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“Cuando la fe en el hombre tambalea”: MALA SIEMBRA de Rafael Rubio
Rubio, Rafael: Mala Siembra. Editorial Universidad de Valparaíso, 2013, 171 páginas.
Edición al cuidado de Ernesto Pfeiffer Agurto.
Por Cristián Basso Benelli
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La Editorial de la Universidad de Valparaíso, recientemente renovada bajo la dirección de Cristián Warnken, ha incluido entre sus primeros títulos de la Colección de Poesía la edición de Mala Siembra, cuarto poemario de Rafael Rubio (Santiago, 1975), uno de los poetas más sobresalientes de la Generación de los Noventa que, como es sabido, es también hijo y nieto de grandes poetas nuestros: Armando y Alberto Rubio. Su producción literaria comenzó con Arbolando (1998), continuó con Madrugador tardío (2000), Luz Rabiosa (2007) y prosiguió con Caudal (2010). Este último correspondió a una muestra antológica de 32 poemas, además de uno final inédito del que se transcribió en dicha publicación un pulcro manuscrito. Se trata de Queja:
“¡Señor, cómo nos zumba la miseria!
Hay luz, pero no alcanza para el año.
Apenas queda gallo en el granero
y no hay gallina para el pobre gallo.
¿Solo para los muertos es la tierra?...”
Este poema que cierra dicha antología es justamente el que anunció tres años antes, e inaugura hoy la primera parte de textos poéticos que leemos en Mala Siembra, estructurado en ocho secciones que construyen un discurso lírico que se extrañaba en la poesía chilena actual, ya sea por su original visión crítica, como por su depurada forma expresiva, que ya Rubio venía entregándonos desde sus primeros poemas. Basta recordar cómo nos sorprendieron, y en algunos casos aprendimos de tanto degustarlos, su Autorretrato, Los Trigales, Elogio a la Cerveza o sus conmovedoras elegías en Luz Rabiosa. Por eso no es de extrañar que hoy su nuevo libro de poemas traiga consigo la voz de un estilo maduro, preciso, sentenciador y ansioso de enfrentar el modo en que el hombre convive con su naturaleza, su entorno inmediato y su fe en tiempos de la archimodernidad. Un mundo al que se opta verlo, preferentemente, desde la sextina, la estrofa sáfica, la lira, el soneto, como si dichas composiciones poéticas (“edificios que ya no habita nadie” o “sobras del festín”) no fueran sino tomar de la mano lo mejor de la tradición poética de la España del siglo de oro para hablar del hombre y la mujer de hoy con sus contradicciones permanentes que los ciegan, en un acto creativo de fidelidad y coherencia con opciones estéticas que, al decir del poeta Carlos Germán Belli en su prólogo a la obra, van contra la corriente, pues “estamos, en el presente, en las antípodas del poema libérrimo”. Quizá excesivamente más lejos de la naturaleza primitiva del verdadero canto poético, como si solamente nos quedaran algunas imágenes sueltas, muchas veces prosaicas, alejadas de todo núcleo o contacto vital con el poema.
Desde la primera parte, La queja, se empieza a presentir la caída de semillas poderosas que estimulan el exhorto a Dios y el habla de una queja creciente que recuerda lo telúrico y desgarrador de otras poéticas nobles como las de Darío, Mistral, Pezoa Véliz, De Rokha, Anguita o Rosenmann-Taub: la posición del hombre frente a una vida falseada; agobiado por el miedo, la avaricia, la incomprensión, el fastidio, la pobreza espiritual, la carencia de mundo interior, los conflictos internos, la indiferencia, la injusticia; y agobiado hasta por Dios, de quien se espera el trueno que arrase con todo. La sentencia será que, tras el término de un modo de vivir y de pensar la existencia sobrevendrá el arranque de nuevos días, aunque “nunca hubo otra casa que la muerte”; pese a lo cual el hablante lírico insiste hacia el final: “¡Yo quiero estar naciendo siempre, siempre!”.
Son variados y conmovedores los versos que sentencian estas realidades. A cada paso el hablante lírico, personificado después como el calmo pastor Títiro de la égloga virgiliana, se detiene para manifestar lo repugnante del escenario social en el que interactúan la “muerte viva” del hombre consciente a quien se le ha confiscado su tierra y aquel que es inconsciente, es decir, sin interés alguno por cultivar una conciencia personal y colectiva, además del desprecio que atrae el desdén por el otro, como si este no existiera: “Dichoso el pobre, que es apenas una sombra/ y más el rotosiento, porque ese ya no siente” (Consuelo: a partir de Lo Fatal de Rubén Darío). De ahí el clamor del rayo para que zumbe el trueno e intervenga la divinidad para cambiar el estado de dichas condiciones repudiadas por la voz poética que, en Renuncia, reconoce: “Más que diez siembras valen cuatro huesos de un muerto. / Diez hambrientos no valen lo que nos vale el rayo”. Es tanta su necesidad de denunciar la realidad que, por ejemplo, alude al enfermo en Sala de hospital y lo contrapone en una perfecta ilación al poema siguiente: La hospitalidad. Enuncia en el primero: “Se ha agravado la luz y no hay remedio. / ¡El silencio es una sábana blanca/ sostenida en el aire por los ojos”. Asimismo, en su afán de asumir desde lo lírico lo impactante de los hechos, escribe el poeta desde la conmoción del incendio de la cárcel de San Miguel en El incendio:
“Danos la muerte, Señor.
Danos la venia del fuego.
Que allá va el encerrador
y acá queda el carnicero”.
La práctica de escritura poética medida sujeta a la tradición –tan menospreciada o evadida por el poeta sin oficio que suele recluirla a una suerte de práctica anquilosada o antojo nostálgico- es muestra de dominio y oficio del poeta, pues lo obliga a la contención del decir creativo que sigue un ritmo interno, capaz de la musicalidad y de la expresión sonora y cantante del verso. Tal condición se hace viva, latente y característica en los poemas que articulan un territorio lírico donde el cuerpo textual orgánico dialoga con su inmediatez, su entorno afectivo, su crítica y ética del malestar, que despierta con gran fuerza expresiva la queja velada o manifiesta con que el hablante lírico se expresa en torno a la injusticia, los abusos y la indolencia. Es por ello que abundan recursos retóricos de gran belleza auditiva como las aliteraciones, las anáforas y las reiteraciones: “¡Y el hambre le da su sombra/al hombre de mala siembra!” o “De la cosecha, la hembra/ vuelve con hambre de sombra!”, porque es “¡Mala cosa, Señor, mala cosecha!” que aquello que ha nacido para ser no sea finalmente: “Da la fuente su agua, pero el agua/ no cría los corderos”.
Así, a medida de que el recorrido va espesando los mensajes, el hablante avanza con preguntas hasta volverse “Corajudo” cuando son los resultados de las acciones los resultados de un modo de ser y sentir: “Miedo al relincho, pero no al caballo (…)”, “Miedo al rugido/ pero no al león”. Luego se llega a la serie “La familia”, en cuyo seno la fiesta es posible, aunque después “escarba el padre con rencor la tierra” tras la partida del hijo. Pero son dos los poemas de esta división del libro en donde encontramos lo mejor de Rubio: Hermana y Elegía a Armando Rubio. Entrañables y emotivos son los versos octosílabos siguientes:
“¡Hermana, que estamos negros,
que estamos negros de pena!
La tierra parió su musgo
y el musgo parió a la piedra,
como la vasija al cántaro,
como el relincho a la yegua,
¡como la herida a su látigo,
como al caballo la rienda!”
Y la reiteración lírica de los versos que zumban y zumban en la elegía al padre:
“¿Estabas ahí cuando te pusieron en tu tumba?
¿Estabas ahí cuando te pusieron en tu tumba?”
Concluye:
¿Estabas ahí cuando te pusieron
en tu tumba? ¡Dime, padre!”
Entre los elementos concretos que trazan el universo lírico, se aprecian también, como piezas perfectas de una constelación de sentido humano, términos cuyas cargas semánticas aluden a la rabia, la soledad, la muerte, la pérdida y la tristeza como elementos vitales en los que vive la voz y la conciencia crítica del hablante, sin olvidar el sentir religioso que lo impulsa.
Es llamativo que algunos de estos elementos aparezcan con insistencia en los poemas, evidentemente con la intención de alcanzar coherencia con un poema extenso que va dibujando un fondo, un boceto donde la realidad ocurre: sopa (sobre todo la que se enfría), gallo, perro, yegua, mosca, moscardón, sangre, padre, hermana, enjambre, piedra, dientes, sin disminuir la intensidad con que son dichas o repetidas como para marcar o indicar la persistencia de los golpes que, como en el gran Vallejo, “caen fuertes…”y se forman parte del relincho, del grito, del temblor, de la lengua, pese a que “las piedras no se dejan conmover tan fácilmente”.
La idea de conjunto y la de unidad o individualidad confrontan en muchas ocasiones el caudal de paradojas o desarrollo de contrarios con la aparente intención de mostrar lo perdidos que, como sociedad, estamos:
¡Los enjambres andan huérfanos
y no hay panal ni colmena!
Más tarde, el diálogo enriquecedor y clarificador es con Títiro en Los discursos. La palabra torna a su realidad y abre posibles salidas, aporta la comprensión de la invocación inicial. Se oye cómo encara la verdad en El derrumbe:
“Mas, tus estrofas sáficas, escritas
en horas de penumbra, son leídas
cual meros documentos de una época
difícil, pero digna de memoria.”
En tiempos en que algunos advierten un distanciamiento de la poesía ante la realidad del hombre actual, Mala Siembra prueba lo contrario al construir un universo poético en donde la crítica esencial se centra en la miseria y la pobreza humanas, no solo observadas sino vividas, que alcanzan variadas connotaciones en tiempos “en que escasea el alma y sobran cuerpos”. Alma que por lo demás “es patrimonio de los ricos”, aunque “el pobre será rico en su pobreza”, porque el hombre ha perdido el norte, ha perdido perspectiva, la cercanía y valoración de lo inmediato y familiar que conviven con lo trascendente o la necesidad de ello. Regresar a dicho cobijo y a su historia, a un encuentro real con la divinidad, a estar presente en la vida son las posibilidades más ciertas que la voz poética de esta obra propone como rescate o salida a un entorno humano que olvida su tierra donde siembra y ha sido sembrado, la verdad, la justicia y la fe, tal como se afirma en Plegaria:
¡Dame, Señor, por fin, tu peñascazo
Antes que me lo den las emperradas!
Si yo soy caballo y tú el guascazo
¡Tú eres la piedra y yo soy la pedrada!
Podemos afirmar, finalmente, que Rafael Rubio escribe desde siempre, desde la sangre, desde la herencia, desde la poética suya ancestral que cobra cuerpo textual en el poema. Mala Siembra es muy de tierra y de verdades para el hombre a quien le falta y sobra todo. Al parecer, despertar tras el rayo y el trueno es el primer avistamiento de una salida a la indolencia y a la pérdida, “porque en la sombra el hombre aguza el ojo/ y el ojo azota más que la pedrada”.
Como vemos, hay mucho por decir todavía acerca de este valioso poemario que, como toda obra lograda que se aquilata con el tiempo, irá diciéndonos más acerca de la vida, de nosotros mismos y de los misterios que nos acompañan, para lo cual la poesía está hecha.
Santiago, invierno de 2013