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Sobre la muerte
y la vida
"Viernes Santo", de Rafael Rubio. Editorial UV, 2019, 170 págs.
Por Ignacio Valente
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 9 de Junio de 2019
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El autor de este libro es hijo y nieto de poetas. La sombra que se cierne a cada paso sobre estos textos es la muerte violenta de su padre, Armando Rubio. Así en este notable poema: "A veces pienso, padre, que estás cerca/ y yo al revés, terriblemente lejos./ Y otras veces me da con que estás vivo/ ¡Y yo soy el que ha muerto!".
En realidad es la muerte misma, la muerte a secas, la que asedia a Rubio, sobre todo bajo la forma de la paradoja vida/muerte, o mejor, muerte/vida. Por ejemplo: "el hombre llama a la vida/ y le responde la muerte"; "Que los muertos entierren a los vivos", inversión de la sentencia evangélica; "Muere el hijo mañana y nace nunca./ Nace el padre mañana y nace ayer", inversión del sentido del tiempo; "Mi vida muere a expensas de mi muerte", lo que es terriblemente cierto en el caso de este autor; "Hay que arrancar la vida de la muerte/ antes que nos arranquen de la vida", lo que es simplemente una máxima sabia...
Y así se multiplica la paradoja de la muerte/vida hasta el cansancio, o quizá hasta el borde mismo de la necrofilia. Se necesita mucho talento para que una obsesión semejante alcance la altura de la palabra poética, y no se acerque demasiado al simple juego de palabras, o al mero contraste verbal de los opuestos. Entre ambos polos transcurre la escritura de esta obra, con variable fortuna, es decir, con momentos felices.
El factor religioso, desde el título en adelante, es el correlato objetivo de las penas del autor. Entresaco algunos de sus términos: padrenuestro, misa, rosario, iglesia, altar, liturgia, sacerdote, sagrario; o bien elementos de la Pasión: Judas, Mesías, sangre, vinagre, espinas, martillo, clavos, etc. Sin duda se trata de un procedimiento sincero, que por eso mismo funciona a ratos, pero no siempre alcanza la eficacia expresiva que pretende, a causa de la condición nominal, externa o incluso utilitaria de lo sagrado.
La otra serie de imágenes que abunda en estos versos corresponde a la familia. Se nos introduce en una atmósfera familiar llena de parentescos: padre, madre, esposa, tías, sobrinas, primos, suegro, exseñora, abuelo, nietos... Pero se trata más bien de una familia en ruinas: "y los parientes huyen, presurosas,/ a una mesa sin hambre,/ las sobrinas retiran, ritualmente,/ las ruinas de la cena, levantando/ los manteles litúrgicos y blancos/ como el miedo de un ángel/ cuando los hijos —viudos de su herencia—/ encierran a sus madres en la sangre...".
Cuando el poeta consigue salir de sí mismo y mirarse desde fuera, lo hace con admirable objetividad, hasta el punto de endosarse una severa autocrítica: "Aquí me tienes, Dios, pontificando/ sobre la muerte, madre de los pobres,/ sin poder desasirme de ese tono/ falsamente solemne, que me impide/ ir al encuentro de ella, con el mínimo/ de lucidez necesaria, como para/ alejarla de mí. Pero no puedo/ sacarme encima el peso de unas cuantas/ metáforas de vuelo raso, padre,/ que me persiguen incansablemente...". ¿Qué puede uno agregar a la memorable trasparencia de esta confesión?
También se aconseja a sí mismo el poeta: "Mantén la calma, y no compongas nunca/ un solo verso, mientras la emoción/ no se disipe". Y mejor aun: "Evita en lo posible la emoción/ cuando esta sobrepase tu lenguaje" Esa advertencia coincide con la famosa definición que Wordsworth entrega de la poesía, como "la emoción recordada en la tranquilidad". Pero es esto justamente lo que Rubio no suele practicar, en virtud de lo que él llama "un exabrupto de vitalidad". Entre esos exabruptos destacan ciertas irreverencias y garabatos que carecen de contenido expresivo, lo que ocurre cuando no tienen más asunto que el gusto adolescente de proferirlos.
El poeta sufre intensamente, qué duda cabe, y también se desprecia a sí mismo y se hace sufrir, lo que nos inspira un respetuoso silencio. Pero al fin y al cabo hay que hacerse cargo de su resultado literario. La intensidad, o incluso la violencia de ese sentimiento de la muerte en vida, parece ser la causa de que a menudo nuestro autor no consiga dar con la forma verbal adecuada, con las palabras precisas: el lenguaje se le escapa de las manos al doliente, y la catarsis queda a medio camino. No obstante, esta poesía tiene momentos de fuerza —los tiene casi siempre—, e incluso dejos de humor, como en el caso de sus logradas cuecas. Si Rubio pudiera dominar los exabruptos vitales de su dolor, ligados a su sentido omniabarcante de la muerte, multiplicaría esos aciertos de los que aquí se muestra visiblemente capaz.