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EL VANGUARDISMO DE ÁLVARO BISAMA.

Por Ramiro Rivas
Publicado en Revista Punto Final, 16 de septiembre de 2016

 

 


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Álvaro Bisama (1975) pertenece a una generación de escritores que ha gozado de una difusión periodística poco habitual en el medio, un tanto similar a lo sucedido en los tiempos del auge de La Nueva Narrativa Chilena. Todo producto que muchos de ellos ejercen el periodismo en diversos medios. Como el propio Bizama que colabora en “La Tercera” y la revista “Que Pasa”. Esto les ha permitido echarse una mano entre ellos y promocionar sus libros. Pero no todos poseen el talento de Bizama y la prensa, a nuestro entender, los ha sobrevalorado sin discriminar.

Este escritor, no obstante sus cortos años, ha publicado una decena de libros, entre novelas ( Caja negra, Música marciana, Estrellas muertas, Ruido y Taxidermia), tres volúmenes de cuentos y un par de ensayos. Debo confesar que sus primeros textos me parecieron demasiado experimentales, como si hubiesen sido programados para un público esencialmente juvenil. “Mis gustos literarios son un poco más freak”, confesaría en una entrevista. Y es verdad. En sus escritos nos topamos con una cultura underground, cine de terror, ovnis, vampiros, personajes que se comunican con la 5ta dimensión, fanáticos religiosos, psicópatas, muñecos con vida propia, en fin, un universo creativo bastante delirante. Además de un estilo fragmentario, discontinuo, con repentinos cambios en la cronología temporal. Todo remarcado con otra declaración del autor: “Todo lo que he hecho va contra el sentido común”.

El Brujo (Alfaguara, 2016, 216 páginas) es la novela más tradicional –en parte –que ha escrito Álvaro Bisama. Al menos en lo que refiere a la linealidad anecdótica, la frase corta, la claridad expresiva, no exenta de un encubierto lirismo. Desprovista de los elementos freak característicos en sus obras anteriores. En ésta deja de lado la excesiva experimentación y nos entrega una novela ordenada, estructurada a dos voces narrativas claramente diferenciadas: la del hijo y la del padre ausente. Todo gira y confluye en un personaje atormentado, atrapado en sus propios fantasmas. Esta figura corresponde al padre del primer narrador, un reportero gráfico que abandona su familia y su trabajo para ocultarse en Chiloé, agobiado por la culpa y el horror experimentado en su oficio, retratando la violencia policial durante la década del 80. Imágenes que lo acosan, como la muchacha derribada por un carabinero que la apunta con su arma de fuego al rostro, o los lugares en que fueron asesinados y quemados los opositores a la dictadura. Carga emotiva que lo impulsa a huir de la sociedad, a transformarse en sombra, en un ser sin identidad ni expectativas, en un ente que sobrevive mediante la droga y el alcohol, cuyo único vínculo esporádico es su hijo abandonado en Santiago. Un ser que no sabe qué aguarda: ¿la redención?, ¿el olvido?, ¿la muerte?

Esta novela no se propone insertarse en la historia –o al menos explicarla -, sino revelar parte de finales de la década de los 80, desmitificar el tiempo de la dictadura, interpretar esa realidad con la mirada de los hijos del fracaso político, los herederos de algo que no les pertenece. Son víctimas y jueces de sus padres, actúan con una suerte de negación histórica, de enfrentamiento al futuro que sí les atañe, con una mirada nueva y trizada por la carga de la memoria de sus padres.

Es difícil agotar el análisis de esta obra inabarcable por su complejidad  de sentidos, que apunta hacia múltiples direcciones: la culpa, la memoria traicionada, la destrucción del individuo. También está lo mítico de una naturaleza virgen, de una tierra advenediza que contribuye al ocultamiento, al olvido de una identidad mancillada.

El Brujo es una historia dura, obsesiva, con muertes por aclarar, desapariciones por comprender, aves fallecidas sin razón en un bosque misterioso, un gato fiel como única compañía y parte esencial en el drama en ciernes por ocurrir. Una novela que sobrecoge, que estremece al lector y lo mantiene en suspenso hasta la última página.

Las dos voces narrativas que conforman el relato, está escenificada en su primer tramo por el hijo, rememorando su niñez y adolescencia, la constante ausencia del padre y la relación y extrañamiento paternal. La segunda parte de la novela, se circunscribe al largo monólogo  del padre confesando su errático actuar, la huida, la aclaración del crimen, su ocultamiento, su propio drama interior y su depresión congénita, agravada por su trabajo de fotógrafo del horror.

Este relato es, a mi entender, la novela más tradicional de Álvaro Bisama. Acá no se recurre a la fragmentación narrativa, a la adulteración de los tiempos, a la metaliteratura y la inclusión de elementos diversos como la música, el cine, el comic y una serie de corrientes más propias del pop. En esta obra todo gira alrededor de un solo personaje: el fotógrafo. El resto participa como figuras secundarias que emergen y desaparecen de escena, influyendo marginalmente en el cuadro psicótico del personaje central. La naturaleza agreste de Chiloé, sus mitos y leyendas se perciben en sordina, se presienten más que revelan. El bosque que circunda la vivienda del fotógrafo pareciera cobrar vida propia, el ruido del viento en la arboleda, el rugido del océano golpeando el roquerío, contribuyen al misterio de la anécdota. Todo parece irreal, una atmósfera de thriller, de película en blanco y negro, con un personaje enigmático e indescifrable. En síntesis, una de las novelas más logradas de Álvaro Bizama, que lo sitúa a la vanguardia de su generación.



 

 

 

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Por Ramiro Rivas
Publicado en Revista Punto Final, 16 de septiembre de 2016