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EL GUARDIAN DE LA MELANCOLÍA

Por Roger Santiváñez
[Roger Santiváñez, 3 de enero de 2009, under the first winter’s snow]

Conocí a Luis Eduardo García en una visita que hice a Trujillo –invitado por Santiago Aguilar a un Encuentro de los poetas jóvenes con César Vallejo- a realizarse en Santiago de Chuco en abril de 1989.En aquella oportunidad departí con García, a quien ya había leído debido a la presea que había obtenido en el IV Concurso El poeta joven del Perú en 1985 con su libro Dialogando el extravío. Conseguir este premio –en esa época- significaba ser reconocido por una hermosa tradición, toda vez que entre los galardonados de dicho certamen estaban Javier Heraud, César Calvo, Luis Hernández, Juan Ojeda, José Watanabe, Antonio Cillóniz.

Muchos años después recuerdo haberme encontrado con Luis Eduardo en el Club Social Miraflores (Lima) hacia fines de los 90s, durante el cocktail posterior a la presentación de la Guía triste de París de Alfredo Bryce. Fue una gran ocasión que renovó nuestra vieja amistad cimentada en la devoción por la poesía.

Luis Eduardo García ha publicado El exilio y los comunes (1989) y Confesiones de la tribu (1991) donde –en este último- según el estudioso Ricardo González Vigil –cito de su monumental Poesía peruana. Siglo XX (1999)- “triunfa nítidamente el hilo narrativo subyacente en sus dos primeros poemarios”. Pues bien, esa narratividad viene a cuento ahora que tenemos ante nosotros el cuarto libro de García titulado Teorema del navegante (2008) dado a luz por el nuevo sello peruano Revuelta Editores.

La obra se abre con una sección denominada Mares interiores que pareciera –no sólo por la advocación de la palabra ‘interior’ sino por la cita de Juarroz que ostenta- procurarnos una cierta tendencia hacia lo abstracto, pero no. Desde el primer poema Puerto de Palos que juega con el lugar desde donde partió Colón y con la semántica de ‘palos’ en tanto agravios y/o humillaciones, observamos su preferencia por un lenguaje coloquial directo, probablemente emparentado a la Antipoesía de Nicanor Parra: “Soy, querido crustáceo, un miembro de tu estirpe / un auto con el parabrisas atrás y la maletera adelante”. Ahora, el coloquialismo de García se presenta enriquecido por voces de sabor popular-campesino piurano o norteño: ‘El proverbio árabe nunca, jamás, fue compatible / con esta especie rara de cristiano”. En este caso, la palabra ‘cristiano’ es equivalente a ‘persona, ser humano’ y no necesariamente alude a la cuestión religiosa.

En cuanto al mundo representado Teorema del navegante se configura dentro de la tradición moderna de la poesía occidental. Aquí está presente la concepción del poeta como un ser marginal, desplazado, el agua-fiestas de la mascarada social y el festín de la burguesía. Esta línea maudit que partiría desde Baudelaire, Verlaine y Rimbaud en la Francia de fines del siglo XIX y llegaría –digamos- hasta los norteamericanos beatnicks y –por qué no- hasta la actitud de un reciente y nuestro Juan Ramírez Ruiz- es la que informa el planteamiento central del volumen. En sucesivos poemas de esta primera parte podemos leer: “Morir en la propia ley / Escupir al cielo protector”. O “Ir por el mundo sin proyectos / No tener un plan de contingencia”. Y claramente en el texto titulado Antisocial donde con resonancia vallejiana el poeta nos dice: “El hilo que me vincula al orbe está cortado de raíz. / Soy un animal acorralado con pálida biografía, / un príncipe y señor del talle de una camisa”. Estamos pues ante el clásico outsider.

El poemario continúa en este plan durante las siguientes páginas, y de pronto nos tropezamos con una breve alocución que le da un trasfondo metafísico a su condición antisocial y antipoética que hemos venido computando: “huyo / del ser / que soy”, leemos y con esto queda claro que como todo auténtico poeta –y Luis Eduardo García lo es- la conciencia de existir es el principal conflicto de su trabajo y en su entraña, esa paranoia llamada muerte que a todos nos alumbra y –simultáneamente- nos oscurece. En este campo de significación destaca el poema Falsa elegía –uno de los más hermosos del libro- sobre el tema de la separación de los amantes, donde con gran maestría el poeta maneja sin piedad la autoironía para culminar con una ofrenda digna de los más altos poemas de amor de la tradición castellana: “Has amado a un desconocido, / a una identidad ausente, a un presente griego, / a un tímido in fraganti, a un ermitaño que cultiva la pena / para que tú seas feliz”. Versos que pueden desarmar al más avezado.

Así es como llegamos al fin de la primera parte con el texto Su servidor en el cual –con sutil humor desencantado- el poeta da cuenta de todos sus vacíos y frustraciones, pero burlándose de todos y hasta de sí mismo, con una lucidez implacable, hábil cuestionador del íntegro mundo establecido que jamás llega a la desesperación, sino a una íntima melancolía, como el imperceptible movimiento de un mar en calma.

La segunda parte del libro se denomina Puertos extraños compuesta por poemas –digamos- viajeros, ya sea trasladados a Lisboa en busca del espíritu (o la estatua) del gran Fernando Pessoa (que aquí funcionaría como una especie de alter ego de nuestro poeta), al aeropuerto de Amsterdam (texto descriptivo entre lo mejor del volumen) o a la más cercana playa de Huanchaco cuando no el hogar paterno en la piurana Chulucanas: “Era como una taberna pobre / donde todos eran felices / e infelices, y bebían a raudales”. Hay también un par de logrados homenajes a Cioran y a Borges. Del poema dedicado a este ultimo me interesan estos versos “Tal vez por eso, usted, Borges, eligió la sombra / de haber sido un desdichado”, donde se combina hábilmente el pensamiento del gran argentino con su idiolecto personal, sintetizados en un solo trazo maestro.

La tercera y última parte está compuesta por textos reflexivos. Es como si el poeta –antes de despedirse- quisiera recapitular y entregarnos su visión final de las cosas. Así nos encontramos con sabios planteamientos, producto de la experiencia, como el paradojal: “Miren cuánto crece el amor / cuando sufre desprecio”. O: “Quien no le teme al azar / no le teme a los deseos”. En este sentido no podía faltar un Testamento Oral en el que se nos da cuenta –dramáticamente- de la inutilidad de la vida, así como un desolador poema titulado Lo invisible en donde quedamos reducidos a lo que realmente somos tras la muerte: gusanos. Pero dentro de este visceral expresionismo García se da maña para reivindicar a la poesía: “He descubierto un punto de apoyo para mover el mundo / al menos el mundo que las palabras nombran”. Acto seguido viene un poema que es casi un manifiesto: aquí se exponen las razones por las que uno escribe. Un excelente verso me interesa de este texto: “Escribimos / porque al hacerlo recuperamos el vacío”. En relación al planteamiento anterior ofrece la vital contradicción de la poesía. Sólo ella nos salva de la muerte. Por eso cobra especial dimensión el único poema directamente político del libro: Lamento musulmán –claro, contra la invasión estadounidense de Irak- de todos modos salpicado de un final desencanto: “Tú y yo sabemos que la tristeza es un don / cuando acompaña a la verdad / aunque en esta vida no sirva de nada saberlo”.

La sensación de frustración e inutilidad que campea en todo el poemario sólo es el testimonio descarnado y verdadero de un poeta sincero con sus propios sentimientos. Fiel retrato del ser humano en estos tiempos posmodernos de individualismo y de no creer en nada ni en nadie. Y por lo demás, conciencia extrema de la poesía de todos los tiempos, cuyo signo es trabajar día a día con la muerte, como lo sugirió lúcidamente el gran Enrique Lihn. Pero a pesar de que nos parezca que todo está perdido, encontrarse con hermosos versos como los de Luis Eduardo García nos reconcilian con la existencia, sencillamente porque la embellecen, porque la hacen más soportable y nos ofrecen un sentido nuevo en el que uno- dentro de su melancolía- puede ser feliz. Como aquí: “Las supernovas –dicen- son engañosas como el amor: / cuando crees que nacen en realidad están muriendo”.

El poema final del libro expresa la condición siempre en movimiento –de allí el lexema navegante del título- del ser humano. Pero se trata de un viajero que parte de ningún sitio y llega a ninguna parte. Quizá la clave de su búsqueda esté en los poemas iniciales del volumen: “Voy, efectivamente, de cara a mi nacimiento” dice al comienzo, y también: “he comprendido / que vivir es comenzar por el final / y terminar por el principio”. Claro, porque al morir volvemos al nuestro origen: la nada (o Dios para los creyentes), mientras tanto navegamos y mejor si es con este Teorema de García entre las manos.


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Luis Eduardo García (Piura, 1963) ha publicado tres libros de poesía: Dialogando el extravío (1986), El exilio y los comunes (1987) y Confesiones de la tribu (1982): uno de cuentos: Historia del enemigo (1996), y uno de crónicas, ensayos y entrevistas: Tan frágil manjar (2005). En 1985 ganó el VI concurso El Poeta Joven del Perú. Fue Editor del diario La República-Trujillo en 1994. Mantiene desde 1986 una página de reseñas y comentarios literarios en el suplemento dominical del diario La Industria de Trujillo. En el 2002 realizó una pasantía en la sección internacional del diario El País de Madrid. Tiene una maestría de Periodismo. Enseña en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Privada del Norte de Trujillo.

 

 

 

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