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Los Rubio, linaje de poetas
Ni tallo ni renuevo, Alberto Rubio, Armando Rubio, Rafael Rubio
Editorial Universitaria, Santiago, 2015

Por Pedro Pablo Guerrero
El Mercurio, Domingo 16 de Agosto de 2015


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"Ni el tronco yo, ni tú la esbelta copa,/ ni tallo ni renuevo desgajado". Son los versos iniciales de "Padre", la estremecedora elegía que Alberto Rubio Riesco (1928-2002) dedicó a la muerte de su hijo Armando, nacido en 1955 y muerto en 1980, al caer de un sexto piso en circunstancias nunca aclaradas.

Rafael Rubio (1975), nieto del autor de La greda vasija y Trances, escogió el fragmento de ese poema como título del volumen recién publicado. Más que una antología, considera Ni tallo ni renuevo "un solo poema escrito a tres manos, en colaboración filial: un extenso poema coral". Pero en verdad reúne no tres, sino cuatro generaciones de poetas. A los nombres ya familiares, se suma el del bisabuelo Alberto Rubio Domínguez (1897-¿?), un abogado con afición por la poesía de quien sobrevivió apenas un poema: "¿Por qué?". Veinte endecasílabos (versos de once sílabas) de rima consonante, en los que el hablante lírico reprocha a la mujer amada su desprecio. "Si tus ojos robaron mi alegría/ ¿por qué no los robaste de mi mente?", comienza.

Las palabras de Pedro Lastra al final del volumen lo resumen todo: "He aquí un libro singular y único. Nada semejante encontrará el lector en la poesía chilena, en la hispanoamericana ni en la hispánica. Porque no solo se trata del conjunto y la suma de una genealogía poética, lo que sería muy considerable, sino del traspaso creador de una maestría expresiva de extraordinaria significación".

Rafael Rubio, en su Presentación de Ni tallo ni renuevo, habla de "la biografía de un diálogo". Pero no se trató, en su experiencia, de una transmisión mediada por la oralidad.

- Debido a circunstancias vitales, no pudimos comunicarnos cabalmente en presencia -dice-. Me refiero a mi relación con mi padre fundamentalmente, y dado que mi abuelo enfermó gravemente cuando yo recién comenzaba a escribir con cierta seriedad, mi comunicación con él se vio truncada. Entonces nos vimos obligados a comunicarnos a través de la poesía, que no conoce la muerte ni la ausencia.

En su texto para la antología, Rafael invierte la secuencia vida-muerte: "Mi padre nació el año 1980, a los veinticinco años de edad". Sus recuerdos de él son difusos, salvo uno; la vez en que llegó a su casa y le dijo: "tú te llamas Rafael, Rafael Rubio Barrientos", con erres que le sonaron como relámpagos. Se habituó, en cambio, a su ausencia después de que su madre le explicara que ya no estaría más con ellos. El descubrimiento en 2010, tras la muerte de su abuela Raquel Huidobro, de la caja que contenía el expediente de la investigación judicial que realizó Alberto Rubio, fue un episodio revelador. Junto con ese documento encontró muchos inéditos en prosa y verso de Armando. "Fue entonces cuando conocí a mi padre y, simultáneamente, lo perdí", escribe.

-Junto con recobrarlo, tomé cabal sentido de su muerte -explica ahora-. Fue, sin duda, una rara paradoja, que se resolvió cuando empecé a trabajar en sus poemas. En ese acto, su muerte dejó de existir para mí. Y con ella, la pérdida se reveló como ilusoria.


La cena y "La sagrada familia"

Si en el primer libro de Alberto Rubio, La greda vasija (1952), predominan el verso blanco y la rima asonante, en el segundo y último, Trances (1987), se impone la rima consonante y la adopción de formas clásicas como el soneto. En Armando Rubio Huidobro, en cambio, se advierte una preocupación por el ritmo y una métrica más o menos regular, pero no busca la rima y se desliza con frecuencia al verso libre. En el caso de Rafael, los libros Arbolando (1998) y Luz rabiosa (2007) se encuadran en las formas métricas tradicionales, pero a partir de Mala siembra (2013) y en los Poemas inéditos que incluye en Ni tallo ni renuevo, abandona la rima consonante.

-Lo hago -admite- para evitar ciertos excesos y facilidades, como también cierto acostumbramiento técnico que ya comenzaba a resultarme demasiado previsible y rutinario. Es una voluntad de variación, como también de retornar a la tradición de los juglares, donde primaba la asonancia por sobre la consonancia, tradición a la que me siento muy próximo.

Sus inéditos, dice, forman parte de un libro en preparación, titulado provisoriamente "Sagrada familia", que recoge textos escritos durante los últimos doce meses.

-Padre, madre, abuelos, hijos, suegros y tías son abordados como presencias esperpénticas que transitan por la casa -adelanta-. No son precisamente fantasmas, porque no están muertos aún, o al menos, saben disimular su muerte con particular destreza. Todos sus movimientos y gesticulaciones están dirigidas a simular, con obstinación, el orden familiar decimonónico, aun a expensas de la inverosimilitud de su empresa, puesto que es evidente que la familia ya no existe como tal, y lo que aún subsiste de ella es la mímica que remeda, patéticamente, los hábitos familiares, los ritos seculares y regulares del amor filial. Así, los parientes no existen por sí mismos sino en relación al modelo que se intenta remedar. Y ese modelo no es otro que el de la sagrada familia, la que a su vez es un remedo del poder. La casa, por su parte, el espacio donde se representa la farsa, es lo único real en tanto es el soporte material de la representación. La familia es a la casa lo que al cuerpo el espíritu. El espíritu muere con el cuerpo. La familia es una pantomima de la muerte.

Hay en los tres Rubio una escena matriz que se da en torno a la mesa familiar. La inicia Alberto en "El almuerzo" ( La greda vasija ), la continúa Armando en "La puerta entreabierta" y la retoma Rafael en "La mesa" ( Arbolando ), pero sobre todo en una serie de cinco poemas de Luz rabiosa.

-Mi abuelo describe la cena misma -constata Rafael-; yo, en cambio, me ocupo de las sobras, lo que queda a merced de las moscas, luego de que los comensales lo han devorado todo o casi todo, porque siempre hay algo que se resiste a ser comido, algo que el hambre evita, con cierta altanería. De esas sobras se ocupa gran parte de lo que he escrito últimamente. El nieto roe las sobras del festín familiar; debajo de la mesa, a hurtadillas. Es interesante la persistencia de un mismo tema a lo largo de tres generaciones de poetas-comensales. La clave, creo yo, está en un soneto de mi abuelo que se titula "Comensales", donde se propone una metáfora feroz de la cena: el tiempo que se come a los propios comensales de la vida. Ese poema me marcó y es la matriz de todo lo que he escrito en relación al tema. También influyeron en mí, entrañablemente, mis recuerdos de niño, sentado a una mesa, obligado a comer. Y más tarde, la constatación de que no hay nada más desolado que una mesa vacía; y aun peor que eso, una mesa en que la cabecera está vacía, irremediablemente y para siempre; el lugar destinado al padre, comensal ahora de otra mesa, infinitamente larga y ajena.


¿Nace una nueva generación?

La obra de la familia Rubio no está desprovista de un contexto. Armando repite en dos poemas un verso sobre los muertos: "quien los mira una vez, se va con ellos".

-Hay ahí un temor personal frente a una atmósfera hostil, que uno podría vincular con demasiada facilidad a la dictadura militar -dice su hijo Rafael-. El miedo permeaba todas las esferas del comportamiento social; incluso, la literaria. Tal vez nunca la muerte fue más real que en esos años. No se trataba de una premonición, sino de una constatación empírica.

El poema "Caza de niños", en tanto, perteneciente a Mala siembra, está dedicado "A Karadima y sus cuervos". ¿Supone un alejamiento personal de la religión?

-Más que un alejamiento de la fe o la religiosidad -aclara Rafael-, de lo que se trata es de una crítica a una institución humana: la Iglesia católica, a la que considero particularmente dañina, y esa percepción la he tenido siempre.

En la Presentación de Ni tallo ni renuevo, Rafael Rubio ve la obra como un poema inconcluso, en progreso. ¿Quién lo continuará?

-Tal vez la tradición, los poetas que vengan. Pero quiero pensar que será mi hija Rafaela, de tres años, quien complete ese poema. Hace un tiempo, caminábamos juntos, de la mano, en una calle de Los Ángeles. Íbamos conversando. Yo, en mi pobre español aprendido de los carcamales del Siglo de Oro español, y ella, en esa mezcla de pajarístico y gíglico, en esa lengua que le viene de su abuelo mapuche y su madre mistraliana; esa especie de gorjeo santo que con el tiempo he llegado a entender más o menos bien. El caso es que pasábamos junto a unos árboles, y el viento los agitaba con mucha fuerza, haciendo un escándalo de hojas y ramas, que mi hija interpretó como una impertinencia: no podíamos escucharnos. Ella, indignada, miró desafiante a uno de los árboles y le espetó con fuerza: "¡Cállate, árbol!". Yo le celebré mucho la ocurrencia y me reí un buen rato. Ella, animada por mi reacción, continuó repitiendo cada vez más fuerte: "Cállate, árbol!".

Otro día, en la mañana, se asomó por la ventana y dijo: "Despertó la mañana, papá". Tiempo después, descubrí que ambos versos formaban parte de un mismo poema: mi hija hizo callar al árbol porque estaba despertando a la mañana. Solo faltaba unirlos y agregarle una sílaba, para que quedara como un octosílabo. El poema se llama "Increpación" y dice así: "Se despertó la mañana/ ¡Cállate, árbol!". Así nace la poesía. Lejos, muy lejos de la literatura. A años luz de las teorizaciones. Y lejos, muy lejos de la vanidad. Así nacen los poetas de verdad. De la pura gracia, del juego, de la pura vida. Rafaela Rubio Díaz, hija, nieta y bisnieta de poetas, ha nacido oficialmente a la poesía.



 



 

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