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Rafael Rubio:
"Las formas poéticas logran aliviar el dolor"
«Viernes Santo». Poesía. Editorial UV, Valparaíso, 2019. 170 págs.

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 28 de abril de 2019




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“Me parieron como hombre,/ como perro fui vejado./ Y aunque vengo de los cielos/ en tierra fui sentenciado”, dice el hablante lírico de “Autorretrato”, poema inaugural de Viernes Santo, el título más reciente de Rafael Rubio (1975), y quizás el más desgarrado de todos los que ha publicado hasta la fecha. Escritos en su mayor parte entre los años 2013 y 2019, los poemas exhiben un temple de ánimo más bien amargo y pesimista que gira en torno a la muerte. Viernes Santo es un libro donde el autor, al igual que Cristo, “carga una cruz, exhibe sus llagas, traga hiel y vinagre”, según escribe la poeta Alejandra del Río en el prólogo de este volumen de impecable edición, ilustrado con pinturas y dibujos de Salvador Amenábar.

¿Qué experiencias personales vincularía con el tono del libro?
—Tal vez la experiencia que más me marcó durante el período de escritura fue mi separación matrimonial, hace cinco años, a raíz de la cual tuve que distanciarme forzosamente de mi hija Rafaela, que entonces tenía dos años de edad. A eso habría que sumarle un par de depresiones intensas, la soledad, la noche.

Rubio dice que el libro se iba a llamar “Sagrada familia”. “Ponía más el énfasis en mi separación —recuerda el autor—. Era la sagrada familia que se rompía y se fracturaba. Las primeras versiones del libro llevaban muchos poemas que tenían que ver con la madre, el padre, la hija, en este caso. Saqué mucho, y por eso cambió el título. Lo que me interesaba destacar ahora era la relación entre el dolor, el lenguaje poético y el amor. Es decir, educar el dolor, en el sentido etimológico de conducirlo desde una situación eminentemente individual hacia una dimensión colectiva, porque el amor para mí es una cuestión colectiva. El lenguaje también. Pero el dolor pareciera ser que es una cuestión más individual, salvo cuando se socializa. Por ejemplo, el cristianismo lo que hizo fue socializar el dolor y por eso resulta tan subversivo también, porque una comunidad, un pueblo, que se reconoce en un mismo dolor es sumamente peligroso. Las revoluciones así lo confirman”.

“La orfandad me asquea”

Conocido es, desde su primer libro, Arbolando (1998), el gusto de Rafael Rubio por las métricas tradicionales, pero en Viernes Santo tiene la audacia de usar formas como la cueca —habitualmente festiva— para abordar temas trágicos.

“Me interesa romper voluntariamente la asociación entre metros cortos —el octosílabo, el heptasílabo, el pentasílabo— y temas festivos o ligeros, como una forma de variación dentro del registro de mi poesía, donde uso principalmente el endecasílabo y el alejandrino para abordar el tema elegíaco”, dice Rafael Rubio. “Esa vinculación tradicional entre la medida del verso y el uso de ciertos temas asociados a ella, me resulta a ratos algo mecánica. Lo que hice fue experimentar, básicamente: observar qué ocurre al ocupar versos de arte menor para codificar ‘temas mayores', como la pasión, la muerte o el suicidio. Pensé, por ejemplo, en la Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, escritas en versos ‘menores' sin perder un ápice de su efectividad. Y cómo no, en La Araucana, de Alonso de Ercilla, donde se utiliza el endecasílabo para narrar, en circunstancias en que tradicionalmente es el octosílabo el metro destinado a esa labor.”

¿A qué atribuye que sea tan recurrente en la poesía chilena el motivo de la muerte como novia o amante?
—Yo creo que tiene que ver con una postura inconscientemente patriarcal, a través de la cual el poeta pretende poseer a la muerte, por el deseo, como una forma de sometimiento simulado, como una estrategia de anulación de su poder tanático y su trasfiguración en un acto erótico y vital.

¿Por qué asume la primera persona en el poema “Armando Rubio”? ¿Ve alguna continuidad entre su voz y la de su padre?
—Más que una continuidad poética, que no la veo, se trata del impulso filial de ver su muerte a través de sus propios ojos. ¿Cómo vio mi padre su propia muerte? ¿Qué pensó en ese momento? El ejercicio de asumir la primera persona en el poema a mi padre me permitió atisbar algunas respuestas, por gracia de eso que yo llamo sin pudor alguno, ni culpa, el misterio de la poesía.

En sus poemas “La silla del juez” y “La vasija y la greda” hay una diálogo con la poesía de su abuelo, Alberto Rubio, y una pregunta por la herencia poética. ¿Cómo asume hoy ese legado?
—Lo veo como un legado precioso, del que no puedo ni quiero sustraerme. La orfandad me asquea. La soledad también. Sentir la presencia del legado de mi abuelo en mi poesía me genera la seguridad de estar en una casa solariega, al calor de un brasero y el silencio de los muertos queridos.

En dos poemas del libro, “Ars vitae” y “Arte poética”, hay un ajuste de cuentas con el imaginario poético heredado de la generación del 27 y del modernismo. El hablante asume que todavía, a estas alturas, es difícil hablar de la muerte sin recaer en sus imágenes. “Yo diría que efectivamente es muy difícil hablar de la muerte sin repetir al silencio”, concede Rubio. “Y por supuesto, sin reiterar al Arcipreste de Hita en su ‘Planto por la muerte de Trotaconventos'; a Jorge Manrique, a Miguel Hernández, a Lorca, a Rubén Darío, a Humberto Díaz-Casanueva, a Óscar Hahn, a Armando Uribe. Los poetas chilenos, o mejor dicho, los poetas de habla hispana, estamos irremediablemente condenados a reiterar a esos poetas cuando hablamos de la muerte, la hermosa. Y no es porque estemos influenciados por ellos, sino porque la escritura es un acto colectivo, no individual, donde la tradición puede ser entendida como el inconsciente colectivo de la lengua. Esos autores son el ADN de la lengua española. Y la lengua es finalmente la que escribe. Uno es un mero trasmisor, un eslabón más en la larga cadena de producción que es la tradición que nos constituye como usuarios de la lengua española. Intentar huir de la tradición es como querer huir de uno mismo: una tentativa condenada inevitablemente a ese fracaso rotundo llamado originalidad, que el diablo guarde en su santo infierno”.

¿El poema “Dios” expresa una resistencia similar a la duda de los poetas místicos?
—Sí, en efecto, yo me siento muy cercano al pensamiento místico de San Juan de la Cruz. Es uno de mis referentes poéticos fundamentales. Creo en su concepción de la poesía, aunque él no utilice ese término, como una forma de alcanzar lo inefable, de decir lo que no puede decirse de otro modo que a través de símiles y metáforas. El poema ‘Dios' es, a su manera, una declaración de fe, a pesar, o causa, de sus dudas. No creo en Dios, pero tengo la certeza absoluta de su existencia. No creo en Dios, pero lo amo.

A Rubio le interesa especialmente la “soledad sonora” de San Juan de la Cruz, expresión contenida en su famoso “Cántico espiritual”. “Eso es lo que busco en el fondo —dice el poeta chileno—. La soledad sonora consiste para mí en la construcción de una soledad que sea a la vez que un vacío, un sonido y un ritmo. Presentada como un oxímoron, el poema mismo es un espacio privilegiado donde se produce y habita esta soledad sonora. De alguna forma, es un estado anímico privilegiado en que es posible oír y decir lo inefable, aquello que no se puede decir cabalmente. Un estado de plenitud beatífica, o algo así”.

¿“La cueca del poeta” expresa un momento puntual de temor por la pérdida de la gracia poética o un temor consustancial al trabajo creativo?
—Es un temor constante. Una angustia permanente. Tengo miedo a que se me seque el pozo, a no tener nada más que decir. Estoy enamorado del silencio. Por eso huyo de él.

“Espléndida amenaza sin futuro”, “Pasó mi momento”. En “Arte poética”, asume estas acusaciones. ¿De qué manera le han afectado?
—No, no me han afectado. Asumo que esas críticas, que a todo esto, son solo ficciones mías, algo tienen de verdad y algo de envidia. Ya a mis 43 años, puedo discernir perfectamente una crítica positivamente negativa de una crítica inspirada por el resentimiento.

“Rafael” es uno de los poemas más sarcásticos del libro. En él inventa destempladas críticas a su obra. Rubio dice que escribió el texto en medio de una discusión personal que mantuvo con un poeta de Los Ángeles. “Se lo envié como respuesta por email y después encontré que había cierto ritmo, que casi todas las frases son endecasílabos, y encontré que podía aportar una dimensión más lúdica en medio de tanta pesadez”.

Allí usted dice, a propósito de Rodrigo Lira, “En Chile se venera a los suicidas”.
—Es solo una ironía, pero que oculta una crítica más o menos seria hacia la necrofilia que no deja de abundar en el medio literario chileno. Siempre me he preguntado si Lira hubiera tenido tanta atención de parte de los poetas si no se hubiera suicidado. Para mí es un poeta fundamental, me encanta, y por eso, porque lo quiero mucho, me duele esa recepción necrofílica de sus lectores. Yo no veo el suicidio como una salida a nada, para mí no es una opción que uno tome voluntaria y conscientemente. Veo en el suicidio solo un síntoma de una enfermedad mental. Descreo de las mitificaciones que se crean alrededor de esa enfermedad. El malditismo es la peor de las pestes y le ha hecho bastante daño a la poesía. Hay que vivir triplemente para alcanzar el respeto y la valoración al trabajo propio. Quien muere, y tengo cierta convicción al respecto, ya no puede gozar de ese respeto y esa valoración, porque la muerte es el cese de todo, incluso de la muerte misma. En lo personal, no puedo quejarme de nada. Sería injusto quejarme. Mi poesía ha sido injustamente valorada y apreciada. Y eso lo agradezco.

Alejandra del Río afirma que “Viernes Santo” es una catarsis, en el sentido de purga y purificación. ¿Lo es?
—Es paradójico, porque en el momento de escribir los poemas lo que hago es literalmente poner el dedo en la llaga, pero a posteriori se produce un alivio. Mallarmé hablaba del ‘salvavidas de la forma'. Es decir, pareciera que las formas poéticas, las reglas, las leyes, que existen aunque no las tomemos en cuenta, logran aliviar el dolor. La música alivia el dolor. Esa idea de Mallarmé me interesa mucho. Recuerdo una entrevista que se le hizo a Carlos Germán Belli, en que le preguntaban el sentido de escribir con métrica. Y contestaba que lo hacía porque era una persona muy insegura, demasiado, de sí misma, y las estructuras métricas le proporcionaban un espacio de seguridad; era como refugiarse en una estructura firme, sólida, inexpugnable. Es un poco eso.


“Quiero a mi hija lejos de la culpa cristiana”

En el libro hay dos poemas dedicados a su hija Rafaela Esperanza. ¿La luz al final del túnel tiene que ver, en su caso, con la paternidad?
—Rafaela es la luz al final del túnel, mi esperanza, mi posibilidad de redención. Esos poemas son parte de un conjunto más extenso que le escribí a modo de agradecimiento. El lenguaje pagano que se utiliza, es decir, el registro mitológico, tiene que ver con el regocijo de los sentidos, la celebración panteísta del amor entre un padre y su hija, y entre ambos y la naturaleza, que es el mundo donde verdaderamente soy feliz y donde mi hija es feliz. Quiero a mi hija lejos de la culpa cristiana y cerca del mundo de los mitos y las musas. Quiero a mi hija cerca de Dios, pero lejos de sus intermediarios.

Así como ahora escribió “Viernes Santo”, ¿podría haber, más adelante, un “Domingo de Resurrección”?
—Ah, todavía no lo atisbo mucho, pero lo que sí puedo decir es que últimamente las cosas han mejorado bastante en el plano personal. Estoy en un momento muy estable y tengo posibilidades de ver a mi hija más seguido, con regularidad, de hablar con ella todos los días. No sé si se trate de una resurrección, pero sí de una tregua.



 

 

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