“Mi diaria romería”. Así nombra el poeta (indistinguible aquí del hablante de los poemas) el pasaje cotidiano por las orillas del río Cooper en el sur de Nueva Jersey, de donde, en parte y de algún modo, se nutre su palabra. Romería es pasaje, peregrinación, trayecto o viaje; pero según precisa María Moliner: “un viaje hecho a pie para visitar un lugar santo”. Estos dos aspectos son centrales en Elysium: el horizonte de lo sagrado y el andar “pedestre” que, nada casualmente, constituyen una reveladora confluencia de contrarios. En el proemio de Sagrado (2016), libro que precisamente compila la parte de su producción más entrelazada con la concepción neobarroca de la poesía que subyace a este nuevo libro, explica Roger Santiváñez el título apuntando que “la poesía es … una devoción y una mística y ascética disciplina. Involucra una contemplación primordial del mundo”. La contemplación evocada se traduce aquí en hallazgos: “suavísima brisa” o “heladita” y “vientos rebeldes”, “luz que todo lo baña”, corrientes aguas y río translucido, gotas de lluvia sobre el papel en que se escribe, flores de innumerables nombres, “pulcro césped” o “jardines chamuscados”, el “pájaro campana”, cardinals y petirrojos. Y mucho más. Cada poema ofrece retazos de mundo que el poeta aprehende desde su trayecto caminante y que al desplegarse provocan visiones y sensaciones que invitan a atisbar lo interminable o lo efímero, o a sumergirse en uno mismo. Desde el habitual recorrido que se detiene a veces en la picnic house o en el que observan los desechos plásticos en el río, a los anónimos corredores en las mañanas húmedas o a las chicas cuyo rowing regala la instantánea de sus muslos relucientes flexionados, los poemas ofrecen el pasaje a ese elysium, Campos Elíseos o paraíso de la Grecia clásica, o, mejor, a ese “lugar delicioso”, según reza el Diccionario de símbolos y mitos de J.A. Pérez-Rioja. Y esto porque desde la cotidianeidad de ese peregrinaje –reiterada aventura de todo un año que registra desde los “últimos poemas del verano” hasta los versos del “Springtime” y que propone inevitablemente un recorrido circular e interminable– accedemos a la belleza o a la maravilla (Eguren dixit) de lo que está y de aquello que se cifra, se esconde o se vislumbra detrás de lo que está; a los cambios y transmutaciones; a las tonalidades ora grosellas, verdes, doradas o plomizas, o a los árboles poblados o de “ramas heridas” o muertas. A través de las palabras de los poemas recorremos los parajes quietos, bullentes o cambiantes que van abriéndose a los sentidos del lector. Pero decir “palabras” resulta insuficiente. Las visiones del poeta se constituyen no solo de las imágenes verbales que podemos recortar en uno u otro tramo (“El sol [que] estalla en los destellos”, “el / Divino verdor de todo lo que nos rodea”, “la rosada delicadeza / Del vaivén del suéter de una joven”, el “torrente plomo & marrón” del río, “el silbido de las aguas ignotas”), sino de todo aquello que se resiste a registrarse de ese modo, que escapa de lo aprehensible y traducible y que queda latiendo en las aliteraciones, en los encabalgamientos, y en los versos y tercetos sin puntuación que diluyen fronteras sintácticas y ofrecen modos de lectura superpuestos, nuevos, corrientes sensoriales, hilos invisibles y música, nuevamente, por supuesto, que nos llega casi como el ansiado canto de los pájaros de Pound a cuya luz se coloca Santiváñez en el introito del libro. Palabras, es cierto; más todo lo que queda pegado a las palabras que no puede convertirse en conceptos, frases o significados definidos (como el “Matiz raro que no alcanzo a nombrar” de uno de sus versos). Son tres, quizá, los ejes en este continuum sacro que cobra vida en las páginas de Elysium: los hallazgos que el poeta vislumbra en su recorrido material por las orillas del río Cooper y registra en “Esta página que trata de seguir / & comprender el mundo ahora” son lo primero y más notorio, por supuesto. Pero se abre a partir de ellos, y de la comprensión otra que proponen, la memoria de otros espacios y tiempos. Sobre todo peruanos (piuranos o limeños) pareciera; y sobre todo de la(s) muchacha(s) a la que se dirige el hablante en varios de los poemas. Visiones de una plenitud pasada que asoman en el pasaje y la contemplación “cuando no sé cómo hacer para calmar mi angustia”, y que permiten quizá la “perfecta soledad” y la “Canción [que] quisiera perpetuarse” o cierta utopía (otra de las reverberaciones del vocablo “elysium”) en los “Estados Hundidos de América” o cuando se piensa que “nada cam/Biará & sin embargo uno se la / Cree claro si no sería imposible / Seguir respirando con la ilusión / Del después cuándo? Qué cosa?”. Y todo esto es que quizá posible porque esa muchacha que se recuerda en la soledad de esta romería, aquella de la que el poeta recuerda la “Plenitud de tu orgasmo” o le dedica el “Only Thou art holy” final de todo el libro, es también la poesía, el tercer eje del conjunto, forjado en el fuego de la escritura en este peregrinaje en compañía de Adán, Vallejo, Pound, Darío, Zaid, Hinostroza, William Carlos Williams, entre otros tantos no nombrados pero igualmente cercanos, que le permiten al poeta Santiváñez seguir hurgando, siempre en poesía, a través de su “Barroco de guijarros diseminados / En el lodo oscuro que nadie / Ha hollado”.
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LA ROMERÍA DE LA POESÍA
Sobre libro Elysium (106 páginas), Roger Santiváñez (Perú)
Andesgraund Ediciones, Colección Ojos del Salado, agosto de 2021
Por Luis Fernando Chueca