escritores leen a sus contemporáneos con una suerte de resentimiento, como la mirada del atleta al resto de sus adversarios. El canon de los escritores se transforma en una lápida que aplasta a muchos nuevos creadores que mueren en el intento. “De todos los enemigos de la literatura, el éxito es el más insidioso”, cavilaba Cyril Connelly. Pero Enrique Lihn no pensaba lo mismo: “Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo”.
Pero el mayor problema es que la gente lee cada vez menos. La televisión, Internet y todo ese mundo tecnológico ha dejado a los escritores huérfanos. Se escribe para sí mismo o para un par de colegas de buena voluntad que lo lean y den su opinión. Chile ocupaba el segundo lugar en el consumo de libros en Latinoamérica; ahora ocupa el último. España es el cuarto país con mayor edición de libros después de EE.UU., Alemania y Japón. El año 2009 editó 76 mil títulos y posee ocho mil bibliotecas. Ese mismo año se publicaron en el planeta cien millones de libros. Pero lo que resulta paradójico y hasta risible, después de comprobar estas cifras, es la capacidad que tiene el ser humano culto para consumir tal producción. Un lector, leyendo cada cuatro días un libro de cien páginas, al cabo de una vida de lectura (aproximadamente 65 años), sólo podría leer la insignificancia de 5.931 libros.
¿Por qué escribe?, seguirán preguntando los jóvenes periodistas y los escritores continuarán improvisando: porque no sé hacer otra cosa, porque si no escribo me muero, para llegar al grado cero de la literatura y desaparecer, para ser feliz o más desgraciado, para torturarme sin motivo, para driblear a la muerte que me acecha en cada página en blanco... En fin, para ser un poco más humano cada día en este mundo, aportaría yo, con inmoderada modestia.
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Por Ramiro Rivas
Publicado en Punto Final, N°744, 14 de octubre de 2011