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A “RAOUL”,
ciudadano de Cofralandes

Por Claudio Di Girolamo
Publicado en La Panera, N° 20. Septiembre de 2011


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Querido Raúl,

Si te escribo estas pocas líneas, ahora que te has ido, no es con la pretensión de contarme entre tus AMIGOS, así, con mayúscula, esos con los cuales tejiste una larga y profunda relación en el tiempo, entre luchas juveniles, historias y biografías compartidas.

Más bien lo hago para contarte que, desde que tuve la suerte de que nuestras vidas se toparan, me he sentido un poco hermano tuyo en el transitar por rutas paralelas pero parecidas, labradas en latitudes diferentes, lejos de la tierra en que nacimos, tú por allá y yo por acá; aprendiendo, de a poco, de golpe en golpe, a vivir lo ajeno como propio y lo propio con otros ojos, cargados de distancia.

Aprendiendo a ejercer primero el oficio de inmigrante, después ese de la doble nacionalidad, que es casi como una doble militancia con los afectos, el alma y las raíces partidas en dos… A sonreír con gentileza prefabricada frente a las preguntas inevitables y desatinadas: ¿Usted, se siente más chileno o francés?... ¿Más italiano o chileno?...

Como si eso fuera relevante o le importara a alguien o que no bastara con los nuevos acentos de la lengua, de acá o de allá, que se van deslizando, lenta, pero inexorablemente en la otra, de allá o de acá, aquella que es la madre, hasta componer una nueva musicalidad, que funde en una sola voz los dos ritmos, los diferentes tonos y tempos y que termina siendo, tal vez, más propia y auténtica que la primera, porque es con la que uno termina pensando…

Y todo eso y más, a pesar de que tú afirmes una y otra vez que el chileno no pertenece al habla castellana, que es un idioma “flotante”, que se puede usar sin verbos y sin sujeto, o a veces con varios sujetos a la vez, y que tiene la espectacular ventaja de permitirte entender lo que estás diciendo, incluso después de estar un buen rato hablando…

Pero, ¿cómo explicar entonces a los demás que las raíces que permanecían casi olvidadas, logran quebrar esa superficie y se introducen en el nuevo edificio a la menor provocación?… ¿Y que lo hacen sin aspavientos, apareciendo en los momentos menos pensados, con los recuerdos, las cosas y la geografía de nuestra infancia a cuestas? Una ronda infantil… La Niña María ha salido en el baile…, un trompo de madera girando, con su púa clavada en un patio de tierra apisonada, unas bolitas de vidrio con su bolón y el “tirito”, un emboque, el infaltable quiltro callejero, las charadas, las adivinanzas, bastan para que, indefensos, nos volvamos a sumergir con renovado asombro en ese mundo que sigue vivo y presente a pesar nuestro y de todo, en nuestro vivir lejos del lugar en donde comenzamos a inventar nuestro recorrido cotidiano al encuentro de nosotros mismos…

En cuanto a ti, Raúl, naciste en Puerto Montt, es cierto, pero, por donde te miren, siempre fuiste chilote, por dentro y por fuera, habitado por esa calma reflexiva de isleño acostumbrado al mar, a la lluvia y a unos cielos cubiertos e imprevisibles, capaces de regalar su azul de transparencia inigualable a la mínima provocación de ese sol de allá, espléndido y esquivo… Alimentado por un imaginario en el que todo no solamente es posible, sino que pertenece a la realidad, con brujos volando o “con perros rosados colgando de los árboles”, como aseguraba tu abuelo…

Como uno más de allí, fuiste brujo y santero, inventor de imágenes y narrador infatigable de innumerables cuentos, mágicos y reales a la vez. Te atreviste a pasar de un camino a otro, hacia adelante, hacia atrás, hacia el lado, siempre en la infatigable persecución de tus propios sueños, reinventándote a cada paso…

En ese transcurso, lograste juntar y proyectar una enorme multitud de imágenes soñadas, de todos tipos y portes: chicas, grandes, sencillas, menudas, y hasta de rutilante estética barroca. Las fuiste entregando al mundo una tras otra, en una larga e inagotable herencia, sin filtros ni adobo, ni acomodos a los gustos estéticos festivaleros. Lo hiciste, juntando y revolviendo todo en un menjunje, sencillo y sabroso a la vez, sazonándolo a tu gusto, como una de esas humeantes pailas marinas que sólo se crean en la mágica isla que siempre fue tu verdadera patria.

Pero, a nosotros, aquí, en el borde de ese mismo mundo, nos regalaste algo más... Y de eso quiero hablar hoy contigo, amigo Raúl.

De cómo, entre tantas obras que nos has dejado, de esas en las que has volcado lo mejor de tu creatividad y de la estética depurada de tus imágenes, hay una que tiene resonancias más íntimas, más reveladoras de la no identidad que identifica este suelo y nuestra manera de pensarlo, de hablarlo y de vivirlo…

Sí, por supuesto, se trata de “Cofralandes”, tu saga más rica y jugosa, más auténtica y certera. En ella recorres los paisajes y la entera geografía del alma de Chile con tu mirada socarrona y llena de ternura. En un caleidoscopio de imágenes y personajes, que por su propia cotidianeidad y cercanía se vuelven casi invisibles a nuestros ojos, nos devolviste el rostro verdadero y casi oculto de esta tierra, bendita “a su manera”.

Como un alquimista, con tu visión de Chile, debajo de la piel de nuestra aparente realidad, desvelaste ante nuestros ojos los huesos, las entrañas y la sangre de nuestro propio cuerpo escondido e inexplorado… Nos lo mostraste completo, sin ahorrar ni “maquillar” nada. Sin mentiras ni eufemismos, confiando en que, al exponer así nuestra realidad, la transmutabas en su mejor metáfora.

Allí vuelven los chinchineros, los viejos pascueros a pleno sol, jurando respetar y honrar su uniforme… Una ronda cantando “la Niña María” con la cara llena de risa… Un trencito traqueteando a todo vapor entre un enjambre de animitas… O esos camareros, impecablemente formados e impasibles, golpeando con piedras sus grandes bandejas redondas… Todo mezclado en una avalancha de sugerencias que, sin obstáculo alguno, se la enfilan libres hacia la emoción y el recuerdo.

Allí lograste depositar como en ninguna otra parte, sin resistencia alguna, sin falsos pudores, todo tu amor por esta tierra “en la que todo puede pasar”, extraña y entrañable, que sigue tratando de convertirse en país, y que, sin embargo, no puede esconder ni negar los anticuerpos que la hacen desconfiar de los espejismos primermundistas de la competitividad, del crecimiento económico, del aumento del PIB, y del volumen de nuestras exportaciones, del mercado auto regulador y de otras tantas lindezas parecidas.

Un suelo y un pueblo siempre “en vías de…”, inconclusos, vagos, abiertos e impenetrables a la vez. Provistos de un claroscuro cambiante e inconstante que desconcierta la mirada y la mente de ese trío de cándidos personajes exploradores que inventaste: un gringo, un francés y un alemán, esa especie de cocktail europeo que aterriza de bruces en una realidad que “flota” y que, al igual que el idioma que se usa por estas latitudes, se construye y se de-construye a sí misma paso a paso, mientras se va desenvolviendo frente a ellos… y a nosotros, sin preocuparse de que la entiendan… y la entendamos.

Todo ha terminado aquí abajo, en Cofralandes. Ya se te rindieron los honores merecidos y siempre tardíos, como se estila aquí. Ya se apagaron los sones majestuosos y tremendos del “Réquiem” de Mozart y de la cálida voz de Verónica Villarroel, hasta los aplausos estruendosos que sacaste al irte… La gran iglesia vuelve a su apacible y fresca soledad.

Al salir de allí, en la puerta, me doy vuelta para mirar ese espacio ya vacío… Me parece divisar tu silueta que se aleja… Te vas con tu mismo paso calmado que no sabe de apuros, en tu misma postura de siempre: las manos entrelazadas detrás de las espaldas, apenas encorvadas, tu pelo canoso y rebelde que hoy, el 26 de agosto del año del Señor de 2011, brilla de una manera extraña, contra la luz gris de esta tarde nublada de Santiago de Chile…


 

 

 

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