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ELYSIUM, O EL CANTO DE UN POETA ESTACIONAL
Sobre libro "Elysium" (106 páginas), Roger Santiváñez (Perú), Andesgraund Ediciones,
Colección Ojos del Salado, julio de 2021


Por Biviana Hernández O. (Chile)




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Así como en su silva “Estival”, Rubén Darío imaginaba a la tigre de bengala, “fiera virgen [que] ama”, agitándose como loca, erizada de placer, en el mes del ardor, el canto de Roger Santiváñez en Elysium (Andesgraund, 2021) parece un idilio verbal que todo enciende, anima, exalta…

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En la primera persona del sujeto poético se articula la voz en movimiento de un “ángel redimido”, que descubre en la utopía de la naturaleza una nueva forma de habitar el paisaje. Es este su “edén norteamericano”, la rosa/santuario desde donde podrá evocar –y dialogar con– una lejana Lima.

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Santiváñez reitera aquí lo que ya era un aserto en libros anteriores, como Amaranth, Amastris o Robert Pool Crepúsculos. El poema es una canción escrita que se compone “a la vera del río” (67). De ese lugar, elysium de la soledad total del poeta, emerge el intento “de cantar en el papel blanco” (17). De ese lugar, también, brota el compás de una escritura solitaria, concentrada, que parece guiarse por el ritmo que pautan dos actividades continuas y, si acaso, simultáneas: caminar y contemplar. En el introito del libro así lo dice Santiváñez: “este libro ha sido escrito caminando, en romería diaria, por las bucólicas orillas del río Cooper, en el sur de Nueva Jersey” (17). Y es que el viaje (¿paradisiaco?) que mueve los pasos del poeta-peregrino, así como el flujo envolvente de sus versos, propicia dos tipos de experiencia sensible: el hallazgo y la belleza de un paisaje que es, asimismo, revelación y memoria.

Por eso, probablemente, el canto del poeta quisiera perpetuarse “en la estepa más triste” (66), aun cuando gotas de lluvia caigan “sobre [el] poema”, y sea difícil –si no imposible– “comprender el mundo ahora” (69).

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El horizonte sacro, devoto, de la palabra, junto al rigor del ejercicio físico, afirma la escritura como una experiencia vital y estética de acercamiento o lo inefable. De allí que, como praxis cotidiana, de entrenamiento del cuerpo, “la poesía del río & su alumbrada paz” (72) temple el ánimo del sujeto que escribe y ve con su alma “dichosa aún”, “metida solo dentro de [sí] misma”, una “belleza fugaz” (70).

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Para quien lee esta poesía, la belleza del paisaje físico e interior –el corazón del que canta–, será posible de observar mediante la composición de los poemas. Textos cabalmente ejecutados desde una concepción apolínea de la forma como estructura, arquitectura, verbal, y del ritmo como matriz somático-cognoscente. El encabalgamiento es el recurso encargado de producir corrientes subterráneas que mueven el verso como si de olas se tratara: “soy yo en la inmensidad del vacío po / blando mi alma a través a través de las briz // Nas todavía erguidas y rutilantes / al final de la estación caliente cuando / el mundo se prepara para morir” (35).

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La acética disciplina del cuerpo y la escritura de Elysium hace pensar en la metódica espiritualidad de El nadador (1967) de Héctor Viel Temperly: “Soy el nadador, señor, soy el hombre que nada / por la memoria de las aguas […] / Gracias doy a tus aguas porque en ellas / mis brazos todavía hacen ruido de alas” (50). Como el nadador, el poeta-caminante de Santiváñez agradece y se acerca a Dios con trabajo y esfuerzo cotidiano. Pero, sobre todo, con disposición para escuchar sus aguas, sus “chirridos trifónicos” (78).

Las visiones del poeta se forman en los paraísos acuáticos del mundo natural, fluvial. Es en las aguas del mar de Lima o del río Cooper, donde se accede a la experiencia de lo bello y se recupera, desde la evocación, a la mujer amada, la juventud y la fiesta desbordadas. O a las chicas que se amó “en la calle” (74). Porque en el trayecto de este elysium se van encontrando, en sacra comunión, los caminos de la vida presente (pastoril) y pasada (urbana).

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Sobra decir, entonces, que la visión/escucha poética de Elysium se sustenta en el ritmo/latido de la naturaleza, que es amor: un “obsequio de sólo ciertas almas / nobilísimas” (75). Almas poéticas que son llamadas a cantar el “divino verdor de todo lo que nos rodea” (78). En este poemario, es el amor lo que “todavía […] reanima” (77) al sujeto para continuar su canto en romería diaria por los convulsos días de este siglo. Es el canto de un poeta estacional que encuentra en el lenguaje del rododendro, el narciso o la jacaranda, el amanecer de una epifanía. Ello hace que su “visión sola” ante las bucólicas orillas del río esté impregnada de un tono afirmativo. No por nada su convicción más fuerte es la de que: “aún se puede escribir esta canción” (73).

La repetición, en varios poemas del libro, del adverbio de tiempo aún subraya lo que perdura, en el poema y la vida, al momento de escribir/cantar “esta” canción: el Amor.

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Elysium advierte con su oído acompasado, su mirada dirigida y su dicción coloquial, de “corazón cojudo”, que es en la utopía del amor, del paisaje, del cuerpo y el erotismo, donde reposa el profundo sentido del canto. Y en ello vuelve a resonar el axioma de los poetas mayores: “El no hay olvido” nerudiano o el “Everness” borgeano: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que salva el metal, salva la escoria / y cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido”. Tal vez, esto suceda en la palabra de Santiváñez como el hallazgo de otra posibilidad para el poeta: la de (re)escribir en su cuaderno de solitario la memoria del río, que también es –o será, indefectiblemente– olvido.






 



 

 

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